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Full text of "Guillermo Reiman 2019 Cine De Planchada"

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GUILLERMO REIMAN 




Antítesis 



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Cine de planchada 

IO AÑOS DE CINE EN EL PENAL DE LIBERTAD 


Reiman, Guillermo 

Cine de planchada, io años de cine en el Penal de Libertad 
i a edición 500 ejemplares 
Noviembre 2018 


TESTIGOS / 2 

Colección dirigida por Mariana Pérez Balocchi 
y Hebert Benítez Pezzolano 


© 2018, Guillermo Reiman 

Montevideo, Uruguay 


Diseño y diagramación: © Mariana Pérez Balocchi 
Tipografía: Rufina (© Martín Sommaruga) 


Para contactarse con Antítesis Editorial: 
antitesiseditorial@gmail.com 

ISBN: 978-9974-94-102-1 


GUILLERMO REIMAN 


CINE DI PLANCHADA 


10 AÑOS DE CINE EN EL PENAL DE LIBERTAD 




Antíjesis 








A Lucía, Carolina y Tomás, 
mis hijos 



Agradecimientos 


A Manuel Rodríguez (el Araña) que cuando salió en liber¬ 
tad trajo consigo todos mis apuntes de cine y los devolvió a 
mis manos. Sin ese material este libro no hubiese existido. 

Al grupo de compañeros incondicionales que me alen¬ 
taron a “hacer algo” con el material acopiado durante años: 
Alberto Sequeira (Pueblito), Arturo Castellá (el Conejo), por 
supuesto el propio Manuel, Jorge García (Pajarito) y Vladimi- 
ro Delgado (Vladi), especialmente a él que nos dejó, de puro 
contra nomás, seguramente para no marcarme la cantidad 
de errores que hubiera encontrado en estas páginas. 

A entrañables compañeros que me arrimaron materia 
prima de la buena, para darle sentido y contextura al relato: 
Miguel Angel Olivera (el Cristo), Jorge Llambías (el Cabeza), 
Héctor Spinelli (Tallarín), Carlos Caillabet (Coca Cola) y otros 
ñeris queridos. 

A compañeros escritores que me aportaron valiosos da¬ 
tos, contexto de situaciones y, por qué no, estímulo a la hora 
de escribir: Jorge Tiscornia (Ñato) y Walter Pillipps Trevis 
(Negro) autores de Vivir en Libertad-, a David Cámpora (Chi¬ 
chi) y Ernesto González Bermejo, compinches en la autoría 
de Las manos en el fuego-, al Flaco Alfredo Alzugarat que res¬ 
cató la creación literaria en las cárceles políticas uruguayas 
en Trincheras de papel. 

A los críticos de cine: Alvaro Sanjurjo que a la hora de 
empezar me ayudó a encontrar el rumbo literario; a Rosalba 
Oxandabarat que encontró promisorio aquel primer borra¬ 
dor que le acerqué y, fundamentalmente, a Diego Faraone 
que siguió de cerca la evolución del texto y me instó a lle¬ 
var este proyecto hasta el final. A mi yerno Rodrigo Echaniz, 
también hombre de cine, que me facilitó bibliografía que 
me fue útil. AValeria Obrer que colaboró en la idea de tapa. 

A compañeros del FER y de CRYSOL por alentarme a es¬ 
cribir este libro y a “la barra” incondicional de ex presos que 
siguen siendo parte de esta película 


A todos quienes concurrieron al “cine de planchada” e 
hicieron de aquellas funciones una experiencia única en la 
historia del cine universal. 


Une más la consanguinidad de espíritu 
que la identidad de pensamiento 

Marcel Proust 



Introducción 


No sé si este libro se empezó a escribir cuando empecé a 
anotar las películas que veíamos en el Penal de Libertad, o si 
fue hace un par de años cuando desempolvé rollos de papeles 
y cuadernos que lograron salir del Penal: apuntes de cine que 
conservé conmigo con el correr de los años, que parecían de¬ 
cirme: ¿y para cuándo? O por acumulación de sugerencias re¬ 
cibidas por compañeros y amigos que me instaban a poner¬ 
me las pilas y empezar a escribir de una buena vez por todas. 

Me demoré bastante, es cierto. Aún con la certeza de que 
ese listado de 400 películas vistas en el transcurso de diez 
años de cárcel algún día alcanzarían status de relato con la 
incierta pretensión de transformarse en una publicación 
con formato de libro. 

¿Qué me frenaba? La duda acerca de si sería capaz de lo¬ 
grar un producto capaz de satisfacer a quienes decidieran 
leerlo. Pero bueno, era cuestión de animarse, antes que nada. 

Por supuesto, otras incertidumbres me salieron al cruce 
a la hora de pensar qué tipo de libro quería -o podía- es¬ 
cribir: si la crónica de un evento artístico que se mantuvo 
activo durante diez años dentro de “esa cárcel”, o si debía 
contarlo como espectador de “ese cine”, desde la subjetivi¬ 
dad de la vivencia personal. A poco de empezar a escribir, 
me di cuenta que necesitaba de ambas premisas. 

Esta dicotomía se vio atravesada desde el vamos por otra 
polarización, de otro tenor, que involucraba el tratamiento 
del tema en sí, al objeto de esta escritura: el cine de plancha¬ 
da. Cine, sí, pero “de planchada”. Lo que es decir el cine visto 
en una cárcel (donde la planchada era el único y por demás 
apropiado lugar donde ver cine). Entonces, además de oficiar 
de soporte, de ser su base material, la planchada le dio sen¬ 
tido de pertenencia a nuestro cine. Fue su rasgo distintivo, a 
tal punto que la película y la sala en donde se la veía crearon 
un vínculo difícil de concebir en otros ámbitos de exhibición. 


II 


Acá no nos estamos refiriendo a cualquier cine ni a cualquier 
sala, nos estamos referiendo a un “cine de planchada”. 

En la arquitectura de las cárceles más convencionales, la 
planchada -la del piso inferior- es una suerte de patio in¬ 
terno al que acceden los presos cuando salen de sus celdas. 
Es el lugar que unifica la hilera de celdas, como una vereda o 
una calle unifican las viviendas de una cuadra. Por allí transi¬ 
tan guardias y reclusos cuando van o vuelven a sus celdas, se 
reparte la comida, el agua caliente para el mate, los pedidos 
de cantina y los libros de la Biblioteca. Es un amplio espacio 
que se barre y se lava todos los días. Sobre sus baldosas pue¬ 
den realizarse eventos presenciados por los reclusos: cine, 
peñas musicales, conferencias, y hasta puede celebrarse una 
misa, llegado el caso. También es el lugar de mayor expo¬ 
sición, donde cualquier recluso puede ser sancionado por 
cualquier motivo. 

Pero la planchada es algo más que un espacio físico den¬ 
tro de una cárcel. Es otra dimensión del devenir de la vida 
carcelaria. Es el ámbito donde se cruzan las miradas de los 
compañeros cuando trasponen las puertas de sus celdas. 
Allí el prisionero observa a sus pares y obtiene una noción 
de conjunto, de hermandad colectiva, y puede gratificarse a 
través del intercambio de un gesto, una sonrisa, un saludo, 
disimuladamente, claro está. Era la constatación cotidiana 
de que cada uno uno no está solo en esa cárcel. 

Pero volviendo al tema que nos ocupa: una pantalla colgada 
en el centro de la planchada y un grupo de hombres-presos 
sentados en el suelo observando las imágenes proyectadas en 
esa pantalla. Básicamente, en eso consistía el cine de planchada. 
Lo más parecido al rústico salón parisino donde los hermanos 
Lumiere, por primera vez, pusieron imágenes en movimiento 
ante absortos espectadores, a fines del siglo diecinueve. 

De ese punto de encuentro entre hombres-presos e imᬠ
genes en la pantalla he procurado que trate este libro. La 
simbiosis establecida entre un hecho artístico y su público. 


12 


La corriente, el flujo emocional, intelectual, que fue capaz 
de generar un fenómeno como el cine en espectadores re¬ 
cluidos durante años en el Penal de Libertad. 

Por tanto, una sala de cine muy peculiar, un público no 
menos peculiar y una programación de variada calidad en el 
tiempo, pero que incluyó, en buena medida, títulos de enor¬ 
me valor artístico, representativos de corrientes y escuelas 
consideradas las más relevantes en la historia del cine uni¬ 
versal. Verdaderas joyitas cinematográficas desfilaron por 
aquella pantalla, gratificando, enriqueciendo -a la par de la li¬ 
teratura, la música y otras expresiones artísticas carcelarias- 
mentes y corazones de hombres-presos que encontraron 
en el hecho artístico verdaderos espacios de liberación. Bas¬ 
ta citar directores de la talla de Renoir, Chaplin, René Clair, 
Buñuel, Kurosawa, Fellini, Truffaut, Goddard, de Sica, Orson 
Welles o John Ford para saber de qué cine estamos hablando. 

Y cuando fue tiempo de sequía y vacas flacas para la pan¬ 
talla (que los hubo y en abundancia) el público del cine de 
planchada supo cambiar la pisada, apelando a antídotos 
como el ingenio, la picardía o el humor, capaces de transfor¬ 
mar cualquier espanto cinematográfico en motivo de diver- 
timento, por el lado jocoso del absurdo, obviamente. 

Finalmente, debo expresar que abocarme a escribir este 
libro me insumió largos y engorrosos momentos de obten¬ 
ción de datos, de chequeo de la información contenida en 
mis apuntes y otros menesteres similares. Significó el aco¬ 
pio de recuerdos y vivencias suministrados por no pocos 
compañeros que generosamente echaron mano al vasto e 
inabarcable anecdotario carcelario. 

Y en lo personal, por cierto que supuso un ejercicio de 
introspección, un viaje al pasado, el retorno a un lugar que, 
si bien nunca ha dejado de palpitar en mi interior y reluce 
como tatuaje indeleble en la piel de cada compañero, requi¬ 
rió aplicarle rigor a la memoria, cada vez más traicionera 
y burlona con el paso del tiempo. Por supuesto que soy el 


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único responsable de las omisiones, inexactitudes o defor¬ 
maciones que, seguramente, abundan en el texto. 

Pero, en definitiva, rescatar este cine de planchada fue 
para mí una disfrutable experiencia, una aventura emocio¬ 
nal que fue abriéndose paso sobre la marcha, descubrien¬ 
do sobre el terreno el paso siguiente. Y nada más. Señores y 
señoras, la función está por comenzar: que disfruten de la 
programación. 


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Capítulo i 


Justine 

De repente se apagaron las luces. El silencio impuesto 
por la guardia era total. Durante unos segundos se escuchó 
claramente la cinta rodando en los carreteles del proyector. 
La tela blanca se iluminó y sin decir agua va apareció ella. 
A todo color. Su rostro de peculiar hermosura, esa mirada 
a medio camino entre la timidez y la seducción, la compli¬ 
cidad de su sonrisa. Sí, ella: Anouk Aimée, con todo su en¬ 
canto estaba ahí entre nosotros, para nosotros, sonriendo, 
deslizándose, bailoteando al son de una danza árabe, atavia¬ 
da con tules y transparencias naranjas sobre el fondo azul 
turquesa del Mediterráneo. 

Ella era Justine, la heroína de El cuarteto de Alejandría, el 
libro de Lawrence Durrel que tanto disfrutamos mientras lo 
tuvimos. Y lo que veíamos no era la película de George Cukor 
que había pasado por las carteleras sin pena ni gloria en 1969. 
Tampoco era una sinopsis de las habituales, esas de dos o tres 
minutos que anuncian el próximo estreno. Se trataba de un 
condensado de quince o veinte minutos destinado a exaltar 
las bondades del filme (precisamente, titulado Justine), que 
no era otra cosa que exaltar las bondades de Anouk Aimée. 

Aquello no parecía un mal comienzo. Encontrarnos de 
pronto con la belle femme que había derretido corazones 
unos años antes en Un hombre y una mujer despuntaba, por 
lo menos, como promisorio. 

Era raro aquello. Parecía incongruente con aquel “largo 
largo señorcito” con que nos recibía aquella cárcel recién 
inaugurada en setiembre/octubre de 1972: un comité de re¬ 
cepción que me tiraba como bolsa de papas del camión para 
que otro milico me levantara en vilo, doblara mi brazo iz¬ 
quierdo en la espalda y mientras yo sujetaba la bolsita con 


15 


mis escasas pertenencias con la derecha, el milico con su 
mano libre hundía el garrote en mis costillas y al grito de 
“largo largo señorcito” me subía corriendo escaleras arriba 
hasta el quinto piso. 

La secuencia parecía acelerada, rapidísimo transcurría 
todo: te desnudaban, te rapaban a cero, te metían bajo la 
ducha, llenaban un formulario con tus datos, te daban un 
par de alpargatas, un mameluco y el número de recluso que 
te había tocado en suerte, que sería tu nombre y apellido 
mientras durara la estadía. 

Me sacaron de inmediato, alto del piso de ese lugar y me 
empujaron dentro de una celda vacía. El golpazo metálico 
de la tranca al cerrase la puerta parecía decirme que de ahí 
no saldría nunca más. 

Algunas semanas después, Justine. 


Hoy estreno 

A principios de 1973, cuando el andamiaje del Penal se 
iba acomodando a las exigencias objetivas que una cárcel 
requiere para atender las necesidades elementales de sus 
prisioneros, entre estos y las autoridades de aquel momento 
otro partido -para nada oficial- empezó a jugarse en el te¬ 
rreno de la casuística, en diálogos ocasionales y no tanto, la 
sugerencia, la persuación o la simple negociación en torno 
al mejoramiento de las condiciones de vida de los presos. 

En aquellos primeros tiempos el funcionamiento de la cár¬ 
cel estaba en pleno aprendizaje, se iba configurando a medida 
que la demanda lo exigía. La experiencia era nueva tanto para 
presos como para carceleros. El estilo “de cuartel” al que ape¬ 
laron inicialmente los militares pronto demostró ser inapli¬ 
cable en la cárcel de “nuevo tipo” que pretendían instaurar. 

Por otra parte, del lado de los reclusos, si bien valiosa en 
los comienzos, la docencia carcelaria heredada de Punta Ca¬ 
rretas resultaba insuficiente en el nuevo sistema de reclu¬ 
ís 


sión. Los nuevos presos políticos uruguayos debimos apren¬ 
der e incorporar códigos y reglas apropiadas a una nueva 
modalidad de confinamiento. 

Desde el comienzo el rigor fue la norma y el “verdugueo” 
una constante; así y todo el diálogo entre autoridades y pre¬ 
sos en torno a espacios a desarrollar fue una característica 
de aquella primera etapa. Se suele decir que ninguna cárcel 
puede funcionar sin la participación de los presos. Puede ser. 

Luego de instalados servicios centrales tales como co¬ 
cina, pelada de verduras, carnicería, lavado de tachos uti¬ 
lizados en cocina, panadería, cantina, biblioteca, empeza¬ 
ron a surgir otras áreas de trabajo para los presos: cultivo de 
huerta, herrería, carpintería, producción de bloques, por¬ 
queriza, entre otros. Y luego las “comisiones”, actividades 
de variado pelo, generalmente sugeridas por los presos, que 
se fueron incorporando a la vida interna del Penal: correo, 
ajedrez, fotografía, encuadernación, mecánica dental, ópti¬ 
ca, radiodifusión, planograf... ¡Misas celebradas por curas y 
pastores recluidos llegamos a tener los domingos en 1973! 
También llegó a funcionar “la escuelita”, clases a cargo de 
maestros reclusos para compañeros que no tenían cursada 
enseñanza primaria. Tanto las misas de los domingos como 
“la escuelita” provocaron el horror de algún mandamás de 
turno y fueron suprimidas de cuajo. 

En aquella primera etapa había participación conjunta 
de las tres armas en la conducción del Penal, lo que pudo 
significar, en alguna medida, matices en cuanto a la política 
interna a aplicar. Con el tiempo la Fuerza Aérea y la Marina 
tuvieron menos ingerencia y el Ejército acaparó los resortes 
de poder más importantes de la gestión carcelaria. 

Varios de estos servicios instalados en aquella etapa inicial 
fueron posible gracias al perfil negociador, dialoguista y ante 
todo "bicho" de compañeros que interpretaron sagazmente 
cómo situarse psicológicamente en aquel duelo de “toma y 
daca” entre verdes y grises. Una pulseada donde la ecuación 


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costo-beneficio repartíalos haberes: los militares construían 
la “cárcel modelo” de la que tanta se ufanarían durante su 
reinado y los presos, por su parte, abrían celdas, creando y 
ocupando espacios de mano de obra reclusa en áreas que 
iban a favor de las condiciones de la vida en prisión. 


Se dice que 

Referidos a la interna de la cárcel, dos rumores corrie¬ 
ron con insistencia los primeros días de 1973 acaparando la 
atención de los presos. El que generó más expectativa refe¬ 
ría a que pronto estaríamos de a dos en la celda. El otro, de 
naturaleza diferente pero nada menor, era que por fin los 
reclusos podríamos tomar mate en el Penal de Libertad. Am¬ 
bos rumores, claro está, circulaban cargados de una fuerte 
expresión de deseos: de pasar de estar en solitario 23 horas 
y media por día a compartir ese mismo tiempo con un com¬ 
pañero de celda implicaba un cambio sustancial en la vida de 
los presos. Y si había un mate de por medio más que mejor. 

Y ambas cosas se cumplieron. Primero fueron los pisos 
“de arriba” (tercero, cuarto y quinto) los que empezaron a 
tener dos compañeros por celda; a partir de marzo le tocó 
al primero y al segundo piso. Con la excepción, terrible ex¬ 
cepción, de que en el sector B del segundo piso los presos 
que allí estaban, considerados los más peligrosos, seguirían 
solos en la celda. Y así fue, muchos compañeros se mantu¬ 
vieron solitos en su habitáculo los trece años transcurridos 
entre 1972 y 1985, contando con el recreo y la visita como 
única salida de su sector. 

En realidad las celdas del Penal de Libertad (3,60 metros 
de largo por 2 de ancho) estaban diseñadas para alojar una 
sola persona, que supuestamente estaría trabajando fuera 
de su celda buena parte del día. Pero esa idea original databa 
de la década del 30, cuando comenzó a construirse (tiempos 


18 


de la dictadura de Terra, vaya casualidad), aunque la cons¬ 
trucción de esa cárcel quedó inconclusa hasta 1972 cuando 
los militares, luego de su irrupción directa en la vida políti¬ 
co-represiva del país, rápidamente llenaron los cuarteles de 
prisioneros. Ahí se aceleró su terminación, pasó a llamarse 
Establecimiento Militar de Reclusión Nro. 1 y desde fines de 
setiembre de 1972 hasta marzo de 1985 fue el centro de de¬ 
tención de presos políticos procesados por la justicia militar 
por excelencia. 


Dejá que cebo yo 

Las casi mil plazas con que contaba el celdario del Pe¬ 
nal de Libertad se completaron en poco más de tres me¬ 
ses, y como la demanda no disminuía fue imperioso para 
los militares hacer lugar. Eso explicó la "benevolencia" de los 
mandos de poner dos reclusos por celda, y la habilitación de 
barracas a partir de mayo de 1973. 

¡Y qué decir de poder tomar mate! Una necesidad de pri¬ 
mer orden, prioritaria a la hora de levantar la plataforma rei- 
vindicativa de cualquier cárcel uruguaya: el tabaco ya estaba 
autorizado e ingresaba con los paquetes que traían los fami¬ 
liares; la radio debió esperar hasta el comienzo del servicio 
de radiodifusión (“la lata” en nuestra jerga). 

Ambos cambios se produjeron en marzo de 1973, una vez 
consumidos los estertores de los comunicados 4 y 7, celosa¬ 
mente repartidos en todas las celdas por orden de las autori¬ 
dades. Los presos pusimos más entusiasmo en procurarnos 
termo, mate y bombilla que en las medidas progresistas que 
podían inferirse de aquel par de carillas solemnes y poco 
fiables que nos dieron a leer. 

Recuerdo aquel revuelo en el primer piso, donde yo había 
sido ubicado desde un principio, cuando se procedió al 
“baraje” de los sectores Ay B y las celdas quedaron atestadas 


19 


con dos personas adentro. Aquello tuvo mucho de juego de 
azar: ¿con quién me tocará? era la pregunta cantada de cada 
uno, ojalá que con fulano, espero que con mengano no. Una 
lotería. ¡Incertidumbres tan humanamente imaginables! 

Lo cierto fue que aquel “dos por celda” constituyó en su 
momento un cambio radical en nuestras condiciones de 
vida. Compartir, conversar, conocer, descubrir, establecer el 
vínculo con el otro y tanta cosa más que supone una convi¬ 
vencia, fueron insumos imprescindibles para ejercitar la nue¬ 
va forma de vida circunscripta a un espacio de tres metros y 
medio por dos, donde la única salida de la celda era la media 
hora de recreo que nos daban en aquellos primeros tiempos. 

En lo personal recibí con beneplácito al compañero de 
celda que me tocó en suerte: creo que Lopecito reunía las 
condiciones del compañero ideal con quién compartir una 
celda: “preso viejo” de Punta Carretas -habíamos compartido 
el traslado (bah, el “flauteo” desde la vieja cárcel)-, sabía de 
“cana”, de celda, de convivencia, de bancarse las rayas, las su¬ 
yas y las del otro. Y tenía una condición adicional: era chiqui¬ 
to, no ocupaba demasiado espacio en la reducida dimensión 
de la celda. Tranquilo, callado, podía estar horas sentado en 
su cucheta sin moverse. Prudente y solidario total, un com- 
pañerazo Lopecito. Y la ventaja de conocernos: la confianza. 
Yo era el 536 y él el 537, hasta el número nos hermanaba. Casi 
dos años compartimos celda en el ala derecha del primero A. 

¡Y tomábamos mate! Dos compañeros mateando en aquel 
cubículo era ganar una batalla en otro terreno. La celda se 
volvió habitable, la vida se humanizó y la relación se socia¬ 
lizó. El ruido de los tachos del agua caliente sobre el carro 
aproximándose por la planchada pasaría a ser uno de los so¬ 
nidos más gratificantes, inolvidables en el recuerdo sonoro 
de cualquier preso. 

Pero otro rumor empezó a circular con fuerza en aque¬ 
llos días: se había creado una “comisión de cine” y pronto 
estaríamos viendo películas en el Penal de Libertad. 


20 


Creer o reventar 


¡El cine!... ¿Cine en aquella cárcel? 

Aquello sí que era sorpresivo, seguramente terrible bola- 
zo, nueva forma de “verdugueo”, o vaya a saber qué cangrejo 
escondía semejante piedra. 

Lo cierto fue que una noche a comienzos de abril de 1973, 
después de cenar el fajinero del primer piso pasó avisando 
celda por celda que había que aprontarse para el cine. 

¿Qué era “aprontarse para el cine”? ¿de qué se trataba 
esto de sacar por la noche a los presos de sus celdas? 

Entre la desconfianza y la curiosidad se fueron despejan¬ 
do las dudas. El procedimiento parecía sencillo: cada uno 
llevaba una cobija doblada para sentarse sobre ella en el 
piso, nos ubicábamos con cierto orden en absoluto silencio, 
y esperábamos que de aquella tela blanca que colgaba sobre 
la mitad de la planchada del primer piso apareciese “algo”. 

Nos parecía toda una extravagancia aquello de ver cine 
en una cárcel política recién estrenada, una rareza total que 
parecía tener mucho de ensayo, de prueba, un experimento 
celosamente observado tanto por carceleros como encarce¬ 
lados. Con el debido recelo que el hecho ameritaba desde 
nuestro lado: no era un dato menor que por la noche saca¬ 
ran a doscientos reclusos de sus celdas y los amontonaran 
en la planchada con el pretexto de que tenían que ver una 
película. Y en todo caso, la pregunta cabía: ¿qué nos van a 
hacer ver estos milicos? Verdugueo seguro parecía aquello. 

La mayoría de los presos no sabíamos que para introdu¬ 
cir el cine en la vida del Penal hubo que sostener una serie 
de intercambios, negociaciones, marchas y contramarchas 
por parte de algunos compañeros con vínculos y capacidad 
de propuesta, y algunos militares lo suficientemente abier¬ 
tos como para considerarlo. 

La cuestión fue que se apagaron las luces y apareció, como 
una visión, el rostro de Anouk Aimée. Sorpresa mayúscula. 


21 


Nacido y renacido 


Aquella avant premiere encabezada por Justine se com¬ 
plementaría con otra sorpresa (todo era demasiado novedo¬ 
so, es verdad) con la exhibición de Los años locos, un pro¬ 
fuso documental francés de los realizadores Henri Torrent 
y Mirca Alexandresco que en 1960 obtuviera premiación in¬ 
ternacional. Imágenes de archivo que en 95 minutos ilustra¬ 
ban detalladamente la vida social y cultural de una Francia 
que intentaba olvidar el desgarro de la Primera Guerra Mun¬ 
dial para entregarse al florecimiento de las artes, movimien¬ 
tos y corrientes de pensamientos diversos que encontraban 
en París su mayor fuente de inspiración. 

Sería exagerado comparar el asombro de los presos aque¬ 
lla noche con el de los escasos y curiosos espectadores que 
concurrieron al Salón Indien de París a fines de 1895, cuando 
los hermanos Lumiére rompieron los moldes del arte po¬ 
niendo por primera vez imágenes en movimiento sobre una 
pantalla. La primera función de cine en el Penal de Libertad 
no provocó el estupor y el pánico de la locomotora que pa¬ 
recía atropellar al público al llegar a la estación de Lyon, pero 
sin duda marcó el comienzo de una etapa en la vida carcela¬ 
ria. Desde entonces el cine, ver cine, empezó a ser un hábito 
de una trascendencia mayor que la que nosotros mismos 
podíamos atribuirle en aquel momento. 

Lo cierto fue que aquella noche de abril de 1973, mientras 
regresábamos a nuestras celdas con las mentes cargadas de 
escenas, los dos compañeros de la comisión de cine a cargo 
de la proyección desarmaban y guardaban el equipo no sin 
cruzar entre sí discretas miradas de satisfacción. El inicio 
había sido por demás auspicioso. El desafío cumplido con 
creces. Todo había transitado por la normalidad deseada y el 
camino estaba abierto. 

Sin altanería alguna puede decirse que el cine había naci¬ 
do por segunda vez en su historia y que el Tallarín y el Negro 


22 


Eduardo, dos pioneros que echaron a rodar las imágenes no 
eran otros que los hermanos Lumiére, solo que con mamelu¬ 
co gris y cabeza rapada. 


Otra vez será compadre 

Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo 
quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... 
Este largometraje “corto” nos esperaba la semana siguiente. 
Su director, Leonardo Favio, en poco más de una hora logra¬ 
ba una historia bien narrada, un lenguaje cinematográfico 
que parecía estar más emparentado con el de los maestros 
del neorrealismo que con las transformaciones estéticas del 
cine de medianos de los sesenta. Sobria, sencilla, gestos y 
miradas en vez de palabras, planos generales, lentos, dete¬ 
nidos de acuerdo a los tiempos mentales de sus personajes. 

Federico Luppi era Aniceto, un vivillo de poca monta en un 
pueblo chico perdido en Mendoza; se las rebusca en las riñas 
donde su gallo, “el Compadre”, le salva la plata. Pero no podrá 
sobrellevar el tironeo sentimental de Elsa Daniel por un lado 
y de María Vanner por otro, su “santita” y su “putita”, que hun¬ 
dirán su vida en un conflicto de final dramático y previsible. 

Aclaremos: para mis jóvenes 22 años de entonces, Leo¬ 
nardo Favio era el portador de aquella original voz recia y 
gritona que había irrumpido en el '69 haciendo capote con 
Fuiste mía un verano y otra serie de temas que gozaron de 
importante popularidad en el Río de la Plata. Pero yo desco¬ 
nocía -y también seguramente buena parte de mis compa¬ 
ñeros- que el hombre, a partir del Aniceto, Memorias de un 
Niño Solo y El Dependiente, había redondeado una trilogía 
consagratoria, seguida de una carrera que le valió un lugar 
de privilegio en la historia del cine argentino. 

Con esta película aprendimos que el cine no solo se ve 
sino que también se escucha. Cada película era exhibida 


23 


cinco noches consecutivas en el celdario, un piso por vez, 
siempre en la planchada del primer piso. Esto significaba 
que una noche uno veía la película y otras cuatro la escu¬ 
chaba desde la cucheta de su celda. Y quiénes estábamos 
en el primer piso, para bien o para mal, teníamos el sonido 
en la puerta mismo de nuestras celdas. No teníamos más 
remedio que seguir enganchados con la película que tocara. 
Había compañeros de sueño fácil que se daban media vuelta 
y se desentendían, pero no era mi caso. 

En la celda del Chupete y del Conejo, por ejemplo, com¬ 
petían desde sus cuchetas a adivinar diálogos, risas, pasajes 
musicales o cualquier otro efecto sonoro proveniente de la 
película de turno. Tan afinados estaban que, aún en pelícu¬ 
las mudas de Chaplin, acertaban el momento en que sobre¬ 
venía la carcajada del público. 

La banda sonora de Aniceto tenía mucho Vivaldi, una gra¬ 
tificación extra para seguir “viéndola” noche a noche desde 
la cucheta. 


Taquilla negociada 

Parecía una quimera, sin embargo. Una vez que los com¬ 
pañeros de la comisión de cine presentaron el paquete del 
proyecto, con una operativa viable (cómo, dónde, elementos 
necesarios, abastecimiento del material, control, costos, et¬ 
cétera) las autoridades del Penal accedieron a hacer la expe¬ 
riencia. Eso sí: todo estaría estrictamente controlado por el 
personal militar a cargo. Esto quedaba siempre meridiana¬ 
mente claro a la hora de iniciar cualquier emprendimiento, 
aunque después, en los hechos, la flexibilidad entraba a tallar. 

Siguiendo indicaciones de compañeros idóneos, por me¬ 
dio de los fondos de Cantina aportados por los familiares, se 
compró un viejo proyector de 16 milímetros Bell and Howell 
y luego se obtuvo un RCA más confiable. Poner y sacar una 


24 


pantalla portátil era algo sencillo. Los compañeros de car¬ 
pintería, por su parte, construyeron la base de madera sóli¬ 
da donde apoyar el proyector. 

La planchada del primer piso era una sala más que apro¬ 
piada, y la cobija doblada en el suelo la butaca ideal. Se ex¬ 
hibía una misma película de lunes a viernes, después de la 
cena, concurriendo un piso por noche. Luego, cuando es¬ 
tuvieron construidas y habitadas las barracas, los sábados 
y domingos serían sus días de cine. O sea que cada pelícu¬ 
la era exhibida durante los siete días de la semana. Cuatro 
mensuales en el mejor de los casos. 

Faltaba implementar el ingreso de películas, vaya deta¬ 
lle. En este punto era fundamental contar con aliados, gente 
amiga extra muros. Fueron invalorables los vínculos con los 
archivos, por ejemplo de Cinemateca Uruguaya y de CUFE, 
que incluían lo mejor del material disponible. Fa distribui¬ 
dora aportaba seis o siete títulos mensuales, de los cuales se 
elegían los cuatro títulos a exhibir ese mes. 

Cada película venía acompañada de ficha técnica, que se¬ 
ría rigurosamente analizada por el oficial censor de turno. 
Si algún título despertaba la desconfianza de la censura se 
cambiaba por otro (hay anécdotas ilustrativas al respecto 
que abordaremos en su momento). 

Otras distribuidoras se irían sumando en el correr del 
tiempo, según soplaran los vientos: VICAR, SAUDEC, Dan- 
ny's Films, Canal io, Uruguay Films, embajadas de la RFAy 
Canadá, y Filmex. Un oficial se encargaba de pagar semanal¬ 
mente las películas escogidas, traerlas y devolverlas. 

Durante varios años la elección de películas destinadas 
al Penal estuvo en buenas manos y los presos del Penal de 
Fibertad accedieron a títulos destacados en cualquier filmo- 
grafía que recopile lo mejor de historia del cine mundial. 

El desconocimiento y la ignorancia de los censores fue¬ 
ron factores que jugaron fuertemente a favor de los presos. 
Esto ocurrió en materia de cine, de libros para la bibliote- 


25 


ca central, en el ingreso y salida de correspondencia, en la 
música y la información difundida dentro de la cárcel, en la 
producción de manualidades... En fin, parecería que la pri¬ 
mera ley que rige a la censura, a cualquier censura, es la de 
nunca ser suficiente. 

Después, con los años, las autoridades se apoderaron to¬ 
talmente de la elección de los títulos a exhibir y ahí empezó 
otra historia del cine en el Penal. Pero ya era tarde. 


Pequeño gran héroe 

Para reírte de verdad, tienes que ser capaz 
de agarrar el dolor yjugar con él 

Charles Chaplin 

Como calificados habitués, los espectadores del cine de 
planchada supimos tener nuestro héroe de pantalla. Tal dis¬ 
tinción, no demasiada original tal vez, pero por razones pro¬ 
pias además de las universales, recayó en Charles Chaplin. 
Charlot fue un amigo entrañable durante los años de cine. 

Se diría que no podía ser de otra manera. Se ha dicho 
todo sobre Chaplin, sería redundante cualquier elogio. Des¬ 
de lo cuantitativo fueron seis largometrajes y alrededor de 
diez o doce cortos que Chaplin compartió con nosotros. 

Tal vez venga a cuento una definición (de un crítico o his¬ 
toriador cuyo nombre no recuerdo) que dijo que Charlot fue 
el primer hombre que llegó a las pantallas del cine, aludien¬ 
do a la dimensión humana de su personaje. Por cierto que 
para nosotros, presos políticos por luchar contra una socie¬ 
dad esencialmente injusta, los códigos y valores de aquel va¬ 
gabundo provocaban la inmediata identificación. 

Que tomara partido por los débiles, ridiculizara y se im¬ 
pusiera a los poderosos podría ser cuestión de ideología, 


26 


pero que lo hiciera a través del humor o de la ternura no 
podía pasar desapercibido para nuestras fibras más sensi¬ 
bles. Lo que, de alguna manera, no hacía otra cosa que darle 
una dimensión ideológica a nuestras emociones. Fuere por 
la risa, fuere por el llanto, fuere por su espíritu justiciero el 
hombre disponía a su antojo de nuestro interior profundo. 

El emotivo vínculo de Charlot con el niño (Jackie Coogan) 
parecía retrotaer a su infancia en los suburbios miserables 
de Londres donde naciera en 1889 y se criara en medio de 
carencias y penurias de todo tipo. Quiso el azar que fuera 
El Pibe la primera película larga de Chaplin que vimos en el 
Penal, en 1973, que además fue su primer largometraje roda¬ 
do en 1923. O sea que por puro capricho de los calendarios 
fuimos nosotros, los presos del Penal de Libertad, quiénes 
tuvimos el honor de conmemorar los 50 años de El Pibe. 
Como que colgamos el póster en la pared de la celda. 

Tiempos Modernos (1936) describía el summun de la ex¬ 
plotación capitalista en su fase de industrialización. En nues¬ 
tra visión reduccionista de entonces, Chaplin representaba a 
ese proletariado que tanto evocábamos en nuestra vida políti¬ 
ca interna. En La Quimera del Oro( 1925), la extrema ambición 
de riqueza, la desesperada búsqueda de oro en los confines 
de Alaska, presentaba algunas de las escenas más célebres de 
su obra: cuando su famélico compañero percibe a Carlitos 
como un enorme y sabroso pollo asado, o cuando en la ima¬ 
ginaria cena de fin de año ofrece a su novia inexistente un 
mágico baile de panecillos ensartados en los tenedores. 

Se ha dicho que pocas veces el cine ha logrado una fusión 
tan perfecta entre lo tragicómico y la poesía. De esa combi¬ 
nación de tragedia y humor se alimentaba, cotidianamente y 
de muchísimas formas, nuestra vida carcelaria. 


27 


El 151 

La complicidad con nuestro héroe surgía espontánea a 
la primera de cambio. Lo de él era cine mudo, y nosotros 
cultivamos un lenguaje cuasi mudo, de señas, gestos y movi¬ 
mientos de ojos típicamente chaplinescos. La ironía, la bur¬ 
la, la falsa aceptación de aquel orden imperante que se nos 
imponía, el decir que sí diciendo que no. Hasta el bigote de 
Chaplin lejos de las comisuras reglamentarias parecía ser un 
significativo y contundente “bigote p'arriba”. 

El amor, el recuerdo por la mujer ausente, real o imagina¬ 
ria, palpitó siempre en el corazón de los presos. En El Circo 
(1928) y en Luces de la Ciudad (1931) Charlot fue condescen¬ 
diente con este sentir. Experimenta el desdén de la mujer 
jinete del circo y la barrera infranqueable de la cieguita que 
vende flores. Nuestro solidario anhleo se vería complacido: 
ambas mujeres terminaron en sus brazos. 

Por más que en el Chaplin de Monsieur Verdoux (1947) 
-ya en su era sonora- el vagabundo de sombrero hongo 
y grandes zapatos había dejado su lugar a un caballero de 
doble vida, respetable por un lado y asesino serial por otro. 
Aunque con pinceladas de humor, el tono de este Chaplin 
expresa a través de Verdoux su desencanto por el mundo en 
que vive. La crítica social emerge con amargura; el nihilismo 
había ganado al gran cineasta. 

Nuestra empatia con Chaplin se fundaba, además, en su 
condición de perseguido político. Por sus ideas progresistas 
fue acusado de comunista y terminó su vida exiliado en Sui¬ 
za. “Fui perseguido y desterrado, pero mi único credo políti¬ 
co siempre fue la libertad”, escribió. 

Por supuesto que su gran alegato antibélico de 1940, El 
Gran Dictador, no llegó hasta nosotros. Menos mal: si así hu¬ 
biera ocurrido al encargado de la censura lo fusilaban y los 
presos habríamos perdido el cine para siempre. 

En la Biblioteca Central del Penal estuvo durante un buen 
tiempo su autobiografía. Allí nos ofrecía valiosas, inteligen- 


28 


tes reflexiones: “Mirada de cerca, la vida parece una trage¬ 
dia; vista de lejos, parece una comedia. Nunca te olvides de 
sonreír, porque el día que no sonrías será un día perdido. La 
vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso, 
canta, ríe, baila, llora y vive cada momento, antes que se baje 
el telón y la obra termine sin aplausos”. 

Charles Chaplin, Carlitos, nuestro héroe que bajaba de la 
pantalla, recorría planchadas haciendo de las suyas y toma¬ 
ba mate en las celdas. Cuando nos enteramos de su muerte 
en 1977 la pena no fue tanta: él siguió entre nosotros, nunca 
dejó de ser un preso más. Tenía el número 151 (pareció reser¬ 
vado para él, ya que, seguramente por un error burocrático, 
este número nunca fue adjudicado a ningún recluso). 


Los amos de la risa 

El primer gag del cine lo filmó Lumiere en El Regador 
Regado allá en los comienzos del nuevo invento. Un hecho 
normal junto a otro hecho también normal provocan un ter¬ 
cer hecho inesperado e hilarante. El jardinero con la man¬ 
guera, la rotura de la manguera, y el jardinero que termina 
empapado. Ejemplo primigenio que fuera -y es- utilizado 
hasta el hartazgo en el cine como vehículo de humor. 

Quien tempranamente supo sacar partido de ello fue el 
pionero Mack Sennett, verdadero fundador del cine cómico 
norteamericano. Fue realizador de más de 1500 películas a 
partir de 1911, desde la Keystone y la Triangle, sus producto¬ 
ras que lanzaron las populares bañistas, las tartas de crema, 
las persecuciones en Ford T, el humor dislocado, espontᬠ
neo, de golpe y porrazo, que provocaba el delirio de multi¬ 
tudes y de donde saltarían a la fama innumerables nombres 
como los de Mabel Normand, Roscoe Arbuckle, Ben Turpin, 
Harold Lloyd, Harry Langdon, Gloria Swanson, W.C. Fields, 
Bing Crosby, Mack Swain, entre otros. 


29 


Y entre tantos Charles Chaplin, que llegó a Estados Uni¬ 
dos en 1913 y comenzó a trabajar para Senett en la Keysto- 
ne, luego lo hizo para otras marcas, como Essanay, Mutual y 
First National donde alcanza definitiva consagración artísti¬ 
ca constituyéndose en mito del nuevo arte del cine. 

Por supuesto que nosotros carcajeamos de lo lindo con 
los tortazos en la cara y adherimos cien por ciento al men¬ 
saje chaplinesco, tanto en sus largometrajes como con la 
serie de cortos fantásticos, tales como Charlot en la tienda, 
El conde, El vagabundo, El bombero, El noctámbulo, E11 el 
estudio de cine, El prestamista, El patinador y algunos más. 

Pocos años después Chaplin escribía, dirigía y actuaba 
para su propia productora; junto a otros actores y directores 
famosos fundó en 1919 la compañía Artistas Unidos con el 
fin de defender sus intereses y no depender de los estudios 
comerciales. 

El gag, como situación humorística, a veces no surgía de 
la pantalla sino de lo que ocurría en aquella peculiar sala de 
cine. "Agotar los medios" es un principio militar muy manido 
y recurrido en cuestiones imprevistas. Buen ejemplo de ello 
dio un sargento de piso, a la hora de dar comienzo la pro¬ 
yección, cuando le ordenó a uno de los guardias: “Soldado: 
apague la luz y que empiece la película”. El soldado no tenía 
la menor idea donde estaba el interruptor, lo buscaba y no lo 
encontraba mientras el sargento más se lo exigía. Ante el ner¬ 
viosismo del soldado por no dar cumplimiento a una orden, 
el sargento, visiblemente malhumorado le pidió al soldado 
el palo (bastón o tolete que portaba cada guardia dentro del 
celdario)yle dijo a viva voz: “¡Mire soldado: esto es agotarlos 
medios!”, y acto seguido pegó un salto y de un garrotazo hizo 
añicos la lampara que iluminaba esa parte de la planchada. El 
soldado quedó lívido y los presos, calladitos, antes de ver la 
película supimos que aquella entrada estuvo bien paga. Esa 
noche, Trompifai, el grandote bruto y malo que persigue a 
Chaplin, quedó hecho un poroto al lado del sargento. 


30 


Sin palabras todo dicho 


Claro que nuestro héroe no estaba solo y varios de sus co¬ 
legas más célebres desfilaron por nuestra pantalla. Entre las 
primeras funciones de abril de 1973 apareció un compilado 
de cortos titulado Riendo con Max Linder. Toda una revela¬ 
ción para la mayoría de nosotros, el francés Max Linder es 
considerado el primer gran cómico de la pantalla, inspirador 
y promotor de la edad de oro de la comedia cinematográfica 
muda (1912-1930). Cuentan los historiadores que Chaplin se 
inspiró en él para construir su personaje. Su atuendo ele¬ 
gante (chaqué, chaleco, botas de charol, guantes claros) y su 
porte de compadrito rompieron con el modelo de humor 
circense con que el cine intentaba entretener a las masas en 
los primeros años de su historia. 

Otro personaje muy querido por nosotros sin dudas fue 
Buster Keaton, considerado uno de los gigantes del cine có¬ 
mico de todos los tiempos. Se le apodó “el actor cara de palo” 
o "el hombre que nunca ríe" por su rostro impasible que era 
lo que producía su enorme expresividad. Se dice que por 
contrato tenía prohibido reír en público lo que le provocó 
una distorsión psíquica que le costó la internación y el fin 
de su carrera. Fue inmediato el feeling de Keaton con presos 
recluidos en una cárcel donde lo aconsejable era mantener 
un rostro impasible, inexpresivo, que no denotara emoción 
alguna, so pena de despertar reacciones adversas de los car¬ 
celeros. Salvo en la oscuridad del cine, claro, donde la risa 
o cualquier otra emoción brotaba anónimamente, a rienda 
suelta. Rodados entre 1924 y 1928, tres títulos de este actor 
pasaron por nuestra pantalla: El Navegante, El Cameraman 
y El Maquinista de la General. 

La exhibición de este último título fue motivo de resis¬ 
tencia por parte de la censura del Penal y por dos veces fue 
rechazado. El término “General” no convencía a los cen¬ 
sores (y menos asociado con “la máquina”, que en la jerga 
presidiaría equivalía a tortura). Finalmente cedieron ante la 


31 


evidencia que el título del filme aludía a una compañía de 
ferrocarriles. Buster Keaton asistía a esta controversia con 
su invariable cara de palo. Reía por dentro. 

Otro de nuestros visitantes, Harold Lloyd, llegó a ser el 
actor más popular de los cómicos norteamericanos del cine 
mudo, alcanzando una producción de 160 películas, cifra 
mayor que la que rodaron Chaplin, Keaton, Harry Langdon 
y el Gordo y el Flaco todos juntos. Su personaje emulaba a 
Chaplin hasta en el bigotito al que agregó sombrero de paja 
y lentes redondos de carey, aunque no calzaba los puntos 
poéticos y humanísticos de Charlot. De alguna manera se 
identificaba con el americano medio y sus momentos de 
mayor humor los obtenía con sus dotes motrices; sobrada¬ 
mente lo pudimos apreciar en El hombre Mosca (1923), col¬ 
gado de un rascacielos siempre a punto de caer. 

Allá en el Lejano Oeste, Dos Tontos de Altura y varios de 
sus cortos nos reencontraron con los entrañables Laurel y 
Flardy, el Gordo y el Flaco de nuestra infancia. También evo¬ 
camos otros tiempos con algún corto de Los Tres Chiflados, 
pero El Capitán Kid, de Abbot y Costello se nos volvió todo 
un cuesta arriba, la cosa no pasó de alguna sonrisa piadosa. 

Flerederos del humor del cine mudo y a cuestas de una 
fuerte impronta teatral, los Flermanos Marx se hicieron pre¬ 
sentes en aquella sala con Servicio de Hotel, de 1938, un títu¬ 
lo que no ocupa lugar en el ranking de sus mejores películas. 
De todos modos aquel contacto con Groucho, Flarpo y Chi¬ 
co dejaría en nosotros rastros de su talento. 

Groucho no era un nombre común, y menos su apellido. 
Cuando los perros de la censura olfateaban un libro de au¬ 
tor de apellido Marx abrían las fauces y se lanzaban sobre 
él. ¡Los mordiscones que debió soportar aquel Groucho y yo 
autobiográfico para subsistir en la Biblioteca Central!... 

Fue una suerte que el personal militar a cargo no registra¬ 
ra alguna de sus célebras frases, del tipo “Inteligencia Militar 
son dos términos contradictorios”, o “La justicia militar es a la 
justicia lo que la música militar es a la música”. Groucho dixit. 


32 


Capítulo 2 


El par dialéctico 

La vida carcelaria, en términos generales, oscilaba entre 
“apretes” y “aflojes”. El régimen interno graduaba el nivel del 
rigor a aplicar según cómo viniera la mano. Éramos presos 
políticos y en buena medida rehenes de la situación política 
reinante en lo nacional, y a veces las coyunturas políticas inter¬ 
nacionales repercutían en la vida cotidiana del Penal. En oca¬ 
siones la temperatura interna llegaba a depender del humor 
del Mayor a cargo del celdario, de la guardia que tocara ese 
mes o de cualquier hecho ocurrido dentro del mismo Penal. 

Razones para apretar obviamente nunca faltaban. Apretes 
y aflojes se alternaban. O mejor dicho: el aprete era la norma 
y el aflloje la excepción, aunque tampoco esto parecía dema¬ 
siado programado. Lo seguro era la inestabilidad; delibera¬ 
damente las autoridades procuraban que los presos nunca 
supieran bien a qué atenerse. Un día tal cosa estaba autori¬ 
zada, al otro, no. Lo que ayer fue motivo de sanción hoy no 
aparejaba castigo, y así. Todo obedecía, se supone, a un cri¬ 
terio de seguridad (enteramente lógico, por otra parte). Nada 
de rutinas o acostumbramientos parecía ser la consigna. 

El cine comenzó a exhibirse, como decíamos, de acuerdo 
a un orden elemental: el lunes le tocaba al primer piso, el 
martes al segundo y así hasta el viernes del quinto piso (a 
las barracas, una vez habilitadas les tocó sábado y domingo). 
Después, con el tiempo, no se sabía a priori qué piso ten¬ 
dría cine cada noche. Se avisaba a última hora, con la cena: 
“apróntense que hoy tienen cine”. Te ponías el mameluco, 
doblabas la cobija para sentarte y listo. Lo mismo con el ho¬ 
rario del recreo, un día a tal hora, otro día a otra. Por un 
buen tiempo se supo qué comida traería el rancho de cada 
día. También eso cambió. Pero el ser humano encarcelado se 


33 


acostumbra y se adapta a todo, el factor sorpresa, el aviso o 
la orden sobre el pucho pasaban a ser algo normal y punto. 

Un buen sargento de piso y un buen faj inero posibilita¬ 
ban, a príorí, un normal funcionamiento del piso, lo que 
para los presos no era poca cosa. 

Cada piso estaba a cargo de un sargento, destinado seis 
meses o un año a servir en aquel lugar. La guardia en cada 
piso cambiaba cada día y la integraba un cabo y varios solda¬ 
dos (clases, números, custodias) a su cargo. El sargento im¬ 
partía las órdenes y la guardia las ejecutaba. 

El fajinero era el preso con mayor poder de decisión en 
cada sector (recordemos que cada piso se dividía en dos sec¬ 
tores, Ay B). El fajinero era el nexo entre el personal militar a 
cargo y los reclusos de cada sector. Generalmente propuesto 
por sus propios compañeros para aquella tarea, el fajinero 
administraba el funcionamiento de cada sector. Indicaba al 
cabo y a los custodias quiénes se encargaban de hacer las 
tareas de cada día: repartir “el rancho” (las comidas), lavar la 
planchada, traerlos tachos con la comida, repartir y recoger 
"el menage" (los cubiertos), activar las comisiones de cada 
sector: herramientas, cantina, bibloteca, etcétera. 

Cada vez que se necesitaba mano de obra para una tarea, 
la guardia recurría al fajinero y este designaba quiénes la lle¬ 
varían a cabo. El soldado tenía la llave y abría las celdas que 
el fajinero le indicaba. Las tareas de cada día eran asignadas 
el día anterior. El fajinero era una pieza clave, debía cono¬ 
cer a fondo a sus compañeros y estos responderle cuando la 
ocasión lo requería. 

Sargento y fajinero constituían una dupla necesaria, re¬ 
cíprocamente. Respetando el límite entre el verde y el gris, 
la voz de mando y el subordinado, ambos perfiles podían 
coexistir con cierta empatia, velando cada parte por sus in¬ 
tereses. El buen sargento trataba de que los problemas de su 
piso fueran los menos posibles. Y contaba con la disposición 
del buen fajinero para que ello se cumpliera. Debía existir 
entre ambos, tácitamente, una cuota de confianza. 


34 


Todo esto dicho en términos relativos. Si nos tocaba un 
sargento de piso proclive a amargarle la vida a los presos, 
no había buen fajinero que pudiera impedirlo. Del mismo 
modo que si había orden de apretar y soltaban oficiales a 
veduguear, no había sargento piola capaz de interponerse. 
De buenas a primera cualquier status quo alcanzado se iba 
al carajo. Se pasaba de un estado al otro con mucha facilidad 
y no menos frecuencia. 

Un rasgo que podía caracterizar a un buen sargento era 
que no llamaba a los reclusos por el número sino por el ape¬ 
llido. El Tigre Rebollo en el primer piso y el sargento Pereira 
en el cuarto, lugares donde me tocó estar, fueron ejemplos 
de ello. Excepciones, seguramente. 


Procer bipolar 

Cuando mataron al coronel Ramón Trabal en París, en di¬ 
ciembre de 1974, sobrevino un aprete fuerte en todo el Penal: 
quince días sin visitas y sin paquete, y verdugueo a discre¬ 
ción. En cambio, paradojalmente, cuando se produjo el gol¬ 
pe de Estado en junio del '73, dentro de la cárcel se vivieron 
días de significativo afloje. Era como si quisieran decirnos: 
ahora mandamos nosotros, festejémoslo juntos. O algo así. 

Semanas antes de aquel mes de junio las autoridades de la 
cárcel, como forma de homenajear al procer en su natalicio, 
promovieron la instalación de una exposición de manuali- 
dades hechas por los presos referidas a la figura de Artigas. 
Asunto delicado, si lo hay. Nosotros, en tanto militantes po¬ 
líticos uruguayos, por cierto que reivindicábamos el iderario 
artiguista, su gesta revolucionaria, el marcado acento de cla¬ 
se de su programa. Pero también los militares siempre han 
estado identificados con la imagen del procer, libertador de 
la patria del yugo español y fundador del ejército nacional 
del cual ellos eran sus continuadores históricos. 


35 


Entonces había que hilar fino en materia de contenidos. 
Las manualidades a exhibir en aquella muestra debían guar¬ 
dar el preciso equilibrio para que el Artigas nuestro, el "tu¬ 
pamaro", el del reglamento de tierras, no colisionara con el 
del bronce de los cuarteles y la simbología oficial, so pena de 
echar todo por la borda. 

Por supuesto que los presos supimos sacar adelante y ai¬ 
rosos aquel desafío. Además, y en definitiva lo que justificaba 
nuestra participación, fue que todo aquello sirvió para abrir 
las puertas de las celdas, romper lo más posible la compar- 
timentación entre los pisos y ganar espacios de circulación 
interna. Aquella exposición se mantuvo varios días después 
del 19 de junio y seguía montada el 27, cuando dieron el gol¬ 
pe. La planchada del primer piso era una romería, presos de 
distintos pisos que iban y venían, por momentos se mezcla¬ 
ban, intercambiaban, se saludaban... En fin, una disposición 
extraña, insólita, única, ya que en los años siguientes nun¬ 
ca se repitió en el Penal de Libertad un lapso de afloje con 
aquella dimensión de liberalismo interno. 

Extraña a punto tal aquella situación que pocas semanas 
después, el 6 de setiembre de 1973 concretamente, desper¬ 
tamos con una noticia que conmocionó profundamente al 
colectivo de reclusos del Penal de Libertad: “se llevaron a los 
viejos” fue la frase que corrió como reguero de pólvora cel¬ 
da por celda. Efectivamente, antes de que amaneciera, Raúl 
Sendic, Julio Marenales, Jorge Manera, José Mujica, Eleuterio 
Fernández Eluidobro, Jorge Zabalza, Henry Engler, Mauricio 
Rosencoff y Adolfo Wasen fueron sacados de sus celdas y 
trasladados a diferentes cuarteles donde permanecerían los 
siguientes once años. La era de “los rehenes” había comen¬ 
zado. Eín golpe traumático, político y psicológico, al mentón 
de todos nosotros. 

Otro tanto ocurriría en Punta de Rieles. En similar proce¬ 
dimiento, once compañeras alternarían en cuarteles duran¬ 
te años: Yessi Macchi, Gracia Dri, Lía Maciel, Raquel Dupont, 


36 


Elisa Michellini, Cristina Cabrera, Flavia Schilling, María Ele¬ 
na Curbelo, Alba Antúnez, Stella Sánchez y Miriam Montero. 

A Libertad y Punta de Rieles les unía algo más que la con¬ 
dición de cárceles políticas. Para nosotros allá estaban “las 
compañeras”. Ellas, en conjunto; más allá de los vínculos 
personales que cada uno pudiera tener, colectivamente re¬ 
presentaban la otra parte de nosotros mismos. 


Mi perra dinamita 

Y quiso el azar que en la programación de aquellos días 
recalaran dos películas cuyos títulos podían nada significar 
si no fuera que llegaron, precisamente, en aquellos días. Ha¬ 
blamos de La Guerra de los Botones y de Los gorilas se jue¬ 
gan la vida. Suspicacias aparte, qué títulos. 

“Botón” y “milico” siempre fueron sinónimos en la jerga 
vulgar. El término “gorila” estaba asociado a los milicos gol- 
pistas, particularmente a los mandos. Viene a cuento, por 
tanto, recordar una situación insólita, típica de las primeras 
semanas de inaugurado el Penal de Libertad. El primer Jefe 
del Celdario, el mayor Coronel (Coronel de apellido) era pro¬ 
penso tanto al diálogo como al verdugueo. Por eso cuando 
estaba en posición dialogante con algún interlocutor recluso 
se ufanaba de aclarar: “mire que a mí solo me falta un pelo 
para ser gorila, eh”. 

A Coronel solía acompañarlo una perra, su perra, bastante 
cachorra en aquellos días. Cuando se enteró que en el cuarto 
piso había un recluso que en su currículum, entre otras artes 
fungía de amaestrador de perros, le pidió que estrenase la 
obediencia de su mascota. Zapicán aceptó y esta tarea impli¬ 
có que la perra conviviese muchas horas con los presos. 

A tal punto educó Zapicán a aquel animal que llegó un 
momento en que su comportamiento se asimilaba más al de 
los reclusos que al de su amo militar. Sucedía entonces que a 


37 


la hora del recreo -los primeros recreos de “trilles” de media 
hora, en que se permitía a los presos caminar de a dos por la 
calle que pasaba frente al celdario o entre las columnas que 
sostenían el edificio (todavía no había canchas para hacer 
deportes)- la perra se quedaba junto a la fila de mamelu¬ 
cos grises y le gruñía fiero a cualquier uniforme verde que se 
acercara. Una escena absurda -chaplinesca si se quiere, cien 
por ciento cinematográfica- que podía suceder solamente 
en aquellos primeros momentos cuando el Penal admitía 
improvisaciones y situaciones fuera de cualquier libreto y 
que pocos meses después resultarían impensables. No fue¬ 
ron Lassie ni Rin Tin Tin, fue la perra del Mayor Coronel la 
que olfateó claramente que grises y verdes no hedían igual. 
Por cierto que Zapicán pronto volvió a quedar sin oficio. 

Pero volviendo a los filmes de marras cuyos nombres le¬ 
jos estaban de aludir a los cruciales momentos que vivía el 
Uruguay en junio de 1973: La Guerra de los botones era una 
película francesa de 1962, dirigida por Ives Robert, que relata 
la batalla que libran gurises de dos poblados de la campiña 
gala que exhibía frescas las secuelas dejadas por la Segunda 
Guerra. El botín de cada pandilla consistía, precisamente, 
en obtener la mayor cantidad de botones de la ropa de los 
adversarios. Quién obtuviera más botones sería el bando ga¬ 
nador. Se trataba de chiquilines, inocencia, picardía, toques 
emotivos no exentos de humor. 

Los gorilas se juegan la vida (o Los gorilas se defienden), 
también francesa, de 1957, era una película muy menor que 
combinaba suspenso, espionaje, mujeres seductoras, y que 
contaba en el reparto con un joven y delgado Lino Ventura, 
camino del recio y carismático actor que conocimos después. 

Por más que las suspicacias estuvieron latentes, damos fe 
que fue toda una casualidad que estos dos títulos de “boto¬ 
nes” y de “gorilas” llegaran al Penal de Libertad en momem- 
tos que otros botones gorilas se alzaban con el poder en el 
Uruguay. En fin, creer o reventar. 


38 


Las 400 noches 


Resabios de mi condición de aficionado a las salas con 
pantallas, desde que comenzó a exhibirse cine en el Penal de 
Libertad me tomé la tarea de ir anotando cada película que 
veíamos. Con la mayor cantidad de datos de su ficha técnica: 
título, año de estreno, director, elenco, género, etcétera. Con 
el correr del tiempo completaba las fichas con información 
de cada película que iba consiguiendo aquí o allá. Por fortu¬ 
na dispusimos de bibliografía dedicada al séptimo arte que 
se fue enriqueciendo con nuevos libros de cine ingresados 
en el correr de los años. 

Dos factores fueron decisivos para que “mi lista” termi¬ 
nara siendo completa al final del camino: que sorteara con 
éxito sucesivas requisas sufridas en la celda, y contar con un 
“grupo de apoyo” de compañeros bien dispuestos a facili¬ 
tarme la información necesaria cuando me perdía la ida al 
cine por estar sancionado. Lo cierto fue que pude conservar 
la lista y abundante material manuscrito en letra pequeña, 
cuadernos y rollos de papel escritos referidos a la historia 
del cine universal, desde sus comienzos hasta aquellos días. 
Y algo fundamental: pude mantener el material escrito en 
mi poder y lo que es más, lo tuve conmigo (y lo tengo) una 
vez que recuperé la libertad. 

Como cualquier sala que se precie, la del cine de plancha¬ 
da presentaba una cartelera irregular. Allí se exhibían cintas 
buenas, regulares y malas. Los diez años de cine del Penal 
de Libertad (abril de 1973 a febrero de 1983), grosso modo, 
pueden dividirse en dos grandes períodos, según el nivel de 
calidad del material exhibido. En los primeros cuatro años, 
cuando en el abastecimiento de películas intervenían dis¬ 
tribuidoras amigas, puede decirse que predominó el buen 
cine. Del 77 en adelante, cuando la selección del material 
quedó casi por completo en manos militares, el nivel decayó 
sensiblemente. 


39 


Pero esta división no deja de ser un tanto arbitraria. En 
uno y otro período, si bien se registraron tendencias, siem¬ 
pre estuvo presente el factor aleatorio. La alternancia de la 
calidad artística prácticamente fue una constante. Claro, en 
los primeros años llegamos a disfrutar de títulos que inte¬ 
gran la mejor filmografía de la historia del cine. Luego, el 
viento cambió y el predominio fue de un cine de mero con¬ 
sumo, exento de valores artísticos. Así como en medio de 
verdaderos clásicos de todos los tiempos vuelta y media se 
descolgaba alguna película de escasa monta, en plena mala¬ 
ria cinematográfica también se colaron algunos títulos gra¬ 
tificantes a modo de compensación. 

El cine de planchada contó con 400 funciones (títulos, me¬ 
jor dicho) entre 1973 y 1983. De ellos, 360 correspondieron a 
películas de ficción (largometrajes, aunque hubo algunas se¬ 
siones de cortos humorísticos), y fueron 40 las programacio¬ 
nes semanales dedicadas exclusivamente al cine documental. 
A lo largo de esos diez años se repitieron 29 títulos. Algunos 
eran dignos de volverse a ver, los otros hubo que sufrirlos. 

A partir de octubre de 1983 y hasta el vaciamiento del Penal 
en marzo de 1985, un advenedizo aparato de televisión a color 
desterró nuestro proyector y nuestra pantalla convirtiendo el 
cine de planchada en un inocuo pasatiempo de programas de 
televisión grabados previamente por personal militar. 

Podemos afirmar sin que nos tiemble el pulso que la car¬ 
telera del Penal de Libertad contó con un cine de calidad 
realmente importante, sobre todo en sus primeros años. En 
aquella pantalla fueron exhibidos títulos representativos de 
las principales corrientes cinematográficas del siglo pasado. 

A modo de adelanto diremos que, además de lo mejor 
del cine mudo al que ya nos hemos referido, contamos con 
muestras del realismo poético del cine francés, del neorrea¬ 
lismo italiano, de la nouvelle vague francesa, de la comedia 
italiana, no pocos clásicos de Hollywood, obras de géneros 
de todos los tiempos como el western y el policial, buenos 


40 


exponentes del cine argentino, alguna joyita del cine japo¬ 
nés, algún título sonado del cine sueco y otro de la Unión 
Soviética que pudo sortear la censura. 

Cuando la selección de películas quedó a criterio de los 
militares pasamos a tener abundante cine de contrapeso, 
menudearon los westerns spaghettis, el cine bobo argenti¬ 
no de los ’6o y '70, documentales de interés y de los otros, 
musicales, algún material dedicado al fútbol y rarezas varias. 
Pero en este período ningún género pudo desplazar al “ciclo 
histórico”, eufemismo con que denominábamos al cine de 
la más baja estofa, relleno de matinée de los años '50 y '6o: 
kirguises, tártaros, romanos, vikingos, mongoles, cruzados, 
pésimos folletines de capa y espada, mosqueteros y caballe¬ 
ros enmascarados. Fueron los peores momentos... Los peo¬ 
res si exceptuamos, claro está, el período -corto pero inten¬ 
so- en que los militares se propusieron convencernos de las 
bondades que su gobierno lograba para el país a través de 
documentales de la Dirección Nacional de Relaciones Públi¬ 
cas (DINARP), organismo propagandístico de la dictadura. 

En defintiva, la cárcel era la cárcel, y vaya si lo fue. Con¬ 
diciones de prisión extremadamente severas que costaron 
la vida o el deterioro físico o psicológico irreversible de mu¬ 
chísimos compañeros, inevitables secuelas en la mayoría. No 
obstante ello, la vida carcelaria dispuso de espacios de grati¬ 
ficación intelectual y sensorial, instancias de acercamiento al 
arte a través de la literatura, la música, la creación artesanal 
o el propio cine. El arte a modo de compensación, de bálsa¬ 
mo o alimento espiritual incorporado a la rigurosa cotidiani¬ 
dad carcelaria. El arte como elemento liberador, escapar del 
entorno represivo y encontrar refugio en nichos interiores 
donde la sensibilidad, la imaginación y la fantasía abrían ca¬ 
minos existenciales de fuga. La búsqueda de la libertad en 
otro lado, podría decirse. 

Entonces cómo no justipreciar el encantamiento de una 
melodía, el apasionamiento por determianda obra litera- 


41 


ría o las huellas enriquecedoras que dejaron en nosotros 
piezas de cine de directores talentosos tales como Orson 
Welles, Jean Renoir, Charles Chaplin, Ákira Kurosawa, Vi- 
ttorio de Sica, Luchino Visconti, Federico Fellini, Francois 
Truffaut, Jean-Luc Godard, Alain Resnais, Luis Buñuel, John 
Ford, René Clair, Alfred Flitchcock, Agnés Varda, Pier Paolo 
Passolini, el propio Leonardo Favio. 

Durante diez años fuimos espectadores de cine, vimos 
cientos de películas, tuvimos nuestra sala. Con porteros uni¬ 
formados y todo. 


Planchada surrealista 

El cine francés, de diferentes épocas, fue uno de los pi¬ 
lares de calidad que sostuvo el cine del Penal de Libertad, 
sobre todo en los años '74 y '75- 

Algunos historiadores le atribuyen a Louis Delluc el ha¬ 
ber jerarquizado el cine dentro de la actividad artística, muy 
prolífica después de la Primera Guerra Mundial cuando, al 
decir de Fláuser, comienza el siglo veinte. Delluc creó el tér¬ 
mino "cine club" en momentos en que la plástica, la litera¬ 
tura y el psicoanális se encuentran artísticamente. Es pre¬ 
miada la obra de Proust en 1919 y Joyce publica Ulises en 
1922, y en medio de los años locos irrumpen las vanguardias: 
futurismo, dadaísmo, surrealismo. 

Los impulsores de estos movimientos vieron en el nuevo 
lenguaje del cine un arma de grueso calibre para disparar 
sobre la sociedad burguesa responsable del desastre de la 
Primera Guerra y de todos los males sociales, recrudecidos 
tras la contienda. 

No fue una chance menor poder apelar desde una celda 
a autores de la talla de Proust, Joyce o Fláuser para ilustrar, 
no ya un momento de florecimiento literario y de las artes 
en general -como aconteciera en los años veinte del siglo 


42 


pasado-, sino para gradear la riqueza literaria disponible en 
una cárcel. Alrededor de diez mil títulos concentraba la bi¬ 
blioteca del Penal de Libertad antes de la gran fogata que 
encendió el mayor Arquímedes Maciel en 1975 devastando 
salvajemente aquel fenomenal acervo cultural. 

La minuciosa depuración de títulos y autores implicó la 
clausura de la biblioteca durante largos meses. Pero, como 
hemos dicho, nunca ninguna censura es suficiente; muchos 
libros “subversivos” valiosos sobrevivieron a la quema en la 
propia biblioteca y en el interior de cada piso. Entre otros, al¬ 
gún tomo medio camuflado de Historia social de la literatura 
y el arte mantuvo a Arnold Háuser en su lugar referencial en 
esa rama de la historia. El día que detectaron que un ejem¬ 
plar de En busca del tiempo perdido intercalaba en sus pᬠ
ginas capítulos enteros de El Capital, Marcel Proust pasó a la 
lista negra, aunque una gran dosis de sensibilidad intelectual 
y literaria ya había quedado impreganada en sus lectores. 

¿Y qué decir, entonces del Ulises ? Allí se mantuvo, quieti- 
to, a salvo de manos militares... y de manos de presos. Todo 
un desafío intelectual. Su fama de impenetrable contaba con 
demasiados adeptos. Pero doy fe que quiénes lo tomamos y 
durante semanas, quizás meses, nos sumergimos en aquella 
jornada fascinante, salimos a flote ampliamente reconforta¬ 
dos. Llablando mal y pronto: costaba entrarle, es cierto, pero 
una vez familiarizado el estilo del autor y la fisonomía narra¬ 
tiva, atrapaba; sus personajes se prolongaban y se hacían par¬ 
te de la vida carcelaria. Como si James Joyce observara desde 
su celda a Esteban Deddalus y a Leopoldo Bloom trillando ahí 
abajo, por Dublin, lo que es decir, en la cancha chica. 

Volviendo al surrealismo en el cine. Luis Buñuel despuntó 
con El perro andaluz (con la colaboración de Dalí), y La Edad 
de Oro, piezas que no llegaron a nuestra planchada como sí 
lo hizo Entr'acte (o El sueño de un borracho), en 1924, donde 
emergió el nombre de René Clair. Considerado un “diverti- 
mento dadaísta”, este cortometraje de 20 minutos, una de las 


43 


muestras más representativas del cine vanguardista de esa 
época, describe como un decontrolado ataúd es perseguido 
por el cortejo, sucediéndose situaciones absurdas e hilarantes. 

Pero estos impulsos quedaron truncos cuando la indus¬ 
tria cinematográfica francesa se estancó drásticamente con 
la llegada del cine sonoro. Los efectos de la crisis financiera 
del '29, en general, y particularmente la carencia de paten¬ 
tes propias de sistemas sonoros, obligó a la industria gala 
a doblar sus rodillas ante los sellos Paramount de Estados 
Unidos y Tobis de Alemania. 

Quien mantuvo a ultranza independencia del someti¬ 
miento económico fue el realizador anarquista Jean Vigo, 
cuyo cine comprometido y poético (le llamaban "el Rimbaud 
del cine"), le significaron sabotaje y prohibición de sus filmes 
(Cero en conducta, L'Atalante) muriendo tempranamente a 
los 29 años sin poder impedir que su poesía surrealista y su 
naturalismo populista sufrieran mutilaciones brutales para 
su exhibición comercial por parte de la empresa Gaumont. 

El vacío del cine francés entre 1930 y 1934 fue llenado por 
René Clair, comenzando un período que los historiadores 
definen como “naturalismo poético”. 

Al amparo económico del capital francoalemán, René 
Clair logró, ya en el cine sonoro, su primer título importante 
en 1930, Bajo los techos de París, aunque a nuestro cine de 
planchada llegaría El último multimillonario (1934) ambien¬ 
tada en el reino imaginario de Casinario, parodia de Mon- 
tecarlo que narraba la llegada de la crisis al lugar y como el 
faltante de dinero retrotraía a sus habitantes al sistema del 
trueque. Esta comedia no tuvo la relevancia que Clair obten¬ 
dría con otros títulos suyos de ese período. 


44 


El dúo Brassens-Collazo 


El cine de René Clair nos ofreció el lujito de disfrutar de 
George Brassens en su única participación cinematográfica, 
en Porte de Lilas, en 1957. Brassens es “el artista” del café 
donde comparte el tiempo con su amigo vago y borrachín y 
la chica bonita hija del propietario del bar; a partir del cobijo 
que los tres dan a un prófugo de la policía se desarrolla la 
historia. René Clair recrea con cierta poesía y buena foto¬ 
grafía el ambiente popular de un suburbio parisino donde 
está presente el drama, la comedia, el tono romántico, inge¬ 
nuo, por momentos tierno, que caracteriza a sus personajes. 
Todo un deleite el trovador, guitarra en mano, cantando en 
la planchada para nosotros. 

En rigor, el primer trovador de planchada que cantó para 
los presos fue el Gordo Collazo. Con la salvedad que lo hizo 
en vivo y en directo. Fue a principios de 1973, en el marco 
de aquel Penal que aún no tenía definidos sus perfiles de 
reclusión y podía ocurrir que las autoridades permitieran un 
recital de aquella naturaleza. 

Poseedor de un registro de voz portentoso que parecía 
sacudir el celdario, acompañado de su guitarra Ricardo Co¬ 
llazo cantó tres temas en la planchada del primer piso. Lo 
más insólito provino de su repertorio: como si nada, el Gor¬ 
do arrancó con el popularísimo “A mi gente”, de su amigo y 
coterráneo José Carbajal, siguió con un exquisito tema com¬ 
puesto por Elenry Engler titulado “Después Don Quijote” y 
remató con una emotiva canción de amor que Raúl Sendic le 
escribiera meses antes a Xenia, su compañera, en el calabozo 
de los Fusileros Navales (FUSNA), en octubre de 1972. 

Prisionera en el mismo lugar, Xenia reclamaba ver a su 
compañero en la creencia de que Sendic podía haber muer¬ 
to a raíz de las heridas de bala recibidas al caer preso. Las au¬ 
toridades del FUSNA permitieron que ella lo viera, de lejos, 
en su calabozo. Ese instante que ambos se vieron inspiró a 


45 


Sendic a escribir el poema que tituló “Te vi aquél día”. Cuan¬ 
do el Bebe llegó a Libertad le hizo llegar a Collazo aquellos 
versos, el Gordo le puso música y pocos días después los 
cantó a viva voz en la planchada. Sin que las autoridades 
presentes tuvieran idea alguna de qué iba aquel repertorio. 
Sin palabras. 


Mi padre el pintor 

Pero es con Jean Renoir que el naturalismo del cine fran¬ 
cés alcanza su mayor expresión. Hijo del pintor impresio¬ 
nista Auguste Renoir, influenciado por aquella estética, este 
cineasta profundizó el contenido social de sus historias, ubi¬ 
cándolas en ambientes sórdidos, sombríos, y dotando a sus 
personajes de un perfil pesimista, desencantado pero román¬ 
tico y humanista a la vez. Una suerte de equilibrio emocio¬ 
nal donde los seres humanos no son ni enteramente buenos 
ni enteramente malos, sino víctimas fatales de un destino 
inexorable donde la felicidad no será alcanzada jamás. Por 
eso los críticos, además de definir este cine como “natura¬ 
lismo poético” también lo describen como “realismo negro”. 

Situados en aquel momento histórico de entreguerras, 
con el crecimiento del nazismo en escena, la vinculación de 
Renoir al Frente Popular en 1936 se evidencia en algunos fil¬ 
mes comprometidos políticamente, aunque no exentos de 
polémica. Tuvimos la fortuna de que por la pantalla de nues¬ 
tro cine se exhibieran varios títulos de Jean Renoir, así como 
de otros cineastas franceses que marcaron fuertemente el 
cine de su tiempo. 

En los bajos fondos (1936), basada en la novela de Gorki, 
Ex hombres, Renoir cuenta como un aristócrata en banca¬ 
rrota pierde su fortuna en el juego y las mujeres, y al borde 
del suicidio conoce a un ladrón de poca monta que lo llevará 
a vivir con él a una pensión de mala muerte. Interacción de 


46 


dos grandes actores: Louisjouvet, desconocido mayoritaria- 
mente en aquella platea, que encarna al Barón en bancarro¬ 
ta, y el joven Jean Gabin, como Pepel, el ladrón al que, quien 
más quién menos, conocíamos ya veterano en policiales 
franceses de los años sesenta. 

Louisjouvet volvería a nuestra pantalla con La Marselle- 
sa (1937), filme de Renoir al servicio del Frente Popular que 
fuera financiado con bonos populares, fondos de la central 
obrera (CGT) y del propio Frente gobernante. En tiempos de 
la revolución francesa pero con los ojos puesto en el presen¬ 
te, esta película reivindica la gesta del batallón de marselle- 
ses que marcha sobre París entonando el célebre himno que 
será adoptado por el pueblo parisino alentando el triunfo 
definitivo de la República sobre la monarquía con la toma 
de las Tullerías. 

Coinciden historiadores y críticos de cine en que si Re¬ 
noir la hubiese terminado pudo haber sido su obra mayor. 
Se trata de Une partie de campagne (1936), traducida como 
Una salida al campo o Un paseo al campo, basada en un 
cuento de Maupasant donde el cineasta rinde homenaje a 
su padre, el pintor impresionista Auguste Renoir. Aparece 
en toda su dimensión la veta humanista y romántica del Re¬ 
noir realizador en una dialéctica ejemplar de pintura y cine. 

El traslado de la obra pictórica a la pantalla puede apre¬ 
ciarse de manera elocuente en algunos pasajes: cuando los 
dos hombres observan a través de una ventana a la hermosa 
mujer balanceándose de pie sobre un columpio, y la escena 
de amor junto al río con los amantes a punto de besarse. Esta 
obra de arte inconclusa quedó en lo alto de la historia del cine 
y en nuestras retinas de espectadores del Penal de Libertad. 


47 


El dolor de ya no ser 


Pero sería La gran ilusión (1937) el filme por excelencia de 
Jean Renoir y del cine francés a través de los tiempos. El idea¬ 
lismo humanista y el compromiso social convergen en esta 
película de firme y convencido tono pacifista, cuya lectura 
más que condenar las barbaries de la guerra (la pasada y la 
que se aproximaba) parece reflexionar acerca de que las in¬ 
justicias mayores entre los hombres ocurren dentro de una 
misma sociedad, más que las que provienen de las fronteras. 

En el marco de la Primera Guerra un grupo de militares 
franceses permanece prisionero de los alemanes. Las afini¬ 
dades y las diferencias de clase emergen entre los dos bandos 
y dentro de cada bando. La guerra perjudicará a los pobres, 
de la nación vencedora y de la nación vencida. Pero también 
la aristocracia está en peligro. Diálogo notable entre los dos 
oficiales aristócratas, el alemán Rauffenstein y el francés 
Boeldieu que encarnan Erich Von Stroheim y Pierre Fresnay, 
respectivamente: no sabemos quién ganará la guerra, pero 
el fin, cualquiera sea, será el fin de los Rauffenstein y de los 
Boeldieu. Jean Gabin por su parte interpreta a Marechal, te¬ 
niente francés, mecánico, junto a otros personajes de la clase 
de los humildes sobre los que recaerá el peso de la guerra. 

Es una historia bélica sin trincheras ni heridos, la guerra 
está en el interior de cada uno, en sus diferencias, en sus 
gestos, en sus matices. Está la camaradería, la amistad, los 
sentimientos, la condición humana. También es una historia 
de presos políticos, vista en una cárcel de presos políticos, 
con ojos de presos políticos, con añoranzas de presos políti¬ 
cos. Es una película de fugas, tan cercanas en el tiempo y tan 
lejanas en aquella circunstancia. Emocionalmente, cuando 
se firma el armisticio que declara quién ha vencido y quién 
ha perdido la guerra, todos en aquella planchada acompaña¬ 
mos con murmullos a viva voz, casi en silencio, las estrofas 
de “La Marsellesa” que entonaban los prisioneros franceses. 


48 


Para orgullo del director de La gran ilusión, entre tanto 
merecido elogio, estuvo la declaración de Goebbels, minis¬ 
tro de propaganda de la Alemania nazi, que calificó a Renoir 
como “el enemigo cinematográfico núnero uno”. Por su par¬ 
te, nobleza obliga, el presidente Roosevelt opinó que “todos 
los demócratas del mundo deberían ver este filme”. No sabe¬ 
mos si se cumplió el deseo de Roosevelt, sí sabemos que los 
reclusos del Penal de Libertad tuvimos el privilegio de verla 
una noche de marzo de 1974. 


Ángel de los perdedores 

La kermese heroica (1935) de Jacques Feyder, también re¬ 
movió las aguas políticas de su tiempo. Relata la ocupación 
española en Flandes y de como las mujeres de un pequeño 
pueblo, mientras los hombres se esconden, deciden entre¬ 
gar sus cuerpos a los apuestos soldados invasores para obte¬ 
ner su clemencia. El tono farsesco del filme no impidió vio¬ 
lentas reacciones de los nacionalistas flamencos, motivando 
choque con la policía, detenciones en Amsterdan, Amberes 
y Gantes, prohibiéndose la película en Brujas. La fotografía, 
los decorados y la reconstrucción ambiental inspirados en la 
escuela pictórica flamenca fueron motivo de reconocimien¬ 
to. En el reparto se destacó la labor de Francoise Rosay, otra 
estrella bienvenida a nuestra sala en aquellos días. 

El realismo negro del cine francés de aquel período lo 
percibimos claramente en obras de Marcel Carné. El muelle 
de las brumas (1938) con la célebre pareja de la época, Jean 
Gabin y Michelle Morgan, ambientada en la portuaria zona 
de Le Havre, abordaba el tema de los desertores del ejército 
colonial francés. Cine negro, por los lugares más miserables 
de las ciudades y por personajes oscuros, resaca de la socie¬ 
dad. Una visión sombría y desesperanzada de la vida, aunque 
el toque poético asomando en la estilización de las imágenes. 


49 


Carné había realizado en 1937 Drole de árame, traducida 
como Drama divertido o Drama extraño, en colaboración con 
Jacques Prévert. Ambientada en un Londres Victoriano y con 
toques de comedia inglesa volvimos a admirar a Louisjouvet, 
también a Francoise Rosay. Una farsa algo teatral con dosis 
de humor negro, enredos, equívocos y ciertas extravagancias. 

Al contrario de sus colegas, Marcel Carné permaneció en 
Francia durante la ocupación nazi y en 1942 dirigió Los visi¬ 
tantes de la noche, una alocada y fantasiosa historia situada 
dentro de un castillo a finales del siglo XV. Luego de que dos 
juglares ingresan al recinto se suceden extrañas situaciones 
entre los presentes: enamoramientos, intrigas, crueldades, 
ritos mágicos, diabólicos. El demonio se apoderó del castillo 
en definitiva, lo que llevaría, luego, a interpretar todo aque¬ 
llo como la presencia del invasor nazi en suelo galo. Tiempo 
después se supo que los nombres de los actores judíos que 
participaron en el filme no aparecieron en los créditos. 

En definitiva, un muestreo por demás representativo del 
naturalismo poético del cine francés que enriqueció men¬ 
tes y corazones, mameluco adentro. Toda aquella puesta en 
escena que significaba ser espectadores de aquella rareza 
surrealista que era el cine de planchada, se reescribía cada 
noche con lo que la pantalla devolvía. Este ciclo del cine 
francés reafirmó que el vínculo existente con las imágenes 
era capaz de remover fibras sensibles, así como ampliar el 
horizonte intelectual de los individuos allí reunidos. 


50 


Capítulo 3 


Graduado en 

Quiénes estábamos recluidos en el Penal de Libertad, 
mayoritariamente pertenecíamos a la “generación del 68”; 
es decir que proveníamos de infancias y adolescencias nu¬ 
tridas de cine, cultores de matinées de cines de barrio; una 
cultura urbana que tuvo en ir al cine su hábito preferencial 
en los años cincuenta y sesenta. 

Esa misma generación que encontró en el cine del tramo 
final de los sesenta un correlato cultural y político; empeza¬ 
mos a encontrar en las pantallas productos identificatorios, 
desde lo estético y lo conceptual. Así abordamos el nuevo 
cine norteamericano, el cine latimoamericano y del tercer 
mundo, el cinema novo brasileño, los festivales de Marcha, 
las piezas de Solanas, de Mario Hendler y una serie de títulos 
y de realizadores de diferentes procedencias (Costa Gravas, 
La Batalla de Argelia, Zabriskie point, Las fresas déla amargu¬ 
ra) que parecían retroalimentar el camino de esa generación, 
el compromiso político y el poder concientizador del cine. 

El graduado, en 1967, marcó un antes y un después en mi 
condición de espectador de cine. Y fuera del cine también. 
Esa ficha que un poco intuitivamente había empezado a 
caer en otro lugar dentro de mí, seguramente tuvo algo que 
ver con aquella imagen final de Dustin Elofman corriendo, 
con los sonidos del silencio y todo aquel soplo de rebeldía 
emocional e incontenible. 

De ahí que, casi sin darnos cuenta, en la cárcel retomamos 
una práctica que nos era familiar. Más allá del cambio de las 
condiciones y del entorno, volvíamos a “ir al cine”; retomᬠ
bamos el gustito de un hábito que nos era familiar. Y como 
en un camino de regreso a la infancia, cuando abrevábamos 
fantasías, ilusiones y emociones en esa formidable “máquina 


51 


de sueños” que había llegado a ser Hollywood, volvimos a ese 
cine norteamericano que nutría los cines de Uruguay y de 
buena parte del mundo. También de nuestra sala carcelaria. 

De la sala oscura del cine de barrio a la sala en penumbra 
de la planchada de un celdario. La magia del cine permitía 
cruzar ese puente interior cargado de recuerdos, vivencias, 
nostalgias. Así, volvió a rugir el león de la Metro, surcaron la 
noche los reflectores de 2oth Century Fox, resplandeció la 
colina nevada de Paramount, encendió su antorcha la mu¬ 
jer de Columbia, sacó lustre el escudo de Warner Brothers y 
giró como un trompo el globo terráqueo de Universal. 


Mi querida Clementina 

Cuenta la historia que aquellos pioneros judíos creadores 
de la industria fueron correteados hacia el oeste por el trust 
de Thomas Alba Edison en los primeros años del siglo pasa¬ 
do, levantando en Los Angeles los primeros galpones, piedra 
fundamental de la fabulosa industria hollywoodense. 

La llegada del cine sonoro a fines de los años veinte, y los 
consiguientes cambios técnicos y estéticos que aparejó, redun¬ 
dó en que la industria cinematográfica, contrariamente a lo 
que podía suponerse, fortaleció su presencia en la crisis del '29. 

El público norteamericano encontró en las salas de cine el 
mejor lugar donde evadirse de las penurias económicas co¬ 
tidianas. Rápidamente crecieron la mitología, el star system, 
los géneros, las fórmulas infalibles que acapararían las emo¬ 
ciones del público en el correr de las décadas. También se ha¬ 
bía creado el Código Hays, destinado a velar por la moral y las 
buenas costumbres de la nación. Dicho código medía hasta 
dónde podía mostrarse un beso en la pantalla y dictaminaba 
que el malo, por bueno que fuere, siempre debía morir. 

Se impusieron nombres de estrellas pero también de los 
directores que mejor interpretaron de qué se trataba el ne- 


52 


gocio del cine y los gustos preferidos de un público multi¬ 
tudinario. 

Para el paladar de Hollywood el nombre de Charles 
Chaplin no contaba en el menú. Si bien en los años treinta 
Chaplin realizó obras maestras como Luces de la ciudad y 
Tiempos modernos, los directores preferidos por la indus¬ 
tria entre 1930 y 1945 fueron William Wyler, Frank Capra y 
John Ford. 

Precisamente de la mano de este último reactivamos re¬ 
servas emocionales, imágenes de niñez guardadas pero la¬ 
tentes. Al galope, sombrero tejano y pistolas al cinto. De ma¬ 
nera casi sublime nos encontramos de pronto en medio del 
ÜK Corral de 1947, en aquel mítico lugar del Far West al que 
el cine cowboys ha vuelto una y otra vez. Ahí estuvimos, no 
en el Duelo de titanes de Burt Lancaster y Kirk Douglas de 
nuestra infancia; en aquella sala Wyat Earp y Doc Holliday 
eran Henry Fonda y Víctor Mature enfrentando a los Clanton 
en el antológico sacar de pistolas. Y nosotros, los presos, al 
son de “My darling Clementine” sin poder pisar fuerte las 
tablas del viejo cine de barrio. Las alpargatas no sonaban so¬ 
bre las frías baldosas de la planchada. 


Literatura de pantalla 

Cine y literatura carcelaria compartieon espacios tam¬ 
bién en este ciclo. John Ford volvió enancado en Erskine 
Caldwell, en El camino del tabaco (1941), abordando el dra¬ 
ma de los campesinos en la gran depresión, y en Richard 
Llewellyn en Qué verde era mi valle (1942), reflejando la dura 
vida de los mineros galeses. Si bien no llegó a nuestra pan¬ 
talla un clásico de Joh Ford como Viñas de ira, ahí estuvo 
la potencia literaria de John Steinbeck para mostrarnos los 
rigores de los desposeídos de sus tierras, arrojados hacia el 
oeste de los Estados Finidos. 


53 


“El libro es mejor que la película” suele concluirse en la 
habitual comparación entre el libro original y su traslado a 
la pantalla. Un ejercicio intelectual al uso en aquel ámbito 
donde confluían con frecuencia ambas formas artísticas. La 
conclusión podía ser la misma: el libro es mejor... pero qué 
bueno verlo en imágenes. 

Con William Wyler, uno de los directores más reconoci¬ 
dos del cine norteamericano de los treinta y cuarenta, tam¬ 
bién logramos cierta simbiosis de literatura y cine. De su 
extensa filmografía pudimos apreciar Desengaño, filme de 
1936 que trata de la desintegración de un matrimonio adine¬ 
rado, típicamente estadounidense, de la época. 

El guión de esta película fue una adaptación muy elogia¬ 
da de Sidney Eloward de la novela del satírico Sinclair Lewis, 
otro connotado autor de filosa crítica social que logró capear 
los embates represivos sobre la literatura del Penal. Director 
y guionista se las ingeniaron para trascender a los clichés de 
una época donde el Código Elays celosamente reglamentaba 
qué se podía y no se podía mostrar una película americana. 

Digamos, comparativamente, que el Código Hays era para 
el cine lo que el reglamento del Penal de Libertad era para la 
vida carcelaria: un absurdo impracticable pegado detrás de 
la puerta de cada celda. 


El baile del lampazo 

Como no podía ser de otra manera la comedia americana 
fue otro de los géneros típicos del cine de Elollywood que 
recaló en nuestra sala. 

Uno de los exponentes pioneros de este tipo de cine fue 
Brínging up baby dirigido por Howard Hawks en 1938, que 
en los circuitos de habla hispana recibió bautismos varios: 
La fiera de mi niña, La adorable revoltosa o Domando al 
bebé, según el lugar. Encabezaban el elenco dos nombres 


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de brillante futuro, Cary Grant y Katherine Hepburn. Un se¬ 
rio palentólogo a punto de casarse con una dama formal y 
aburrida se ve avasallado por una joven tan alocada como 
encantadora que pone su vida patas para arriba. 

Divertidísma comedia de enredos que supo ganarse un lu¬ 
gar entre las mejores de su género a través de los tiempos. Vol¬ 
ver satisfechos a la celda era el mejor elogio que podía recibir 
una película en aquella sala. Y esta comedia vaya si lo logró. 

A su manera, la comedia musical trajo swing a la plan¬ 
chada. Nadie recordará su argumento ni el nombre de su 
director, pero seguramente muchos recordarán la melodía 
pegadiza de “La Carioca” y el canto de la mexicana Dolores 
del Río. Lo que es seguro, sí, es que nadie pudo olvidar la 
gracia, el estilo, el talento de aquella joven pareja de baila¬ 
rines que en 1933 debutaba en la pantalla en Volando a Río : 
Fred Astaire y Ginger Rogers. 

Aquella enorme y reluciente planchada de baldosas color 
crema era pista ideal para el zapateo y el desplazamiento de 
estos bailarines. Y vaya si le sacábamos lustre a la pista: dos 
veces por día barrida y lavada con agua, jabón líquido... ¡y 
hasta perfumol! Creo que era sincero el guiño que nos dis¬ 
pensó Fred Astaire desde la pantalla antes de irnos. Noso¬ 
tros -y el lampazo- agradecidos. 


El grito de Tarzán 

El cine de Hollywood en blanco y negro abría sus géne¬ 
ros y estereotipos en diferentes direcciones. El denominado 
“cine de aventuras” fue otro de los caminos. Y eran nuestros 
los oídos que escuchaban el bramido que parecía amplifi¬ 
carse más en aquel celdario que en las viejas salas de barrio. 

Era el grito de guerra de Tarzán, no el de Lex Barker ni el de 
Gordon Scott -que también alimentaron la leyenda en nues¬ 
tras matinées-, sino el del incomparablejohnny Weissmuller 


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que a puro grito y liana atravesaba el espacio interior de la 
cárcel llamando a resistir, cada uno desde su propia jungla. 

Dos de la docena de películas que filmó llegaron a nuestra 
pantalla, Tarzán y su compañera (todo un homenaje ajane) 
y Tarzán el temerario. Y por supuesto: Chita, Boy, Numa, 
Tantor y toda la mitología que Edgard Rice Burroughs había 
dibujado en nuestra niñez. Y otra comprobación: el cemen¬ 
terio de los elefantes seguía allí, detrás de la cascada. 

La semana que daban la de Tarzán era imposible dormir¬ 
se antes de escuchar su clásico alarido. Es más, uno espera¬ 
ba el grito para después pegar los ojos en paz. 

Los gritos en la cárcel generalmente provenían de los 
guardias. Dirigidos a los presos, entre ellos, o el consabido 
“¡Atención!” que profería un clase cuando algún oficial se 
acercaba. 

Algunas veces debimos escuchar gritar a algún compañe¬ 
ro. Y cuando ello ocurría era señal inequívoca de “largada”. 
Largar era no aguantar más, era explotar, perder la estabili¬ 
dad interior, el equilibrio mental, ese autocontrol indispen¬ 
sable para que los roles se mantuvieran en su debido lugar. 
Pero, claro, el factor humano, los límites, la acumulación, la 
gota que horada la piedra... 

A fuer de persistencia deliberada de "pijeo", de hostiga¬ 
miento, de provocación, de humillación, esa gota podía des¬ 
bordar en cualquiera y era inevitable que sobreviniera la lar¬ 
gada. Máxime cuando el acoso era selectivo, personalizado, 
recargado, prolongado a través del tiempo y destinado a lo¬ 
grarla desestabilización mental, objetivo que nuestros carce¬ 
leros lograron total o parcialmente provocando muchas ve¬ 
ces la muerte o daños irreversibles en no pocos compañeros. 

El día más aciago que recuerdo de mis doce años de cana 
fue cuando largó el Gallego Más Más en el segundo B. Sus gri¬ 
tos desgarradores colmaban, desbordaban el celdario. Todos, 
al oírlo, quedamos paralizados en nuestras celdas y el silencio 
que reinaba en su torno era tan penetrante como sus gritos. 


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Creo que todos los demás presos a partir de aquel mo¬ 
mento sentimos lo vulnerables que éramos. Y por tanto la 
necesidad de extremar nuestros mecanismos de defensa, 
por escasos o endebles que fueran. 

Aquella tarde, inmolado, el Gallego fue Tarzán y su grito 
un grito de guerra, llamando a resisitir. 


Perdidos en la noche 

Muchos de los grandes directores del cine europeo de¬ 
bieron emigrar a los Estados Unidos en vísperas de la Se¬ 
gunda Guerra. Algunos lograron insertarse rápidamente en 
la estructura del cine de Hollywood, otros no alcanzaron en 
la meca del cine el nivel alcanzado en sus tierras. 

Uno de los que transitó ese camino y recaló en el Penal de 
Libertad fue el alemán Ernst Lubitsch que, en 1942, en plena 
confrontación bélica, realizó Ser o no ser, una inteligente 
comedia de intrigas ubicada en la Polonia ocupada por tro¬ 
pas alemanas. Versaba sobre un grupo de teatro de pocos 
recursos que ridiculizaba a los nazis con original humor co¬ 
rrosivo y profundo. Esta película nos permitió reconocer la 
belleza y la personalidad de Carole Lombard, por entonces 
esposa del actor Clark Gable, que tuvo la fatalidad de morir 
en un accidente de aviación poco antes del estreno del fil¬ 
me, con tan solo 34 años. 

Otro de los realizadores de origen alemán que sobresalie¬ 
ron en Hollywood fue Fritz Lang; lo apreciamos en Sólo se 
vive una vez (1936), con Henry Fonda y Silvia Sidney prota¬ 
gonizando un drama espeso y cargado de tensión, donde un 
exconvicto no puede retomar su vida acusado de un crimen 
que no cometió. Obligado a delinquir con su mujer, la pareja 
rueda por el barranco de la fatalidad encontrando un final 
similar al de Bonnie y Clyde. Lo que se dice un irrecuperable 
total el hombre, perdido en la noche de los tiempos. Como 
nosotros en aquel momento. 


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La condición de seres “irrecuperables para la sociedad” 
eran términos muy en boga, por entonces, en el discurso 
castrense. Al llegar al Penal cada recluso venía precedido de 
un informe donde se evaluaba su grado de peligrosidad y, 
por ende, de recuperación. Por su parte, las autoridades de 
la cárcel intentaban ejercer el chantaje de la recuperación, 
apuntando a que dentro de los reclusos se instalara la cate¬ 
goría divisionista de recuperables e irrecuperables, con los 
consiguientes beneficios o perjuicios que suponía estar en 
uno u otro casillero. 

Fueron excepciones dentro del colectivo de prisioneros 
quiénes compraron el verso de la recuperación. El mensaje 
de la película de Fritz Lang calzaba mejor en aquel público 
que los mamelucos que vestían. 


La murga de los renegados 

Uno de los presos que “compró” el verso de los milicos e 
hizo méritos para que le reconocieran su condición de re¬ 
cuperado dejó su nombre asociado a la primera época de las 
barracas del Penal. 

Inauguradas en mayo de 1973, como necesidad locativa 
una vez que el celdario vio colmada su capacidad, las auto¬ 
ridades destinaron allí a los compañeros más “livianos” que, 
se suponía, no demorarían en ser liberados. A la inteligen¬ 
cia militar le costaba detectar quién era quién en aquellos 
primeros años. Entre los compañeros que destinaron a las 
barracas recién inauguradas hubo quienes en poco tiempo 
fueron devueltos al celdario y permanecieron todo el tiro en 
la cárcel, hasta 1985. 

Estaban ubicadas a unos 200 metros del edificio central, 
del otro lado de las canchas de fútbol. De acuerdo a las ne¬ 
cesidades, progresivamente, se construyeron cinco barra¬ 
cones; cada una de ellos constaba de dos sectores con ca- 


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pacidad para 40 reclusos cada uno. Un sector se destinó a 
comedor, cine y otras actividades. Entre 300 y 350 reclusos 
convivían en aquel lugar, en condiciones de vida diferentes 
a las del celdario; la convivencia colectiva, aún en condicio¬ 
nes de aprete, cambiaba las reglas del aislamiento y el encie¬ 
rro que caracterizaba al celdario. 

En ese primer período de instalación y funcionamiento de 
las barracas, estuvieron a cargo de las mismas un mayor y un 
teniente que se mostraron receptivos a la iniciativa de habi¬ 
litar un espacio recreativo páralos presos, incluyendo teatro, 
canto, coros, música y expresiones artísticas por el estilo. 

Autorizaron ensayos, se prepararon obras de teatro, los 
músicos templaron sus guitarras, los coros afinaron voces; 
se trabajó colectivamente en vestuario, coreografía, esceno¬ 
grafía y demás. Los sábados por la tarde el comedor se llena¬ 
ba de presos ávidos de apreciar y divertirse con lo que pre¬ 
sentaban sus compañeros. Pasaron por aquella sala obras 
de creación propia, sketches humorísticos, grupos corales, 
conjuntos de corte folklórico y hasta una banda cumbiera 
con bailarines y “bailarinas” bien ataviadas. 

Los repertorios previamente debían pasar por la censura 
aunque el ingenio de los presos permitió que fueran can¬ 
tados allí temas prohibidos en las radios por la dictadura. 
Incluso se crearon canciones inspiradas en versos de Vallejo, 
Guillén, Líber Laico y otros poetas de pluma comprometida. 

Uno de los presos de barracas era por entonces el Palomo 
Aníbal Sampayo, figura destacada en el cancionero folklóri¬ 
co uruguayo, por más que dentro de la cárcel adoptó un per¬ 
fil bajo, tratando de no sobresalir por su condición artística. 

Este esplendor artístico de las barracas duró tres o cuatro 
meses, un período breve pero intenso. En determinado mo¬ 
mento, cuando el fervor del canto y los registros vocales em¬ 
pezaron a subir, y el público cada vez más se plegaba al coro 
vibrante y entusiasta, “llegó el comandante y mandó a parar”. 
Prohibieron el teatro, el canto y toda actividad artísitca, y se 


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endureció la comunicación y el contacto entre los distintos 
sectores barraqueros. Para que esto ocurriera jugó su carta 
uno de los presos adheridos al credo de la “recuperación”. 


Son ocho los monos 

No obstante, el teniente que se había mostrado compla¬ 
ciente con toda aquella movida cultural, una vez cumplido 
su período de servicio, antes de irse propició una última 
quijotada: convocó a ocho compañeros con buenas condi¬ 
ciones vocales y musicales, les preguntó si estaban dispues¬ 
tos a grabar algunas canciones para ser difundidas por la red 
de parlantes del celdario y de barracas. 

Así nació El Octeto. Los compañeros dieron su aproba¬ 
ción, se les pemitió ensayar y cuando consideraron que el 
repertorio estaba a punto, el oficial los reunió en una ofici¬ 
na en torno de un grabador Geloso profesional donde que¬ 
daron registradas cinco canciones que interpretó el grupo, 
algunas de ellas de autoría de compañeros presos en el Pe¬ 
nal. Pensaron que se trataba de algo inviable, cuando no una 
broma, lo de difundir aquellos temas por los parlantes. Casi 
un absurdo, podría decirse. 

Sin embargo, sin decir agua va, un día se encendieron los 
parlantes y ante el estupor de los presos empezaron a sonar 
los cinco temas grabados por El Octeto. Los compañeros no 
podían creerlo... 

Pero el llamado a la realidad no se hizo esperar. Aquel 
recluso recuperable deseoso de demostrarlo, realizaba ta¬ 
reas administrativas en una oficina del S2 (servicio de inteli¬ 
gencia en las unidades castrenses) cercana a los mandos del 
Penal. Ante estos, el hombre mostró sus credenciales: ¡cómo 
era posible que canciones escritas por sediciosos se estuvie¬ 
ran difundiendo por los parlantes del Penal! 

La “ortiveada” surtió efecto inmediato: disolvieron El Oc¬ 
teto, sancionaron a sus miembros y los devolvieron al cel- 


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dario. Por supuesto que nunca más se difundieron esas gra¬ 
baciones y vaya a saber qué le tocó en suerte al oficial que 
permiitó semejante descontrol. 

Para los compañeros que participaron de esa primera 
etapa de barracas quedó en el mejor de los recuerdos aque¬ 
lla insólita y creativa experiencia. Casi inentendible en el 
curso de la vida carcelaria que vendría después. 


Otra cara de la moneda 

Al contrario de lo que ocurría con el francés, el cine italia¬ 
no atravesó un período oscuro antes de la Segunda Guerra. El 
fascismo de Mussolini promovió un cine de epopeyas litera¬ 
rias, de propaganda del régimen o de comedias de “teléfonos 
blancos”, similares alas comedias hollywoodenses livianas de 
final feliz. El Duce impulsó la gran producción creando los 
estudios de Cinecittá, dirigidos por su propio hijo y estableció 
severas normas de control y censura. Debe recordarse que la 
confrontación bélica entre los aliados y el eje había frenado 
la llegada de filmes norteamericanos a Italia, hecho que esti¬ 
muló la creación a gran escala de una industria propia. 

El realizador Antonio Blasetti en 1942 de una manera sutil 
pero convincente, se salió del molde con Cuatro pasos por las 
nubes, una comedia simple, de trama sencilla, con cierto hu¬ 
mor y romanticismo, y personajes en buena medida creíbles. 

Pero fue Obsesión en 1943, con el debut de Luchino Vis- 
conti en la dirección, que marcó un cambio significativo de 
estilo. Basada en la novela policial El cartero llama dos veces 
del norteamericano James Cain (presente en la colección El 
Séptimo Círculo en la Biblioteca Central del Penal de Liber¬ 
tad), la historia narra una sórdida relación de amor pasional, 
traición y muerte. Si bien la película no contenía incidencias 
sociales directas, resumaba una dosis de inconformismo sufi¬ 
ciente como para merecer la prohibición en su país. En otros 


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lugares Obsesión fue efusivamente elogiada, aunque su mayor 
logro sería anticipar el desembarco de un nuevo cine italiano. 

El ejemplo de estos dos títulos previos al neorrealismo es 
paradigmático: no se trataba de una mera comedia románti¬ 
ca ni de un oscuro drama policial, solamente. Aunque esto la 
mayoría de nosotros tuvimos que aprenderlo. Como ocurre 
con cualquier disciplina artística, estar informado, conocer, 
comprender, contextualizar sin dudas que posibilita la apre¬ 
ciación más profunda y enriquecida de la obra en cuestión. 

El público de la planchada, si bien heterogéneo pero con 
un promedio alto de formación (para los parámetros de la 
época), no era en general un público informado sobre la his¬ 
toria y evolución social del cine en el mundo. A partir de la 
calidad del material exhibido y apoyado en la literatura y en 
el aporte de compañeros con mayor bagaje de conocimien¬ 
to, aprendimos avalorar tanto las virtudes artísticas que una 
película podía ofrecer como a contextualizar histórica y po¬ 
líticamente el cine que veíamos. 

El núcleo de intelectuales que impulsó el neorrealismo 
del cine italiano desde las propias entrañas del fascimo esta¬ 
ba fuertemente influenciado por el realismo poético del cine 
francés y por el período fértil del realismo socialista del cine 
soviético (obviamente ausente en nuestra pantalla). Directo¬ 
res, guionistas, críticos o técnicos, como Giusepe de Sanctis, 
Cesare Zavattini, Renato Rosellini, Vitorio de Sica, Luchino 
Visconti, Federico Fellini, entre otros, fueron abanderados 
de un cine que apuntaba al sinceramiento estético, al com¬ 
promiso social, focalizando en los temas que atravezaba una 
sociedad italiana devastada por la guerra y el fascismo, par¬ 
ticularmente en la problemática de los estamentos sociales 
más desprotegidos. 


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La cámara en ristre 


No tuvimos la fortuna de que a nuestra planchada llegara 
Roma, ciudad abierta, donde Rosellini narra la gesta de la 
resistencia y que marca decididamente la irrupción del cine 
neorrealista, pero sí supimos de qué estábamos hablando 
con dos títulos mayores de esta corriente: Ladrón de bicicle¬ 
tas y Humberto D, ambos dirigidos por de Sica con colabo¬ 
ración de Zavattini. El drama de un desempleado que pierde 
su único medio de trabajo, la bicicleta, y la angustia del jubi¬ 
lado que llega a la vejez solo y pobre, significaron muestras 
mayúsculas de un cine capaz de abrirnos la mente y el co¬ 
razón, inspirado en convicciones éticas muy marcadas que 
priorizaba, no la trama ni la historia sino las sensaciones, las 
emociones, las angustias profundas y las efímeras alegrías 
de gente atribulada por la crudísima realidad de sus vidas. 

Mediante secuencias largas la cámara salía del estudio y 
filmaba en la calle, con participación de actores no profesio¬ 
nales, obteniendo un cine de profundo compromiso con la 
realidad y de elevado grado se sensibilidad. 

El período neorrealista del cine italiano transcurrió entre 
1945 y 1950; luego el movimiento se desintegró, la produc¬ 
ción volvió a Cinecittá y las nuevas condiciones económi¬ 
cas y políticas propiciaron otras formas de concebir el cine. 
Serían los nombres de Fellini, Visconti y Antonioni que ex¬ 
plorarán nuevos caminos de expresión cinematográfica. No 
obstante, a nuestra pantalla llegaría un título tardío pero tí¬ 
picamente neorrealista: El Ferroviario (1955), dirigida y pro¬ 
tagonizada por Pietro Germi, que describe amargamente 
cómo un obrero del ferrocarril rueda por el deterioro fami¬ 
liar, social y hasta de sus valores de clase a la que defrauda 
en momentos de huelga. 

El complemento literario del cine neorrealista lo encon¬ 
trábamos, especialmente, en los libros de Vasco Pratolini. No 
en vano, Pratolini también estuvo vinculado al cine, como 


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guionista de películas tales como Metello, Rocco y sus her¬ 
manos y Crónica de los pobres amantes. Reconocidas plu¬ 
mas de la literatura italiana del siglo pasado, como Moravia, 
Calvino, Pavese, acompañaron largas horas de celda, pero 
ninguno como Pratolini para hacer sentir un libro como 
compañero de trinchera. 

Puede llamar la atención que un cine que narraba cru¬ 
damente tantas penurias y sinsabores pudiera resultarle 
gratificante al público de una cárcel, inmerso en sus pro¬ 
pias y cotidianas penurias. Sin embargo, ahí en la pantalla 
estaba el sentido del arte en estado puro, en comunión de 
razones, ideas, sentimientos y convicciones. Desde nuestra 
perspectiva, en tanto presos políticos, pero sobre todo se¬ 
res sensibles a los claroscuros de la existencia humana, en 
aquella cárcel el hecho artístico, cuando era tal, alimentaba 
y fortalecía nuestra comprensión del ser humano y en buena 
medida nuestra razón de ser. 


Salida nocturna 

Por cierto éramos un público cautivo, no teníamos capa¬ 
cidad de optar; veíamos lo que nos ponían en pantalla. No 
era un criterio, digamos, del todo incómodo -salvo algunos 
momentos en que la metodología del cine fue utilizada po¬ 
líticamente por las autoridades- porque la cualidad del pre¬ 
so de sacarle jugo a un ladrillo operó a favor de peculiares 
espectadores dispuestos a “disfrutar” aún del bodrio más 
enjundioso que pusieran ante nuestros ojos. Dicho en otros 
términos: tomarlo para la joda era el antídoto infalible si la 
programación así lo requería. 

Además no disponíamos de la libertad de levantarnos y 
salir de la sala. En rigor reglamentario no era obligatorio con¬ 
currir al cine; llegado el caso, si no tenía “reposo autorizado” 
por razones médicas, uno podía darse maña y argumentar 


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alguna razón para quedarse en la celda. Pero esto ocurría 
excepcionalmente, porque también estaba aquello otro: el 
cine era nuestra “salida nocturna”. La única de que disponía¬ 
mos. Así que, luego del aviso correspondiente después de la 
cena, empilcharnos con el mameluco, doblar una cobija a 
modo de almohadón y esperar que nos abrieran la celda era 
un verdadero apronte para salir de noche. Y si no sabíamos 
qué película veríamos la expectativa era aún mayor. 

Eso sí, una vez íbera de la celda había que permanecer en 
fila y en silencio con las manos atrás, la cobija bajo el brazo y 
aguardar a que nos dieran la orden de desplazarnos. No aca¬ 
tar al pie de la letra este tramo de la salida podía significar ser 
sancionado e ipso fado quedarse sin cine (esto podía ocurrir 
cada vez que salíamos de la celda: recreo, visita o lo que fuere). 

O sea que más valía cuidarse, sobre todo en los períodos 
de aprete donde cualquier motivo aparejaba sanción. Claro, 
en épocas de “sancionismo” no había forma de zafar y quién 
más quién menos recibía su cuota parte. Pues de eso se tra¬ 
taba en determinados momentos, cíclicos, imprevisibles, 
donde el absurdo salía a escena y si no había motivos para 
una sanción se los inventaba. Se necesita que haya tantos 
reclusos sancionados en tal o cual piso, a modo de consig¬ 
na, y allá salían los milicos de la guardia, clases y soldados a 
cumplir su misión. 

Pero en épocas que podrían considerarse más normales, 
si es que la hubo alguna vez, el cine podía estimular el cuida¬ 
do por evitar la sanción, sobre todo si ya se sabía que la pe¬ 
lícula que estaban dando esa semana valía la pena ser vista. 
Todo en términos muy relativos, claro está. 

Dentro de aquel universo lo habitual era “no regalarse”. 
El recreo era necesario tanto mental como físicamente. Con 
el tiempo el cine también lo fue, aunque no fuéramos tan 
conscientes de ello. De alguna manera, la pantalla era una 
ventana a otros mundos, independientemente de cuál fue¬ 
ra la película que tocara en suerte. Salir de las celdas, estar 


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todos juntos sentados en el piso observando lo mismo, era 
una experiencia colectiva importante. Individualmente, po¬ 
ner la cabeza en otra cosa, los sentidos (y las emociones si 
las imágenes lo permitían) alimentaba nuestra vida interior 
desde otro lado. 


Una de Gardel 

El Gordo Torres no era un preso más. Dos rasgos, exte¬ 
riores, lo distinguían. Su cuerpo tenía un volumen muy por 
encima del promedio. Además de obeso era alto. A tal punto 
que no había talle de mameluco para tamaña figura y por un 
buen tiempo debió vestir solamente indumentaria deporti¬ 
va. Eso sí, con el número bien visible, atrás y adelante. 

Pero el suyo no era cualquier numero, era el ooi... Fue el 
primero de la primera tanda en pasar por el “examen de in¬ 
greso” a la hora de inaugurar el Penal en los últimos días de 
setiembre de 1972. Ambos detalles, su tamaño y su número a 
primera vista llamaban la atención. 

Sucedía también que el Gordo Torres tenía una manera 
de ser que parecía reforzar su imagen: notoriamente extro¬ 
vertido, efusivo, charlatán, confianzudo, bromista. Y mucha 
calle: el Gordo te podía vender lo que se propusiera; des¬ 
plegó todo su repertorio a la hora de crear las primeras co¬ 
misiones; convenció a los milicos de cómo debía funcionar, 
por ejemplo la cantina central del Penal y sus “sucursales” 
en todos los sectores. Esgrimiendo razones convincentes a 
los guardias de turno, con una carpeta bajo el brazo recorría 
todos los pisos con total desparpajo, rompiendo la compar- 
timentación, llevando y trayendo información de aquí para 
allá (luego, dos años después, llegó el mayor Maciel y le cortó 
las alas a él y a los compañeros que trabajaban en la cantina). 

Estos rasgos de su personalidad que, así como tantas ve¬ 
ces le permitieron hacer cosas que no se podían hacer en 


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aquella cárcel también le podían jugar en contra a la hora 
de mantenerse calladito, jugar con discreción y pasar lo más 
desapercibido posible. 

Cierta noche, ya en enero de 1982, le tocó en suerte al 
cuarto piso estrenar la primera película de aquel año. Había 
un aprete considerable, menudeaban sanciones por cual¬ 
quier motivo. Una vez que los presos del cuarto piso estu¬ 
vimos sentaditos en la planchada del primero B, bajo aper¬ 
cibimientos reiterados de los milicos de quedarse quietos 
y guardar silencio, los compañeros de la comisión de cine 
que manejaban el proyector, antes de que se apagaran las 
luces, probaron la película sobre la pantalla, verificando que 
la proyección podía hacerse sin inconvenientes. Algo que 
hacían siempre, obviamente. Quiso el destino que en dicha 
prueba apareciera de inmediato el nombre de la película: El 
Día queme quieras, uno de los títulos más emblemáticos de 
Carlos Gardel en el cine. 

El Gordo Torres no se aguantó y ni bien observó el título 
volteó la cabeza hacia su derecha y le comentó, “bajito”, a su 
ocasional vecino de butaca: “¡Cariños Gardel!”... El grito des¬ 
de atrás fue instantáneo, fulminante: “001 está sancionado, 
levántese y vuelva a la celda”. Observé de reojo la escena y 
mientras incorporaba lentamente su humanidad, el rostro 
del Gordo Torres era el rostro perfecto de la desazón. 

Creo que todos quiénes allí estábamos sentimos aquella 
sanción como propia. 


Un mudo con tu voz 

Por partida doble llegó Gardel a la pantalla carcelaria: El 
Día que me quieras y Tango bar. Ambas filmadas en 1935 
en Nueva York, con dirección del austríaco John Reinhard 
para la firma Paramount, con la que Gardel ya había produ¬ 
cido en Francia Luces de Buenos Aires, Melodía de arrabal y 


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otras. El tercer filme filmado por Gardel en Estados Unidos 
fue El tango en Broadway, también para Paramount, en 1934. 

Por supuesto que el sustento de estos melodramas radi¬ 
caba exclusivamente en la presencia del morocho del Abas¬ 
to: no verlo actuar sino verlo cantar, y verlo nomás. Lo de¬ 
más, sonreír, reír, sufrir, gesticular, posar, cancherear, todo 
le estaba permitido: los atributos del mito, en definitiva. 

Tango bar es un novelón romántico con ribetes policía¬ 
cos donde Gardel es un apostador en las carrera de caballos, 
y Rosita Moreno una ladrona de joyas a la que socorre cuan¬ 
do la policía la busca. “Por una cabeza”, “Lejana tierra mía” y 
“Arrabal amargo” son temas que realzan Tango bar. 

Gardel es hijo de una familia bien en El día que me quie¬ 
ras pero sus inclinaciones bohemias por el canto lo distancia 
de su entorno familiar y lo acercan a Margarita, la actriz que 
ama y que escucha embelesada la canción que da nombre a 
la película. Nuevamente la partenaire es Rosita Moreno y su 
amigo Tito Luisiardo, asiente emocionado a su lado cuan¬ 
do el morocho canta “Sus ojos se cerraron” y el inolvidable 
“Volver” en la baranda del barco. 

Gardel se enteró en Colombia del éxito de estas películas 
y a pocas semanas de su estreno se produce el accidente de 
Medellín. Cada 24 de junio el tributo al “Mudo” no faltó en el 
Penal de Libertad. Desde la poesía, desde radio “la lata” ob¬ 
viamente, desde el saludo al paso, desde cualquier ventana 
un preso “con berretín de cantor”. 

Imposible no evocar el tiempo en que los domingos des¬ 
pertábamos con la voz de Gardel. Aprontar el mate, armarse 
un cigarro y dejarse envolver por la voz del Mago que entra¬ 
ba por la ventana provocaba una sensación intransferible. 
No había cárcel, reja, milico que la pudiera impedir. 


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Los martes mondongo 


Manuel Romero es considerado uno de los pioneros del 
cine argentino junto a Saslavski, Soffici, Daniel Tinayre y 
otros. Luego de mucha actividad teatral se dedicó al cine, 
dirigiendo más de 50 películas en las décadas del '40 y '50, 
ocupándose de escribir el argumento y componer su músi¬ 
ca, teniendo al tango como eje central de su obra. Sus pelí¬ 
culas simples, livianas, pasatistas, denostadas por la crírtica 
“culta”, obtuvieron gran popularidad en aquellos años. 

Al cine del Penal de Libertad llegaron dos títulos repre¬ 
sentativos de la obra de Romero; copias en blanco y negro 
de mala calidad que para nosotros no estaban exentas de 
cierto sabor nostalgioso, de recuerdos de infancia, de usos y 
costumbres, de modos de vida de padres y abuelos, de una 
época ya lejana pero todavía reconocible. 

Tanto La vida es un tango (1939), con la pareja estelar de 
Hugo del Carril y Sabinas Olmos, como La locura del tango 
(1949), con “la morocha” Virginia Luque y el infaltable Tito 
Lusiardo, eran verdaderas cabalgatas musicales del tango, 
desde sus vínculos originales con la canción campera, la mi¬ 
longa y la zarzuela criolla, hasta su traspaso del suburbio al 
centro y su triunfo en París. 

Otro director de la denominada “edad de oro” del cine ar¬ 
gentino se hizo presente con dos títulos ilustrativos del pe¬ 
ríodo. De la extensa filmografía de Francisco Mugica Así es la 
vida (1939) ocupó un lugar importante en tanto modelo de co¬ 
media melodramática que narraba las circunstancias de una 
familia burguesa típica de la sociedad porteña de la época, 
con personajes encasillados en el argumento lineal que in¬ 
terpretaban Enrique Muiño, Enrique Serrano y Sabina Olmos. 

Pero el éxito mayor de Mugica lo observamos en otra pelí¬ 
cula de 1941 que inaugura el tiempo de la “comedia ingenua” 
en el cine argentino. Los martes orquídeas fue un rotundo 
éxito de taquilla, presentaba la familia burguesa modélica, 


69 


que lanzó la consagración estelar de Mirtha Legrand en el pa¬ 
pel de la tímida Elenita, la joven timorata a quien su padre, 
Enrique Serrano, intentaba estimularle la ilusión del amor ha¬ 
ciéndole llegar cada martes un anónimo ramo de orquídeas. 

Por entonces, la comida, el rancho, del Penal de Libertad 
tenía un menú fijo que se repetía semana a semana. La cena 
de los martes era todo un clásico, tanto como lo fue Los mar¬ 
tes orquídeas para el cine argentino: los martes, mondongo. 


Pichuco y el buen adiós 

El tango, por excelencia, fue la banda sonora del Penal de 
Libertad durante su existencia como cárcel de presos políti¬ 
cos uruguayos. A ello contribuyó sobre manera la irrupción 
de “la lata” en el aire, en 1975. Y justamente, fue un motivo 
cien por ciento tanguero el que marcó un antes y después, 
cultural y emocional, en la vida de los presos. 

El espacio de recreación auditivo, por llamarle de alguna 
manera, fue un tema sin resolver durante mucho tiempo en 
el establecimiento; un talón de Aquiles en la oficina deno¬ 
minada Bienestar y Recreación -sarcásticamente los presos 
la conocían como Malestar y Represión- destinada a gestio¬ 
nar asuntos tales como cantina, biblioteca, cine, deportes, 
difusión y temas de esa naturaleza. 

El sistema de parlantes y altavoces con que contaba el 
Penal se usaba para emitir comunicados, sonar alarmas en 
simulacros y poca cosa más. 

Hubo un intento por parte del oficial a cargo de irradiar 
música de radio FM, instrumental, acaramelada, empalago¬ 
sa, del programa denominado “Música de regreso a casa”... 
Como broma, demasiado pesada. 

Conquistar ese lugar pasó a ser un objetivo primordial, 
estratégico casi. Después de masticar el asunto y charlarlo 
detenidamente entre algunos compañeros, sobrevino un he- 


70 


cho inesperado que precipitó apurar el asunto. El 18 de mayo 
de 1975 murió el Gordo Troilo, figura consular del tango. Un 
hecho más que relevante en la generación de coyuntura que 
no se podía dejar pasar. Miguel Angel, el Cristo, estudioso, 
conocedor de la historia del tango, redondeó el proyecto y lo 
elevó por la vía correspondiente: “solicitud a café” indicaba el 
reglamento, queriendo decir que un preso debía elevar una 
solicitud por erscrito a la hora del desayuno... 

En dicha solicitud se proponía realizar tres audiciones 
sobre “el bandoneón mayor de Buenos Aires”, reseñando 
su trayectoria, su evolución orquestal, su obra autoral, tex¬ 
tos acompañados con temas musicales del vasto repertorio 
troileano. Agregaba que los equipos, grabaciones, discos y lo 
que se precisara técnicamente se procuraría de los fondos 
de la cantina de los presos. Y algo más: Miguel, si bien tenía 
cierta experiencia en la locución, no podía desperdiciar la 
solvencia profesional de el Lanza Lemos, ex locutor del SO- 
DRE recluido en el Penal, a quién pidió como colaborador 
suyo en la iniciativa. 

Después de quince días de silencio stampa, el Cristo y el 
Lanza fueron convocados a una celda vacía del tercer piso 
donde los aguardaba un “civil” gordo, pelado, de lentes, tra¬ 
je y corbata, quien se presentó como Dolcey Britos, “el psi¬ 
cólogo del Penal” (a esa altura todo el Penal sabía que ese 
hombre de traje o sobretodo que llegaba con un portafolio a 
las oficinas del celdario era la parte cívica del diseño de po¬ 
líticas represivas aplicadas sobre la población reclusa, con 
énfasis en lo psicológico, claro). 

El propósito de Britos era detectar cuánto sabía Miguel de 
tango; para eso ensayó un test desde un cassettero con gra¬ 
baciones de música típica que el “tangólogo” (así lo llamó) de¬ 
bía identificar. Después de la sorpresa y de cierta confusión 
inicial, la memoria del “tangólogo” reflotó épocas de tango 
lejanas, captó la línea musical contenida en aquel cassette 
y respondió correctamente la mayoría de las interrogantes. 


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Con las restricciones y advertencias presumibles, el pro¬ 
yecto fue aprobado y nació otra era, sonora y grandiosa, en 
el Penal de Libertad. “Radiodifusión” en la oficial, radio “la 
lata” en la jerga gris. Aquel día Troilo “desde el cielo, debajo 
de la almohada un verso nos dejó”. 


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Capítulo 4 


La guerra ha terminado 

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el cine francés, 
ayuda del Estado y anticipos del Plan Marshall mediante, 
lentamente empezó a levantar cabeza, aunque los caminos, 
las ideas, los estilos, acusaban traumáticamente los efectos 
de la contienda. Con reminicencias del realismo poético de 
la preguerra, algunos directores intentaron proyectarse ins¬ 
pirados en el legado de sus colegas. Algunas de sus películas 
recalaron en nuestra planchada. 

De Flenri Clouzot, por ejemplo, vimos El salario del miedo 
(1953) que describía el conflictivo traslado de un camión car¬ 
gado de nitroglicerina destinado a apagar un pozo petrolero 
encendido, en un país sudamericano que bien podría ser Ve¬ 
nezuela. Ives Montand y Henri Chanel, dos de los recios res¬ 
ponsables del camión, al suspenso que aparejaba la riesgosa 
carga le imprimieron la tensión proveniente de la naturaleza 
pesimista de sus personajes. La crítica a los monopolios petro¬ 
leros no estaba ausente en aquel guión, detalle que no pasaba 
desapercibido en un público sensible a ese tipo de mensajes. 

Las diabólicas (1955), también dirigida por Clouzot, ahon¬ 
daba en la psicología de personajes sumidos en situaciones 
angustiantes y tensas. Simone Signoret y Vera Clouzot son 
esposa y amante, respectivamente, que conviven con el di¬ 
rector de un colegio, Charles Vanel, que maltrata y degrada a 
ambas. Las mujeres, hartas del sometimiento terminan con 
su vida, pero el cuerpo misteriosamente desaparecerá de la 
piscina donde lo han arrojado. Cine negro, tensión, suspen¬ 
so y un ambiente opresivo que calzaba como anillo al dedo 
en el espacio interior del celdario. 

Luera de la pantalla Simone Signoret gozaba de nuestra 
simpatía por sus ideas comprometidas con causas justas. 
Desde la pantalla cautivó nuestros corazones con aquel cas- 


73 


quete dorado que relucía sobre su cabello en la fotografía en 
blanco y negro. Casco de oro fue dirigida por Jacques Becker 
en 1952; una situación ambientada en los suburbios parisinos 
de comienzos del siglo pasado en donde Signoret despliega 
toda su intensidad dramática interpretando a Marie, una be¬ 
lla prostituta que cambia a su proxeneta por el amor de un ex¬ 
convicto reconvertido en humilde carpintero. Finalmente, el 
fatalismo que signa la vida de seres marginales vuelve a impo¬ 
nerse y el drama se nutre de amor, pasión y muerte inevitable. 

Casi toda la obra de Emile Zola fue leída en el Penal de 
Libertad. Junto a Balzac (en menor medida Stendhall, Mau- 
passant o Flaubert) eran los franceses del siglo XIX más so¬ 
licitados en los pedidos semanales a la Biblioteca Central. El 
cine francés, naturalista y realista, amargo y pesimista, tenía 
muchos puntos de contacto con la obra de Zola y varios de 
sus libros fueron trasladados a la pantalla. 

Fue el caso de La taberna que René Clement llevó al 
cine en 1956 con el título de Gervaise, donde la tierna Ma¬ 
ría Schell es una lavandera abandonada con dos hijos pe¬ 
queños. Cuando encuentra el cariño de un obrero serio y 
bondadoso, este sufre un accidente que lo hunde en la in¬ 
validez y el alcohol. Para colmo el hombre entabla amistad 
con el tipo jodido que antes había abandonado a Gervasia, 
se contagia de su mala leche y multiplica el sufrimiento de 
la mujer. Otra historia sórdida en ambientes sórdidos y con 
personajes sórdidos. Zola dedicó mucha tinta en describir la 
degradación de valores de la clase obrera sometida a condi¬ 
ciones miserables de vida. 

Otro aire exhalaba el joven Gerard Philippe, hérore de 
capa y espada en ascenso, en Fanfan la Tulipe (1952), histo¬ 
ria folletinesca de Christian-Jacque situada en el siglo XVIII. 
Una suerte de nuevo D'Ártagnan que para huir de la trampa 
del matrimonio urdida por el padre de la joven y promisoria 
Gina Lollodobrígida no vacila en alistarse en el ejército de 
Luis XV. Un divertimento necesario para tomarnos un respi¬ 
ro entre tanta pesadumbre y cine negro. 


74 


Juguetes perdidos 


Pero el drama debe continuar, parecía ser la consigna. 
Drama fuerte, intenso, desgarrador, de esos que parecen 
calar más hondo porque involucra a gurises chicos, a niños. 
Juegos prohibidos (1952) se constituyó en un título mayor de 
René Clement ejemplificado como uno de los mayores ale¬ 
gatos antibélicos del cine de la posguerra. 

La huida de franceses hacia el sur a medida que invadían 
los nazis quizás sea una escena reiterada en el cine, pero 
aquella de Clement tuvo la virtud de pegar primero. El ame- 
trallamiento, la muerte de sus padres, de su perro, dejan a 
Paulette sola y abandonada en la campiña francesa. Su en¬ 
cuentro con Michel, un gurí de su edad, abre un nuevo esce¬ 
nario en la vida de ambos. La granja, los campesinos que vi¬ 
ven su vida, otra vida, y dos niños que hacen de la guerra un 
juego. Brigitte Fosseyy Georges Poujouly los jóvenes actores. 

El “Estudio de Rubira” era el tema central de la banda so¬ 
nora de Juegos prohibidos, una melodía que nos era fami¬ 
liar, ya que todos los aprendices de guitarra pasaban horas 
ejercitando con esta partitura. Entonces era frecuente es¬ 
cuchar que de alguna celda llegaba la consabida y hermosa 
melodía que, después de ver la película, cada guitarrero en 
ciernes recreaba desde su celda el terrible juego de aquellos 
dos gurises. También hay que decirlo: pobre del compañe¬ 
ro de celda del novel guitarrista... dos, tres, cuatro horas de 
“Estudio de Rubira” diarios podían llegar a ser una prueba de 
fuego para cualquier convivencia. 

Cambiando de ambiente, aunque no tanto de almas ape¬ 
sadumbradas, Robert Bresson realizó en 1959 una película 
que si bien ahondaba en la psicología de personajes solita¬ 
rios y angustiados, lo hacía desde otro lugar, original res¬ 
pecto del cine realizado por la mayoría de sus colegas de 
la época. Pickpocket, cuya traducción es El carterista (bah, 
un punga para nostros) ha alcanzado un grado de perfec¬ 
ción admirable para “chorear” en el metro. No lo hace por 


75 


necesidad económica ni por cleptómano: encuentra en esa 
acción un tipo de sentimiento que le devuelve sentido a su 
existencia, palabra más, palabra menos. 

Una película sobria, de muchos silencios, de emociones 
controladas. Rasgos que caracterizaron buena parte de nues¬ 
tro comportamiento en prisión. Claro, en nuestro caso se 
trataba de una actitud adoptada por conveniencia: nada mo¬ 
lestaba más a nuestros carceleros que vernos contentos, de 
buen ánimo, ni hablemos de reírnos ante ellos... Entonces, 
¿para qué provocar a las fieras? Si la ocasión lo pedía, el hu¬ 
mor o la alegría debían emerger travestidos de neutralidad o 
de indiferencia. Se manifestaba en todo caso por lo bajo, un 
gesto, un sonido de garganta o de nariz, una risa impercep¬ 
tible que podían significar complicidad humorística, aproba¬ 
ción de algún chiste ocasional o algo por el estilo. 

Maestros del disimulo. Todo un aprendizaje. Lo cierto 
es que el humor nunca estuvo ausente en la vida carcelaria. 
Prueba de ello es que los ex presos, hasta el día de hoy, cada 
vez que se encuentran por el motivo que fuere, inevitable¬ 
mente apelan al frondoso anecdotario humorístico patenta¬ 
do en "la cana". 

El modo más frecuente de transmitir que uno estaba bien, 
o que la situación estaba bien, era el clásico “bigote p’arriba”: 
el índice y el pulgar sobre el labio superior lo decían todo. 
Lenguaje gestual heredado de los “gambusas”, los presos co¬ 
munes de Punta Carretas, muy al uso entre los punguistas, 
los pickpockets de antaño, a la hora de operar en yunta en 
los “bondis” montevideanos. 

Por el contrario, si la mano venía mal, el índice rascan¬ 
do la mejilla alertaba del peligro. También la brevedad de la 
expresión "isa", generalmente transmitida rápido y al pasar 
(por la urgencia o presencia próxima de un uniformado) avi¬ 
saba de una requisa de celda cercana o de alerta por algu¬ 
na razón. Los movimientos de ojos eran parte del código: 
la seña del truco cuando uno “no tiene nada” era expresión 
inequívoca de que algo no andaba bien. 


76 


Veneno en la yerba 


De todos los “personajes” que supieron recalar en el Pe¬ 
nal de Libertad, pocos como el Flaco Arión. Preso común de 
larga estadía en Punta Carretas y otra cana larga en Libertad: 
todo el tiro, hasta 1985. 

Su locura también venía de lejos. Y era severa. A tal pun¬ 
to que era prácticamente imposible la convivencia con él, 
por lo que Arión vivía solo su reclusión. En Punta Carretas, 
la ubicación de su su celda tuvo importancia estratégica: la 
última en la planchada del primer piso posibilitó que desde 
allí los tupamaros protagonizaran la acción más impactante 
de su historial. “El abuso”, la fuga de ni prisioneros a través 
de un túnel cavado desde dentro de la cárcel tuvo en la celda 
del Flaco Arión el epicentro de aquella exitosa operación. 

Su demencia lo llevaba a sentirse un ser divino, poseedor 
de todos los poderes y rey supremo del universo. Portador 
de un discurso inacabable, Arión no paraba de polemizar 
con interlocutores imaginarios o reales, amigos o enemigos, 
acerca del ordenamiento universal que giraba en torno a él. 
Que no parara de hablar hacía imposible compartir una cel¬ 
da con él. Por lo demás era un ser buenísimo, de gran cora¬ 
zón, querido y respetado por quienes lo rodeaban, incapaz 
de perjudicar en lo más mínimo a un compañero. 

Una Biblia, El secreto délos dioses y El misterio délas ca¬ 
tedrales eran sus libros de cabecera. Fumaba y tomaba mate 
todo el día y como no contaba con familiares que lo visita¬ 
ran y le llevaran paquete, en torno a él existía un sistema 
de abastecimiento permanente para sus necesidades bási¬ 
cas. Cualquiera podía quedarse sin yerba o sin tabaco, Arión 
no. Otro tanto en los recreos. Nunca quedaba solo, alguien 
siempre estaba dispuesto a caminar a su lado, y escuchar su 
prédica celestial y definitiva. 

El Flaco era generoso con quienes simpatizaba más: les 
adjudicaba poderes extraordinarios y los ungía con títluos 


77 


de altísima jerarquía. Un día me dijo mientras caminᬠ
bamos: “Vos sos Reiman, por eso sos rey de los hombres”. 
Intenté poner un palo en la rueda de su ecléctico razona¬ 
miento: “Pero reí es pronunciación en castellano, y man es 
hombre en inglés”, le dije. Me miró compasivamente y me 
dijo: “A mí eso me importa un carajo porque yo hablo en 
sánscrito”. Me dejó sin palabras. 

Quizás el momento más crucial suscitado por la demencia 
de Arión ocurrió a fines de 1974, cuando la muerte de Trabal 
motivó que todo el Penal quedara varios días sin visita ni pa¬ 
quete. Fue en esos días de escasez que Arión detectó veneno 
en la yerba que se le suministraba. Recibía su ración, la pro¬ 
baba y de inmediato la tiraba por el “biorse” (otro nombre 
cañero heredado de Punta Carretas que aludía a la marca de 
fábrica de los viejos inodoros instalados en las celdas ). No 
había quién pudiera convencerlo: le estaban dando yerba en¬ 
venenada. Una y otra vez. Sus enemigos lo querían matar, de¬ 
cía. ¡Y no ingresaban paquetes! Fue un momento complicado. 

Años después, tangencialmente, el nombre de Arión es¬ 
tuvo asociado a uno de los hechos más trágicos ocurridos 
en el Penal. 

El Colombia era un compañero muy joven, con una vida 
de sufrimientos y carencias de todo tipo; en la cárcel con¬ 
trajo patologías psiquiátricas severas, protagonizó intentos 
de suicidio, estuvo internado en el hospital militar y en el 
manicomio, y cuando volvió a la cárcel, al quinto piso, le 
permitieron realizar tareas, como por ejemplo trabajar en la 
leñera, junto a otro compañero. Aquella tarde, el Colombia 
fue a la leñerajunto al Oso, alguien que no gozaba de dema¬ 
siada simpatía entre los presos. 

En determinado momento el Oso se agachó para acomo¬ 
dar el tronco que estaban cortando y el hachazo que recibió 
le partió la cabeza en dos. El Colombia en su declaración dijo 
que se había remitido a obedecer el mandato divino recibi¬ 
do de “El maestro”. El Flaco Arión por supuesto que deslindó 


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cualquier vinculación, intelectual o espiritual, con aquel epi¬ 
sodio escapado de un cuento de Quiroga. Nunca supimos si 
Dolcey Britos, el psicólogo del Penal, pudo explicar cómo un 
recluso con un cuadro psiquiátrico de aquella índole pudo 
portar un hacha en sus manos. Pobrecito el Colombia, vícti¬ 
ma flagrante de la perversidad llevada al extremo. 


Entre colegas 

Las películas de asaltos planificados, variante privilegia¬ 
da del thriller, siempre tuvieron un atractivo adicional. La 
historia de un buen atraco despierta espectativas, estimula 
vaya a saber qué fibras de nuestro sistema nervioso. 

Claro, no en vano buena parte de los huéspedes del Penal 
de Libertad proveníamos de una organización clandestina 
que había alcanzado su toque de distinción, precisamente 
por la eficacia y pulcritud con que llegó a consumar una serie 
de operaciones “de robo” exitosas y de buen rédito político. 
La época de Maihlos, San Rafael, la Monty, los Pignoraticios, 
el Centro de Instrucción de la Marina, entre otras acciones 
de fuerte impacto en la opinión pública y en la prensa. 

Por tanto, no era un público cualquiera el que se daba cita 
en la planchada cuando dieron Rififfí. Se trataba, en buena 
medida, de espectadores calificados, autorizados a opinar de 
los promenores del asunto. Había expertos en aquella platea. 

Riñffí, dirigida en 1955 por Jules Dassin y protagonizada 
por Jean Serváis, cuenta la historia de Tony le Stephanois, 
quien después de cinco años de cárcel trata de no reincidir, 
pero, como suele ocurrir en estos casos, se ve empujado al 
delito por las circunstancias en que se ve inmerso (afectivas, 
económicas) y acepta la tentadora oferta de sus antiguos 
compañeros de planificar y ejecutar a la perfección el robo 
de una importante e inaccesible joyería de París. 

De los 115 minutos que dura la película, 32 están dedica¬ 
dos al robo en sí, a lidiar con la caja fuerte. Secuencia larga, 


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tensa, sin diálogo ni música alguna. Algunos compañeros se 
ponían inquietos sobre la cobija: temían que el golpe fallara. 

No pocos cinéfilos consideran a Rififfí -expresión que 
no define nada pero de uso corriente en el argot del hampa 
francesa- una verdadera obra maestra en su género, sobre 
todo por el lenguaje empleado por Dassin en el manejo de 
los tiempos, climas, fotografía, banda sonora... además del 
tema que canta Magali Noel en el cabaret: toda una delicia. 
Suele ser invocada la reflexión de Truffaut a propósito de 
esta película: “Dassin ha hecho del peor libro la mejor pelí¬ 
cula”. Más claro... 


Etiqueta negra 

Orson Welles es considerado uno de los artistas estadou¬ 
nidenses más versátiles del siglo veinte por su desempeño 
en teatro, radio y cine. Resaltó como niño prodigio en el tea¬ 
tro de Nueva York y, con 23 años, su audición radial sobre La 
guerra de los mundos, de H G Wells, causó un revuelo con¬ 
siderable cuando muchos espectadores creyeron que real¬ 
mente se estaba transmitiendo una invasión extraterreste. 
Seguramente el Canario Beque era uno de aquellos espec¬ 
tadores, porque vuelta y media, por las noches, cuando rei¬ 
naba el silencio solía gritar a viva voz por la ventana de su 
celda: “miren, un oni, un onfi...” aludiendo al insistente ovni 
que surcaba el cielo del Penal y solo él veía. 

Esa notoriedad le valió al joven Orson Welles un contrato 
con los estudios RKO donde emprendió lo que sería su ma¬ 
yor obra cinematográfica y una de las cumbres de la histo¬ 
ria del cine mundial: Citizen Kane (1941), o simplemente El 
ciudadano, como la conocimos en el Penal de Libertad una 
noche de junio de 1974. 

El personaje central a que alude la historia de por sí ya 
resultaba por demás interesante y no menos polémico: Wi- 


80 


lliam Randolph Hearst, el influyente magnate de la prensa 
que intentó, pero no logró, prohibir la exhibición del fil¬ 
me. El ciudadano obtuvo muy buena respuesta de la crítica 
aunque no así de la taquilla, ya que Hearst desplegó todo 
su poderío para impedir la distribución del filme. Cuando 
arreció el macarthismo, la campaña de Hearst sobre el joven 
director fue tal que Orson Welles debió proseguir su carera 
en Europa so pena de comparecer antel el Comité de Acti¬ 
vidades Antinorteamericanas (CAA) acusado de comunista. 

Pero la faceta deslumbrante de Orson Welles fue que, ca¬ 
reciendo por completo de formación y conocimientos cine¬ 
matográficos, estudió la técnica y el lenguaje del cine alcan¬ 
zando un estilo propio que resultaría un verdadero aporte 
para la forma narrativa del cine: el tratamiento de la esceno¬ 
grafía, la fotografía, el montaje, la innovación en el sonido. 

La película narra la vida y el legado de Kane (Hearst) a tra¬ 
vés de la investigación de un periodista que intenta descu¬ 
brir el misterio que esconde la última palabra pronunciada 
por Kane antes de morir: rosebud. El periodista va entrevis¬ 
tando a compañeros y familiares de Kane, retrotrayendo a 
pasajes de su vida a través de ñashbacks que reconstruyen 
el camino recorrido hasta la formación del fabuloso imperio 
periodístico que decidía destinos políticos, empresariales y 
del propio Holywood. La vida de Kane es ante todo una his¬ 
toria del poder. 

Cuando parecía que el misterio de la palabra rosebud 
quedaría sin resolver, la película se cierra, después de la 
muerte de Kane, con los criados de su fastuosa mansión de 
Xanadú quemando objetos viejos del dueño de la finca. En¬ 
tre ellos puede verse la inscripción rosebud en un trineo en 
llamas que identifica la infancia de Kane, único momento de 
su vida en que fue feliz. 

En El ciudadano abundan escenas de interiores, la man¬ 
sión de Xanadú atiborrada de mobiliario, cortinados, esca¬ 
leras, bibliotecas, un alarde inútil de riqueza en consonancia 
con la compleja personalidad de Kane. 


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Al otro día, a la hora del descanso de los presos que tra¬ 
bajaban en la cocina del Penal, en la rueda de mate se solía 
comentar, si cuadraba, la película de la noche anterior. De 
El ciudadano algunos ilustrados resaltaban las virtudes del 
film, otros elogiaban al director, por cierto que no faltaban 
quienes interpretaban “políticamente” la denuncia sobre el 
abuso del poder, hasta que alguien le preguntó al Gordo Paco 
qué le había parecido la película vista la noche anterior. El 
Gordo, que mucho no la había entendido, pensó un instante 
y comentó: “Qué biblioteca, ¿no?” 


Suspenso y traición 

De otros directores de fuste del cine norteamericano de 
la posguerra llegaron títulos importantes a nuestra plancha¬ 
da. Fueron los casos de Alfred Hitchock y Elía Kazán. 

Elitchcock, comenzó su carrera en su Inglaterra natal y en 
1939 emigró a Estados Unidos donde se convertiría en ver¬ 
dadero maestro del cine de suspenso. Pionero en técnicas 
del trhiller psicológico fue innovador, por ejemplo, en el uso 
de la cámara imitando la mirada de una persona, exigiendo 
al espectador ser partícipe del asunto. 

No ligamos demasiado con Sospecha (1941), película so¬ 
bria que si bien mantuvo un nivel de atención aceptable, no 
alcanzó el estándar de calidad que mantuvo Elitchcock al 
cabo de su cincuentena de películas dirigidas. El interés se 
sostiene en buena medida, en las actuaciones de Cary Grant 
y Joan Fontaine, un vividor y una ingenua que entablan una 
relación trivial que deriva en drama de rivetes psicológicos. 

Mejoramos sensiblemente con Mi secreto me condena 
(1953), donde aparece la veta esencial del suspenso “a lo Efit- 
chcock”. Un buen manejo de personalidades, de climas, de 
incertidumbres, en torno al secreto de un sacerdote sospe¬ 
chado de asesinato que no puede revelar la identidad del cul- 


82 


pable por saberlo a través de la confesión. Montgomery Clift 
es el sacerdote, Karl Malden el investigador y Anne Baxter 
una mujer involucrada sentimentalmente con el sacerdote. 
Flor de elenco, flor de asunto. 

Incertidumbres y tensiones psicológicas no eran ingre¬ 
dientes que escasearan en el Penal de Libertad. De todos mo¬ 
dos, gracias Maestro por el acopio (no fuera que escaseara). 

De origen turco, Elia Kazán comenzó en el teatro nortea¬ 
mericano y fue fundador del Actor's Studio, célebre escuela 
de formación de actores de donde emergieron Marión Bran¬ 
do, Paul Newman, Montgomery Clift, entre tantos. El nom¬ 
bre de Kazán ha quedado ligado al cine tanto por su talento 
de realizador como por su actitud colaboracionista durante 
las listas negras. Pero vayamos por partes. 

Dos de sus títulos más relevantes, Viva Zapata y Nido de ra¬ 
tas, tuvieron el privilegio de figurar en nuestra programación. 

Viva Zapata (1952), con Marión Brando y Anthony Quinn 
en los roles centrales, con guión de John Steinbeck, relata 
la lucha del líder revolucionario mexicano Emiliano Zapata 
contra la dictadura de Porfirio Díaz. Los campesinos que re¬ 
claman tierra son una y otra vez engañados con falsas pro¬ 
mesas de los políticos; alianzas poco confiables, lealtades 
que se traicionan y el poder corrompiendo dirigentes. Lo de 
siempre, en el mexicano y en tantos otros procesos... “¡Por 
la tierra y con Sendic!” se dejó oír de repente en la platea. El 
silencio subsiguiente fue total. No pasó nada, seguramente 
los guardias no descifraron el mensaje. 

El Zapata de Kazán, si bien recoge la peripecia del líder 
campesino, quedó sospechado de estar impregnado por la 
actitud claudicante que el director demostró ante el CAA. 
Su incuestionable talento narrativo presentó un Zapata des¬ 
dibujado y ambiguo en cuanto a convicciones e ideales, más 
potable al paladar del anticomunismo imperante que a la 
fidelidad histórica de su personaje. 

En 1953 Kazan declaró dos veces ante el comité donde 
presentó su arrepentimiento por haber sido afiliado al parti- 


83 


do comunista en su época teatral y señaló a sus compañeros 
de entonces. Algunos historiadores demostraron que si bien 
no delató colegas suyos de Hollywood, lo más grave fue su 
voluntad de delatar, entendiendo esto como un deber, gran¬ 
jeándose el desprecio de sus ex amigos y colegas. 

Elia Kazán y Marión Brando se reencontraron en nuestra 
pantalla en Nido de ratas (1954), acompañdos de un respe¬ 
table elenco donde figuran Lee J Coob, Eve Marie Saint, Karl 
Malden y Rod Steiger. Esta vez no hubo ambigüedades en el 
mensaje del director. En esta película Kazán evidenció sus 
nuevas convicciones ideológicas sustituyendo a los sindica¬ 
tos portuarios de Nueva York, dominados por comunistas, 
por mañosos que utilizaron espúreamente a los trabajado¬ 
res de la estiba. Marión Brando es un matón al servicio de 
un jefe sindical mafioso que luego de una transformación 
moral es persuadido por un sacerdote para que comparezca 
ante los tribunales y diga todo lo que sabe. 

No obstante el inequívoco mensaje y la profesión explí¬ 
cita del nuevo credo del director, Nido de ratas está consi¬ 
derado una de las mejores películas del cine norteamerica¬ 
no. El talento y la condición moral no siempre comparten la 
misma cucheta. 


La sombra de Kazán 

El camino que emprendió Elia Kazán, extrapolando con 
cierta laxitud los hechos, puede tener ribetes de similitud 
con alguna situación ocurrida en el Penal de Libertad, en 
aquellos días en que veíamos sus películas en el cine de plan¬ 
chada. El hombre enfrentado al terrible dilema de afrontar 
con firmeza las consecuencias o poner a resguardo su in¬ 
tegridad física a cambio de la delación de sus compañeros. 

Afines de 1974 se produjo en la región una coyuntura po¬ 
lítica donde se debatió la posibilidad de que Cuba reingresa- 


84 


ra a la OEA, lo que originó una fuerte reacción contraria de 
las dictaduras sudamericanas. Los militares uruguayos en 
su afán de demostrar cómo el gobierno cubano había dado 
apoyo a grupos subversivos locales procedieron a buscar in¬ 
formación que respaldase la argumentación uruguaya en la 
OEA. Para eso interrogaron y torturaron a presos políticos 
que habían estado en Cuba o habían tenido contactos con 
representantes del gobierno cubano. Los compañeros del 
denominado “expediente cubano” fueron llevados del Penal 
de Libertad a un centro de tortura en procura de datos a 
utilizar políticamente contra la isla caribeña. 

Este hecho gravísimo provocó reacciones inmediatas en 
la cárcel desde el mismo momento en que empezaron a sa¬ 
car compañeros de las celdas, a la fuerza en algunos casos. 
Ni bien el resto de los presos tomamos conciencia de lo que 
estaba pasando emprendimos de inmediato un gran golpe¬ 
teo, golpes muy fuertes sobre la puerta de cada celda que 
provocaron en todo el celdario un ruido ensordecedor. 

Por supuesto que el golpeteo no impidió que sacasen a los 
compañeros. Se los llevaron, los interrogaron, los torturaron 
y al cabo de dos semanas los devolvieron al Penal, sin que 
el gobierno uruguayo pudiera demostrar nada ante la OEA, 
por más bochinche de prensa que intentó hacer. Durante 
esas dos semanas de interrogatorios se produjo el traslado 
de un grupo de compañeros del primero al segundo piso, no 
precisamente para mejorarles las condiciones de reclusión. 

Por la naturaleza de aquel “flauteo” no cabía dudas que las 
autoridades de la cárcel manejaban información de primera 
mano. El grupo de elegidos correspondía a niveles de partici¬ 
pación en el funcionamiento político interno que los presos 
adoptaban, algo normal en una prisión de carácter política. 
Funcionamiento que debía realizarse de la manera más di¬ 
simulada o clandestina posible ya que los militares demos¬ 
traban una sensibilidad muy especial con este tipo de cosas. 

Que alguien había cantado esos nombres estaba fuera de 
discusión. Por unos días quedó instalada la duda, la descon- 


85 


fianza y el ambiente pesado en el sector donde eso había 
ocurrido. Pero pronto se develó el misterio. Cuando regresó 
el grupo del expediente cubano, uno de ellos admitió que 
había sido él quién aportó los nombres de quiénes fueron 
a parar al segundo piso. También confesó que no había sido 
torturado a cambio de esos nombres. 

Hasta ese momento venía siendo un compañero aprecia¬ 
do y respetado por sus pares. Después de aquello su conde¬ 
na mayor fue la soledad, no poder mirar a los demás presos 
a los ojos. Algo similar a lo que experimentó Elia Kazán des¬ 
pués de entregar a colegas suyos al Comité de Actividades 
Antinorteamericanas. 


Triumphazo 

Marión Brando inauguró en 1953 un nuevo icono: el del 
motoquero vestido de negro, campera de cuero y gorra la¬ 
deada que la industria del póster pronto incorporó a su 
galería. El salvaje, del húngaro Lazlo Benedek, describe los 
efectos que sufre un pequeño pueblo invadido por la pan¬ 
dilla de las motos. La cosa se entrevera cuando Brando se 
enamora de la hija del sheriff del pueblo pero sin abandonar 
su estilo violento de vida. Empeora la situación con la pre¬ 
sencia de Lee Marvin que llega por un ajuste de cuentas. La 
incapacidad de la policía para frenar los desmanes lleva a los 
habitantes del pueblo a hacer justicia por mano propia. Esta 
película causó cierto revuelo, fue prohibida en Inglaterra va¬ 
rios años y la marca Triumph (también británica) alzó su voz 
por el desprestigio que sufrirían sus motos. Por más que con 
los años la firma mostraría orgullosa la fotografía de Marión 
Brando montado sobre una Triumph... 

Tuvimos el privilegio de recibir nuevamente a Orson We- 
lles en nuestra sala. Y con él a Shakespeare, a Macbteh con¬ 
cretamente. No le fue fácil aWelles convencer a los produc- 


86 


tores que invirtieran en una obra que no era precisamente 
lo que estimulaba la industria del cine para sus consumido¬ 
res. Tampoco gozaba Welles de la simpatía de los popes del 
cine por su estilo independiente, crítico, burlón, y menos 
aún si traía en su carpeta un texto que, si bien clásico, refería 
a ambiciones de poder. 

Finalmente encontró quien financiara el proyecto con un 
presupuesto de clase B. El filme se rodó en cuatro semanas, 
en 1953, y por cierto que no fue bien acogido en Estados Uni¬ 
dos, valorándosele después en Europa, como ocurrió con 
tantas películas. Lo cierto fue que el trabajo de Orson Welles, 
interpretando al ambicioso usurpador del trono de Escocia 
y dirigiendo cine desde el teatro sin dejar de hacer cine, no 
hicieron más que ratificar la dimensión de su talento. 

Y si se trataba de recibir a los maestros, por supuesto que 
John Ford tenía su lugar asegurado en nuestra planchada. 
El fugitivo (1947) fue una película algo atípica de este direc¬ 
tor. Fue otro el tono e incluso el tema, como han señalado 
algunos críticos; también la fotografía y el uso de la cáma¬ 
ra fueron distintos a los tradicionales de Ford, aunque no 
necesariamente inferiores en cuanto a calidad artísitca. El 
rostro de Flenry Fonda concentró toda la atención transmi- 
tendo la pesadumbre y la amargura de un sacerdote católico 
perseguido por el régimen político de un país latinoameri¬ 
cano que no se identifica. Pedro Armendariz y Dolores del 
Río reafirmaban el costado latino de la historia. 

Algunas opiniones han criticado como apología excesiva 
del sacerdocio esta película inspirada en El poder y la gloria, 
novela de Grahan Greene, uno de los autores británicos más 
leídos en el Penal, junto a Morris West (de origen australiano), 
Fluxley, el Durrel de Alejandría, los viajeros o colonialistas 
como Conrad y Kipling; maestros del policial como Conan 
Doyle, Chesterton, y la nunca bien ponderada Agatha Chris- 
tie; los buenos bestseller del espionaje dejohn Le Carré y los 
“anillos” de Tolkien, el lujo de tener a un inglés poco anglofilo 


87 


como George Orwell. Por supuesto que clásicos como Sha¬ 
kespeare, Fielding, Scott, Stevenson, Dickens o Wilde siem¬ 
pre estuvieron a la orden en el estante británico. 


Ayer, hoy y mañana 

Auspcioso panorama se abrió para Hollywood terminada 
la Segunda Guerra. Se batieron récods de público en las salas 
locales, el cine yanki consolidaba su capacidad de penetración 
a lo largo y ancho del planeta y tras la victoria aliada incorporó 
mercados importantes como Alemania, Italia y Japón. 

El plan se completaría con la erradicación del comunis¬ 
mo infiltrado en los estudios. Las listas negras, el Comité de 
Actividades Antinorteamericanas primero y el senador Jo- 
seph McCarthyy la caza de brujas después. Hollywood debía 
de ser una fortaleza inexpugnable en la defensa del estilo 
de vida de la gran nación. William Randolph Hearst desde la 
prensa, el productor de cinejack Warner, el magnate Howard 
Hughes, las columnistas Louella Parsony Hedda Hoper, fue¬ 
ron figuras abanderadas en la cruzada anticomunista. 

Al cine norteamericano, en definitiva, se le hacía el cam¬ 
po orégano. También nosotros, nuestro cine de planchada, 
en determinado momento pasamos a ser mercado de la 
producción de Hollywood del período comprendido entre 
1945 y 1960. Más de 60 películas vistas en el Penal de Liber¬ 
tad corresponden a esos años. 

Estamos hablando, fundamentalmente, del típico cine de 
género. Películas de cowboys, de guerra, de aventuras, po¬ 
liciales, comedias de pelaje variado; títulos que abastecie¬ 
ron la enorme cantidad de salas de cine que proliferaban en 
nuestro país en los años cincuenta y sesenta. 

Por razones familiares tuve una infancia y adolescencia 
trashumante, bastante nómade. Pero siempre tuve a mano 
alguna sala de cine donde refugiarme. Así recuerdo los cines 


88 


de Pando, el Astro y el Artigas que los domingos daban ma- 
tinées de cuatro películas y de yapa “el episodio”. Especial 
añoranza dejaron en mí el City y el Rex de Tacuarembó, en 
cuyas penumbras sentí por primera vez el cosquilleo ado¬ 
lescente por esa gurisa que se sentaba tan cerca mío. El mu¬ 
chachito y la chica de la pantalla sentados en la platea. 

Y cuánta sala montevideana. Las de estreno, todas. Y 
cines de barrio, un montón: los de 8 de Octubre, desde el 
Broadway en la Curva al Intermezzo, el Glucksman y el Ca- 
pito en La Unión; el Trafalgar y más allá el Roi y el Lutecia en 
General Flores; después, el cine Punta Gorda, el Maracaná 
en Malvín; los de Pocitos: Arizona, Rivera, Pocitos, Novelthy, 
Casablanca; más al Centro el Cordón, el Princess y el Liberty 
que sobrevivieron a la dictadura y cuando recuperé la liber¬ 
tad en 1984 abrevé en ellos, recuperando parte de la cuenta 
pendiente que con el cine guardaba. 

De fines de los sesenta imposible olvidar el cine “de ve¬ 
rano”, al aire libre, que programaba el Club Law Tenis de Ca¬ 
rrasco (a esa altura ya había entrado en decadencia el cine 
de la playa Malvín). Ponían una gran pantalla del otro lado 
de la cancha principal y en las gradas se ubicaba el públi¬ 
co. Se estilaba ir con almohadones y mantas en las noches 
frescas, noches juveniles, divertidísimas. Y un detalle nada 
menor: exhibían preestrenos. Los aventureros, Dr. Zhivago 
y Los girasoles de Rusia fueron algunos títulos disfrutados 
en aquellas noches. 

Capítulo aparte representaron las salas de películas “de 
relajo”, adonde invariablemente conducían las “rabonas” del 
liceo. Caíamos en barra al Mogador, el más requerido; tam¬ 
bién al Renacimiento y por momentos al Cine Teatro Artigas o 
al Luxor que supieron presentar programaciones “franja ver¬ 
de”. Algunas vez nos atrevimos a visitar el Hindú, cuya mala 
fama demoraba nuestra curiosidad. Fue una gran decepción: 
la pésima calidad de las películas, el mal olor y el acoso por 
parte de algunos “habitués” nos hicieron salir pronto de allí. 
Nada igualaba a la Isbaelita Sarli del Mogador. 


89 


A propósito de salas de barrio, al cine Sayago lo cono¬ 
cí en condiciones un tanto atípicas. Fue a mediados de 1971 
cuando al grupo de la organización que yo integraba le tocó 
copar este cine y difundir un mensaje revolucionario desde 
la pantalla. Una acción de propaganda del MLN muy al uso 
por entonces. Después de la vigilancia y planificación pre¬ 
vias abordamos el cine un sábado por la noche, lo que era 
decir sala llena. 

La operación se realizó sin contratiempos; en el hall había 
más público del previsto por lo que hubo que trasladar toda 
esa gente a los baños, tranquilizarlos y asegurarles que nada 
malo pasaría. El control de la boletería y de la sala de pro¬ 
yección se llevó a cabo dentro del tiempo estipulado y en la 
sala, el público, tras la imaginable sorpresa, se vio de pronto 
leyendo un slite donde se explicaba la lucha que los tupama¬ 
ros llevábamos adelante. Nos fuimos sin problemas, aunque 
debo confesar que con gusto me hubiera quedado para ver 
la película que habíamos interrumpido: de reojo vi que se 
trataba de Una Eva y dos Adanes, con Marylin Monroe, Tony 
Curtis yJack Lemon, una exquiista comedia de Billy Wilder. 

Ya en libertad, a mediados de 1984, la puesta al día a que me 
aboqué puso en mis retinas títulos largamente esperados: El 
Padrino (I y II), La naranja mecánica, Último tango en París, Pa- 
pillón, El golpe, Taxi driver, El francotirador, Apocalipsis now, 
Baile de Ilusiones, Gandhi, Cabaret, Estado de sitio, que por 
fin llegaba a Montevideo, La Patagonia rebelde, y tantos otros 
títulos que empezaban a exhibirse en las salas capitalinas. 

Pero el mayor alegrón me lo dieron Martín y el Gato -com¬ 
pañeros liberados un par de años antes que yo-, que a poco 
de salir cayeron a saludarme a mi casa y pusieron en mis 
manos una cuponera de Cinemateca por seis meses. Sabían 
cuánto significaba para mí aquel obsequio. Fue tomar contac¬ 
to con obras de Saura, Herzog, Casavettes, Fassbinder, Woody 
Alien, Kusturica, Scolla, Wajda, Solanas, Mario Camus y otros 
maestros. Una verdadera panzada de cine. 


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Trenes al Oeste 


Como la mayoría de los gurises de mi época mis primeras 
lecturas se focalizaron en las revistas de historietas. Que mi 
madre me leyera libros infantiles cuando yo era muy peque¬ 
ño (de la colección Robin Hood, la saga de Bomba, Salgan, 
El Príncipe Valiente, etcétera) estimuló seguramente mi afic¬ 
ción por la lectura de aventuras. Mis preferidos en las revis¬ 
tas eran cowboys, cuyas andanzas luego reproducía en mis 
juegos. El Llanero Solitario era mi número uno, colecciona¬ 
ba y cuidaba celosamente ejemplares de años; por supuesto 
Roy Rogers, Gene Autry, Red Ryder, Hopalong Cassidy, pero 
también Supennan, Tarzán, La pequeña Lulú, Lorenzo y Pe¬ 
pita, La zorra y el cuervo, Archie... ¡todas! 

Después fue el turno de las “novelitas”; no diré que me 
leí enterito a Don MarcialLafuente (como el Curro de Serrat) 
pero doy fe que abundaron; pasé por Zane Grey, Fenimore 
Cooper, hasta que dejé el oeste y me sumergí en las poli¬ 
ciales: la editorial Tor presentaba un vasto repertorio de Mr. 
Reeder, un excéntrico detective veterano que trabajaba con 
el Scotald Yard; luego fui largamente cautivo de doña Aga- 
tha Christie, algo de Periy Masón, Simenón, Cárter Dickson, 
y supongo que con la llegada de la televisión a los hogares 
empezó otra historia de imaginación y fantasía adolescente. 
Con la novela policíaca me despaché a piacere en el Penal 
con la Colección del Séptimo Círculo. 

Pero volviendo al cine que nos ocupa, algunos historia¬ 
dores coinciden en considerar la conquista del oeste como 
la gran epopeya norteamericana del siglo XIX. Ya nos hemos 
referido en páginas anteriores al OK Corral de John Ford, 
punto fuerte en la narrativa del western. 

Fa primera película de vaqueros que llegó al Penal, a fines 
de 1973, fue un título archiconocido por la gurisada de los 
viejos cines de barrio. Fue todo un reencuentro con la infan¬ 
cia El Tren de las 3y 10 a Yuma (1957), donde el sheriff Glenn 


91 


Ford debía trasladar en tren al malvado Van Helfin mientras 
la banda de este se aprestaba a rescatar a su jefe. 

Delmer Daves, su director, pronto se haría presente con 
otro clásico del oeste que fue reconocido como de los pri¬ 
meros en tratar la cuestión indígena durante la conquista 
del oeste. La ñecha rota (1950) profundiza la relación dia- 
loguista entre el explorador James Steward y Cochise, jefe 
apache interpretado por Jeff Chandler. La pipa de la paz se 
vio interrumpida porque el ala radical mezcalera liderada 
por Gerónimo no estaba dispuesta a tranzar con los cara pᬠ
lidas. Ni qué decir que la platea de la planchada tomaba de¬ 
cidido partido por Gerónimo. Hinchas del bando perdedor, 
siempre. Y a mucha honra. 

La tercera de Delmer Daves no le fue en saga a las ante¬ 
riores. El árbol de la horca (1959) sitúa la acción en otro es¬ 
cenario afín al western: el de la fiebre del oro. Pero también 
dio paso a la figura consular de Gary Cooper, en la ocasión 
fungiendo de médico de oscuro pasado, hábil con las pis¬ 
tolas y jugador de póquer consumado. Sobreviviente de un 
asalto a la diligencia, la bella María Schell es socorrida y, ob¬ 
viamente, seducida por el encanto del galeno quien tendrá 
que vérselas con nenes como el carismático Karl Malden y 
el impetuoso George Scott. Como manda la regla: hay que 
desenfundar primero. 

Pero si de reflotar clásicos del oeste se trataba ningún tí¬ 
tulo podía empardar el impacto de A la hora señalada (1952), 
western y pico, si los hay. Gary Cooper en pleno rol de justi¬ 
ciero, reflexivo y sensible. Abandona su labor como sheriff 
del pueblo para irse a una vida tranquila junto a su esposa 
cuáquera, la bonitilla Grace Kelly. Cuando se entera que el 
criminal que mandó a prisión está libre y llega en el tren del 
mediodía en busca de venganza, el sheriff se vuelve a colgar 
la estrella en el chaleco pero mira a su alrededor y está más 
solo que el uno, ni siquiera su esposa se pone de su lado. 
Solo la prostituta del saloon, la sensual Katyjurado, está dis¬ 
puesta a darle una mano al atormentado comisario. 


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El director Fred Zinneman manejó en tiempo real (o casi) 
el desarrollo de la historia. Se ha dicho que La hora señalada 
cumple las tres unidades básicas del cine: tiempo, lugar, ac¬ 
ción. El tema musical de Dimitri Tiomkin es un clásico entre 
las bandas sonoras del cine. 

En pleno estreno de esta película, su guionista Cari Fo- 
reman acusado de comunista declaraba ante el famoso tri¬ 
bunal. Se ha interpretado que la soledad del sheriff es una 
alegoría acerca de la cobardía y la soledad que campeó en 
el Elollywood de la lista negra. Digamos también que Gary 
Cooper, si bien no estuvo en primera línea como John Way- 
ne o Ronald Reagan (para no salir del rodeo), en su momen¬ 
to se proclamó firme defensor de la cruzada anticomunista 
lanzada. Las cosas en su lugar. 


Chupen giles 

Gary Cooper seguiría siendo el cowboy por excelencia en 
nuestra pantalla: Dallas, Ciudad fronteriza, Tambores dis¬ 
tantes y Springñeld Rifle, títulos menores de comienzos de 
los cincuenta, dieron prueba de ello. En las antípodas del 
solitario frente a los malos, estuvo el superjusticiero John 
Wayne como sheriff en Río bravo (1959), dirigido por Howard 
Hawks. Buen western, pero no había caso: John Wayne era 
persona no grata en la planchada. Ya teníamos bastante con 
los héroes patrióticos locales. 

También de los zaparrastrosos confederados el western 
reclutó personajes, generalmente siniestros, perdedores de 
la Guerra de Secesión. Cielo Amarillo, de William Wellman, 
tuvo a Gregory Peck al frente de la pandilla, a Anne Baxter 
como partenaire y a Richard Widmark como tipo de poco 
fiar. El propio Gregoy Peck fue capitán de la Unión, defen¬ 
diendo el fuerte de los ataques apaches y con problemas in¬ 
ternos en su tropa, en Sólo los Valientes, de Gordon Douglas. 


93 


Raoul Walsh dirigió más de cien películas, la mayoría de 
aventuras y con el decorado del oeste como telón de fon¬ 
do. En El camino de la horca Kirk Douglas es un sheriff que 
debe conducir a un prisionero acusado de asesinato para ser 
juzgado y ahorcado. En el camino se suma la hija del acu¬ 
sado, Virginia Mayo, que dividirá afectos entre su padre y 
el comisario. Acción, drama, romance, paisajes típicos del 
oeste, una interminable y disftutable cabalgata. 

Fue una pena que Alan Ladd no llegara a la planchada 
con Shane el desconocido, cuya novela homónima de Jack 
Schaefer era una perlita literaria, por buena y por chiquita, 
disponible en la Biblioteca del Penal. Pero sí tuvimos que 
bancarnos al petizo compadre de Alan Ladd en La gran tie¬ 
rra y en la Montaña roja. Y hablando de cowboy petizos a 
los que no les faltó trabajo en películas de clase B estuvo 
Randolph Scott, presencia obligada en las matinées que no 
pudo evitar la planchada: Colt 45 y Los desesperados, junto 
a Glenn Ford, donde el director Charles Vidor demostró que 
el western no era lo suyo. 

Pero la frutilla sobre la gran torta del cine de cowboys la 
saboreamos en noviembre de 1980. Una verdadera picardía 
política de nuestros carceleros. 

Cualquiera puede imaginar la sorpresa que nos llevamos 
cuando nos acomodamos sobre la cobija, se apagaron las 
luces y sobre la pantalla, con el título La larga sombra apa¬ 
recieron los nombres de los protagonistas: ¡Ronald Reagan 
y Nancy Smith! Se trataba de un episodio para televisión de 
1961, dirigido por Bud Boetticher, que recreaba la serie del 
autor Zane Grey, un especialista en temas del oeste. 

El domingo anterior Reagan le había ganado a Jimmy Cár¬ 
ter las elecciones en Estados Unidos y los militares uruguayos 
tiraban cohetes de festejo mientras nosotros no podíamos 
dejar de suponer lo que aquello significaba: “cana para rato”. 
Tras la sorpresa inicial no tuvimos menos que largar una es¬ 
tentórea carcajada cuando vimos de qué trataba el programa 


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de aquella noche. Una broma pesada de nuestros carceleros 
a la que, nobleza obliga, debe reconocérsele una cuota de 
sutileza poco frecuente de su parte. Chupen giles, sentimos 
que nos decían. 


95 



Capítulo 5 


Lista negra, cine negro 

El policial es el género más antiguo y perdurable del cine 
norteamericano, desde su comienzo hasta nuestros días. 

Fue también género literario de consumo permanente en 
el Penal de Libertad. Una buena novela policial podía atrapar 
nuestras mentes y abstraemos por algún rato del entorno. 
Los autores preferidos fueron Dashiel Hammet, Raymond 
Chandler, Wiliam Irish -tan emparentados al cine-, la co¬ 
lección del Séptimo Círculo o sagas como las de Simenón o 
la inefable Agatha Christie que podían llegar a ser alternati¬ 
vas en épocas de escasez literaria, que por cierto las hubo. 

Nuestra pantalla dio refugio a un buen número de títu¬ 
los del cine policial norteamericano de los años cincuenta y 
sesenta, imbuidos, los más, por el clima de persecución y el 
macarthismo. 

El director norteamericano Jules Dassin abandonó su 
país cuando su nombre apareció en la lista negra. Antes de 
desembarcarar en Francia donde realizaría Rififfí recaló en 
Inglaterra y para Centhury Fox dirigió en 1950 Noche en la 
ciudad (conocida también como Siniestra obsesión). Película 
típicamente negra donde pudimos ver al Richard Widmarck 
que siempre vimos en el cine policial, nunca del lado de la 
ley y capaz de clavarte una sevillana en la ingle sin perder su 
sonrisa angelical. 

Edward Dmytryk fue uno de los “diez de Hollywood”, la pri¬ 
mera lista negra de personas vinculadas al cine acusadas de 
comunistas. En 1950 se negó a responderlas preguntas del CAA 
y estuvo seis meses encarcelado. Salió de la prisión, no encon¬ 
tró trabajo y optó por presentarse nuevamente ante el Comité. 
Esta vez mostró su arrepentimiento y aportó 26 nombres de 
comunistas con los que había estado vinculado. Terminó yén¬ 
dose a Europa donde prosiguió su carrera como director. 


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Antes, en 1947, había dirigido Encrucijada de odios, pelí¬ 
cula policial donde evidenciaba problemas latentes en la so¬ 
ciedad norteamericana, como el antisemitismo, por lo que 
fue tildada de película procomunista en momentos en que 
la caza de brujas entraba a escena. El elenco de los tres Ro- 
berts se hizo presente esa noche en la planchada: Mitchum, 
Ryan y Young. 

A Humphrey Boggart, actor arquetipo de cine negro, lo 
agarramos en el último filme de su carrera, La caída de un 
Idolo, dirigida por Mark Robson en 1956. Se trata de un pe¬ 
riodista deportivo con poco trabajo que se adentra en el os¬ 
curo negocio del boxeo a instancias del inescrupoloso Rod 
Steiger, para lanzar a una falsa estrella del boxeo que será 
demolido por el campeón, sin remedio. A otro que le calzaba 
perfecto el cine negro era James Cagney, gángster por ex¬ 
celencia en decenas de filmes. Lo vimos hacer de psicópata 
condenado a cadena perpetua que escapa de la cárcel para 
volver a lo suyo, en Kiss tomorrowgoodbye, arbitrariamente 
traducida como Corazón de hielo. Fue dirigida por Gordon 
Douglas en 1950. 

Mike Hammer se ganó un lugar como detective por su 
dureza a la hora de actuar. Fue protagonizado por el actor 
Ralph Meeker en Bésame mortalmente (o Beso mortal, 1955) 
y dirigido por Robert Aldrich, un experto en filmes de cru¬ 
da violencia. Luego de recoger a una asustada muchacha en 
una carretera, no puede evitar que la torturen y asesinen los 
matones que la perseguían. De milagro salva su vida, lo que 
le permite emprender la cacería. Cine negro en estado puro. 

Charles Laughton fue director de una sola película. El fra¬ 
caso inicial en 1955 de La noche del cazadorle impidió seguir 
adelante aunque después obtendría amplio reconocimien¬ 
to. Inquietante hasta el sobresalto, este filme presentaba al 
sarcástico Robert Mitchum como perverso predicador que 
persigue a dos niños en procura del dinero escondido en la 
muñeca de la hija de un ex compañero de celda condenado a 


98 


muerte. Truculencia total que dejaba en aquel público dos en¬ 
señanzas: nunca escondas dinero dentro de la muñeca de tu 
hija, y en caso de hacerlo jamás se lo confíes a tu compañero 
de celda (menos si te toca compartirla con Robert Mitchum). 


Aquel Sargento Saunders 

“A último momento siempre es un pelotón de soldados el 
que salva la civilización” rezaba una gran leyenda estampada 
en la guardia, punto obligado de pasaje para ingresar o salir del 
celdario. Imposible no grabarse a fuego aquel mensaje desti¬ 
nado tanto a mamelucos grises como a uniformes verdes. 

A decir verdad no nos gustaban demasiado las pelícu¬ 
las de soldados. No vale la pena explicar por qué. De todos 
modos no fue tanto el cine “de guerra” presente en nuestra 
pantalla. Eso sí, teníamos en nuestro haber horas y horas de 
Combate, de sargento Saunders (Vik Morrow) y de teniente 
Hanley (Rick Jason), cita obligada de los miércoles de noche 
frente a los televisores en blanco y negro de los años sesenta. 

Nadie como el escritor alemán Erich Maria Remarque 
para llevar al libro los horrores de la Primera Guerra Mundial; 
Sin novedad en el frente describe la crudeza de la guerra de 
trincheras, un título muy solicitado en la Biblioteca del Penal. 

El cine bélico como género de consumo masivo fue uti¬ 
lizado con fines propagandísticos, realzando el concepto de 
la gesta salvadora de los soldados norteamericanos en la Se¬ 
gunda Guerra Mundial. No obstante, al cine de planchada 
llegaron algunos títulos meritorios del género. 

Fue el caso de The story of G.I. Joe, nombre proveniente 
del comic, titulada en español como También somos seres 
humanos. Dirigida por William Wellman en 1950, con Robert 
Mitchum al frente de un pelotón de infantería que desembar¬ 
ca en Sicilia y avanza hacia Roma, correlato periodístico a car¬ 
go de Burgess Meredith incluido. Una mirada cruda, realista, 
sin panfletos ni heroísmos hicieron verosímil esta película. 


99 


Hollywood creó la leyenda de Rommel como paradigma 
del sentido del honor militar. La película El zorro del de¬ 
sierto (1951), dirigida por Henry Hathaway, con James Masón 
como Rommel, contribuyó y mucho en la construcción del 
mito del “mariscal bueno”. 

En 2012, 68 años después, desde la propia Alemania y 
desde el cine mismo, la película Rommel, de Nico Hoffman, 
desmitifica la aureola de honor que revisitió la figura del 
mariscal. No obstante, se identifica a Rommel como militar 
que siempre acataba una orden superior, incluida la píldora 
de cianuro que se le ordenó ingerir en 1944, luego del aten¬ 
tado contra Hitler en el que se le atribuyó complicidad. 

El revisionismo en determinadas circunstancias llega a 
ser inevitable, cuando no imprescindible. En una publica¬ 
ción alemana de estos tiempos se formula la interrogante: 
¿en algún momento será posible reveer el nombre de doce 
calles de sendas ciudades de Alemania (que mantienen el 
nombre de Rommel en alto) así como los emblemas que os¬ 
tentan algunos cuarteles del actual ejército germano? Se su¬ 
pone que sí, aunque el viejo “zorro del desierto” a esta altura 
más debe vivir por viejo que por zorro... 

Amor y guerra se mostró como fórmula apropiada para 
el público norteamericano que veía como sus muchachos 
marchaban en defensa de la civilización por tierra, aire y 
mar. Precisamente, por las aguas del Atlántico norte sur¬ 
có el submarino de Tiburones de acero (1943), en busca de 
un navio alemán camuflado que espiaba los movimientos 
de la marina yanki. Archie Mayo dirigió esta típica película 
de propaganda donde Tyronne Power y Dana Andrews, co¬ 
mandante y teniente del “tiburón”, se disputaban el cariño 
de una Anne Baxter afecta a los uniformes navales. Combi¬ 
nación perfecta al servicio de la causa. 

También por aire, claro. El cine bélico de Hollywood 
abundó en las proezas de la Air Forcé posteriores a Pearl 
Harbor. Inñerno en las nubes (1951), de Nicholas Ray, de- 


100 


mostraba cómo la rivalidad entre dos pilotos (esta vez sin 
dama de por medio, pura competencia profesional) pasaba 
a segundo plano a la hora de enfrentar a los cazas japoneses. 
John Wayne y Robert Ryan prueban cuánto el amor a la pa¬ 
tria fortalece la moral del soldado. 

Y por supuesto que no podíamos de rendir homenaje al 
clásico pelotón de marines que en extrema demostración de 
heroísmo va a la lucha cuerpo a cuerpo, esta vez contra los 
guerreros nipones que guardan celosamente una base de co¬ 
hetes en una isla del Pacífico. Hasta el último hombre (1951), 
de Lewis Milestone, contó con nutrido elenco encabezado por 
Richard Widmark, Jack Palance y Karl Malden, entre otros. 

Pero por favor, basta de soldados foráneos. Ninguno 
como los nuestros. 


Rita y el pirata 

El género denominado “de aventuras” -o de “acción”- es 
como una de esas carpetas donde uno guarda el material 
que no corresponde a ningún otro archivo. Y vaya si Ho¬ 
llywood cortó tela para este vestuario. Con variada suerte 
nuestros ojos se dejaron invadir por lo que la meca del cine 
había destinado a nuestra planchada. 

Se la llamó en España Fuego escondido pero a nuestra 
sala llegó con un título más sugestivo: Hay fuego en tus la¬ 
bios. En esta película de 1957, dirigida por Robert Parrish, 
Robert Mitchum y Jack Lemmon son dos amigos propieta¬ 
rios de un pequeño barco que navega por el Caribe y en el 
que nunca falta el alcohol. Ambos acceden a transportar a 
una hermosísima mujer que no tiene pasaporte pero sobra¬ 
dos atractivos como para no dejarla en el muelle. Y pasa lo 
inevitable, ambos se endulzan de ella, la rivalidad primero y 
la enemistad después enciende las llamas. ¡Cómo evitarlo si 
se trataba nada menos que de Rita Hayworth! Volvimos a la 


IOI 


celda sin saber si el fuego que incendió el barco provino de 
un descuido o de aquella boca ardiente... En realidad sí sa¬ 
bíamos. Gracias Rita Hayworth por visitarnos aquella noche. 

Aventura y drama se dan la mano en La montaña siniestra 
(1956) dirigida por Edward Dmytrik. Spencer Tracy, experto 
guía de montaña, hombre bueno a carta cabal que se deja 
convencer por su hermano, el inescrupuloso Robert Wag- 
ner, que se propone robar las pertenencias de los pasajeros 
muertos de un avión estrellado en los Alpes franceses. Per¬ 
sonalidades y psicologías contrapuestas, en constante cho¬ 
que, tratadas con cierto esquematismo (Abel versus Caín) 
donde destacó la enorme capacidad actoral del veterano y 
consagrado Spencer Tracy. Más provechoso fue leer la histo¬ 
ria en la novela homónima del francés Elenri Toyat. 

Pero si de palpitar aventuras se trataba, nada más indi¬ 
cado que volver en el tiempo a las viejas salas de barrio. Allí 
estaba, esplendoroso en nuestra sala de planchada uno de 
los aventureros más célebres de la pantalla de los años cin¬ 
cuenta y sesenta. El pirata hidalgo, todo un clásico del cine 
de piratas a cargo del director Robert Siodmak, presentaba 
a un Burt Lancaster exultante, haciendo gala de su destreza 
acrobática adqurida en su pasado circense, complementán¬ 
dose a las mil maravillas con su amigo mudo, el actor Nick 
Cravat. Simpático, divertido, burlón, desairando a los inva¬ 
sores ingleses y aliándose a los independentistas de una isla 
caribeña, el pirata de Burt Lancaster es un punto de con¬ 
tinuidad en el género, desde Douglas Fairbanks en el cine 
mudo, pasando por Erroll Flynn en los años treinta hasta el 
Johnny Depp de Piratas del Caribe de nuestros días. 

Poco antes, la dupla Lancaster-Cravat habían protagonizdo 
El halcón y la flecha, de Jacques Tourneur, aventura medieval 
de insurrección popular contra un tirano señor feudal, en tono 
de héroes y villanos. Seguramente esta película en su momen¬ 
to abrió el camino para la llegada del filibustero, del mismo 
modo que anticipó su desembarco en nuestra pantalla. 


102 


Carusito dejá dormir 


También la comedia, género norteamericano por exce¬ 
lencia, se hizo presente en nuestra planchada con algunos 
títulos representativos del período reseñado. 

Uno de ellos fue la Lili de 1953, de Charles Walters, co¬ 
media musical, romántica, por momentos dramática. La en¬ 
trañable Leslie Carón es una joven ingenua de 16 años, sola, 
desamparada, que va a parar a un circo donde descubre el 
mundo de los afectos y las emociones, la esperanza y el des¬ 
encanto, la alegría y el dolor. El prestidigitador, el ventrílo¬ 
cuo, el mago, pasarán de una u otra forma por su corazón, 
pero sus verdaderos amigos serán los títeres a los que confía 
sus sentimientos. “Hi-Lilí, Eli Lo” fue el tema musical que 
inmortalizó la ternura de Lili, por más que en mis oídos in¬ 
fantiles perduraba como “ay Lili, ay Lili, ay lo”... 

Vivir de Ilusión (1962) es una película musical proveniente 
de Broadway, de la exitosa obra The music man, que cuenta 
con Robert Preston y Shirley Jones en los roles centrales. La 
anécdota trata de un charlatán embustero que se dedica a 
engañar gente de pueblos pequeños a la que le saca dinero 
para falsos proyectos musicales. El director Mortin da Cos¬ 
ta Preston y buena parte del elenco participaron de la obra 
teatral y aceptaron llevarla al cine cuidando celosamente la 
fidelidad original, medida muy atinada por cierto, ya que el 
productor Jack Warner no tenía pruritos en meter manos y 
acomodarlos guiones a su antojo si le parecía más rentable. 

Richard Thorpe llevó a la pantalla El gran Caruso en 1951, 
que cuenta la vida del gran tenor italiano que pasó de cantor 
callejero a primera figura en el mundo internacional de la 
ópera. Mario Lanza interperta a Enrico Caruso; la película 
está basada en dos libros escritos por la esposa del tenor. 
No sé si por nuestra incultura, no sé si por el volumen alto 
del sonido, lo cierto fue que con el vozarrón de Mario Lanza 
costaba conciliar el sueño en las celdas. Desde una de ellas, 


103 


con la película ya avanzada, de pronto se oyó un grito que 
reivindicaba el deseo de muchos: “¡Carusito, gritás más que 
Tarzán... déjanos dormir!” 

Comedia musical de un amor imposible, El Rey y yo (1956), 
de Walter Lang, versa sobre una institutriz británica que a 
fines del siglo XIX llega al reinado de Siam para educar a los 
hijos del monarca. Yul Brynner y Déborah Kerr entablarán 
un permanente choque cultural acerca de costumbres, tra¬ 
diciones ancestrales y modales en torno a la educación de 
los hijos del rey. Intentan zanjar diferencias por la vía del ro¬ 
mance pero este tampoco prospera, por más que final feliz 
se cumple religiosamente. 

Pero la comedia americana no hubiera pasado por nues¬ 
tra sala si no hubiésemos visto La vida secreta de Walter Mitty 
(1947), de Normand Mac Leod. Una deleitable película donde 
Danny Kaye es Walter Mitty, un joven de poco carácter que su¬ 
fre los efectos de su madre mandona, sobreprotectora, y de su 
aburrido trabajo como escritor de novelas baratas. Para evitar 
el suicidio Mitty se escapa, evade su mente hacia fantasiosas 
historias donde logra ser el héroe que no es en la vida real. 

Así, es vaquero en el saloon, soldado en el frente, marino 
de los siete mares (como el pirata cojo de Joaquín Sabina). 
Su momento de gloria llega cuando la bella Virginia Mayo 
perseguida por una banda de ladrones de joyas se introduce 
en su sueño pidiendo socorro. Divertida, ágil, bien narrada. 
Y un punto a favor del género: casi todas las comedias eran 
copias en color. Hasta el león de la Metro lucía más vistoso. 


Los caminos de la vida 

En marzo del '74 había llegado a nuestro cine el primer 
largometraje en colores. El hombre del traje gris (1956), de 
Nunnalyjohnson, fue en su momento éxito de taquilla. Tra¬ 
ta sobre el estilo de vida de un hogar medio norteamericano, 


104 


la presión social que ejerce el modelo de cómo debe vivir y 
comportarse una familia que se precie de vivir en esa so¬ 
ciedad. El mito de la prosperidad, la carrera por el éxito, el 
consumo como equivalente del bienestar, en fin... Lo cierto 
es que el pobre Gergory Peck parece no dar pie con bola 
para alcanzar el estatus pretendido por una esposa exigente 
como Jennifer Jones. Cosas del american wayoflife. 

La obra teatral de Clifford Odets llevada al cine por Ro- 
bert Aldrich fue todo un desafío para el cineasta. Intimida¬ 
des de una estrella (1955) se mete con los entretelones de los 
estudios cinematográficos y no precisamente para destacar 
su pulcritud. Esta película pone en evidencia la manipula¬ 
ción que pueden hacer los dueños del cine con los actores y 
demás subordinados. En este caso, Jack Palance es un joven 
actor que aspira a representar papeles de un cine de calidad, 
pero el productor, Rod Steiger, ejerce chantaje sobre el actor 
para que realice las películas que los estudios le indiquen. 
Destacan en el elenco Ida Lupino y Shelley Winters. Cine 
dentro del cine, cine fuerte, convincente. No tanto para los 
productores, poco afectos a que le ventilen chanchullos. Eso 
se paga, y Aldrich lo supo. 

Praderas australianas, majadas de ovejas, ambientes ru¬ 
rales y una pareja con un hijo pequeño que van de acá para 
allá sin poder afincarse en ningún lugar. Vicisitudes de una 
familia de origen irlandés donde el peso de la inestabilidad 
recae sobre Deborah Kerr, en tanto que su esposo, el soca¬ 
rrón Robert Mitchum, parece no demasiado procupado por 
la vida trashumante. Película “de familia”, amena, llevadera, 
donde el drama asoma pero no se instala. La cuota de hu¬ 
mor, de ocurrencias, de agudeza, lo pone otro veterano res¬ 
petable, Peter Ustinov, cuando se suma al grupo. Tres vidas 
errantes (1960), dirigida por Fred Zinemman, con música 
bien empastada de Dimitri Tiomkin. 

Viento salvaje (1957), de George Cukor, es un melodrama 
del medio oeste norteamericano al que algunos críticos le 


105 


adjudican cierta impronta neorrealista. Anthony Quinn es 
un hacendado que queda viudo y se refugia bajo el regazo de 
su cuñada, Anna Magnani. Pero el hombre no puede olvidar 
a su difunta esposa, lo que hace que ella se refugie en brazos 
de Tony Franciosa, el hijo del hacendado. Todo en familia. 

Otro melodrama de hacendados fue El rey del tabaco 
(1950), de Michael Curtiz, donde Gary Cooper es un joven 
ambicioso que tras heredar un dinero regresa a su lugar de 
Carolina del Norte dispuesto a desafiar al magnate de las 
plantaciones, quien lo expulsara del pueblo años atrás por 
arrastrarle el ala a su hija. Pero el tiempo transcurrió, los 
sentimientos cambiaron y el consuelo el joven lo encuentra 
entre los brazos de Lauren Bacall, regenta del prostíbulo del 
pueblo. No se conforma el que no quiere. 


Ojos de Ava 

Si el director Henry King intentó una biografía de Ernest 
Hemingway con Las nieves del Kilimanjaro (1952), debe con¬ 
cluirse que el resultado fue magro. La película entretiene, 
cuenta con buen elenco, mantiene cierta tensión, pero no 
logra trascender el tono de melodrama en torno a los con¬ 
flictos sentimentales del protagonista. Ahí está Gregory Peck 
en la selva africana, con una pierna casi gangrenada, espe¬ 
rando socorro junto a su esposa, Susan Hayward. Sus recuer¬ 
dos febriles le remiten a los días de París junto al amor de su 
vida, Ava Gardner. Resultan escasas y triviales las referencia 
al Hemingway de la guerra civil española, su pasión por los 
toros, la bohemia parisina y todas las circunstancias de vida 
que hicieron de su existencia una aventura apasionante. 

Para colmo la película cierra con un final feliz, contrario a 
lo que plasmara el escritor en su libro. Eso sí, debemos agra¬ 
decerle al director los primeros planos de los ojos de Ava 
Gardner. Esa mirada perduraba, se iba con uno a la celda, 
trepaba a la cucheta y allí se instalaba. 


106 


En medio de tanto cliché hollywoodense, de pronto un 
cambio de frente y en la pantalla El pequeño fugitivo (1953), 
película precursora del cine independiente norteamericano. 
Su dirección fue compartida por Morris Engel, Ray Ashley y 
Ruth Orkin, quienes cuentan la peripecia de un niño a quien 
sus amigos le han hecho creer que ha cometido un crimen. 
Convencido de ser culpable se refugia en el parque de Co- 
ney Island, donde comienza una nueva vida de aventuras y 
sorpresas. Filmada en exteriores, sencilla por donde se la 
mire, reboza ternura, inocencia, de manera similar a lo que 
obtuvieron algunos títulos del neorrealismo italiano. El pro¬ 
pio Francois Truffaut llegó a decir que la nouvelle vague no 
habría sido posible sin esta película. Tomá pa' vos. 


Ella debe estar tan linda 

Rita Hayworth, Ava Gardner, Anouk Aimée, Anna Karina, 
Jeanne Moreau, Sofía Loren, Gina Lollodobrígida, Ursula An- 
dress y tantas otras: mujeres de celulosa pero mujeres al fin. 
El cine de planchada mantenía viva en nosotros la imagen 
de la mujer. En un universo masculino “por unanimidad”, 
machista por antonomasia, la presencia femenina bajaba 
de la pantalla, tomaba forma, dejaba de ser recuerdo, ima¬ 
ginación, abstracción, para convertirse en fantasía viviente 
con estimable frecuencia. Sin darnos cuenta, desde el cine 
la imagen de la mujer perduraba en nuestra percepción, se 
mantenía “tangible” de alguna manera. 

La cuestión sexual en la vida de los reclusos del Penal de 
Libertad nunca fue factor que promoviera alteraciones de 
conducta ni distorsiones en el relacionamiento. Una con¬ 
ducta firme, rígida, que venía de la formación militante por 
un lado, y de los prejuicios universales por otro. Éramos pre¬ 
sos políticos y el comportamiento, también en la cárcel, de¬ 
bía estar a la altura. 


107 


Sin mucho rigor científico me atrevo a concluir que otro 
factor interactuaba con los anteriores: luego de dos o tres 
años de prisión el organismo como que se va a adaptando 
a las limitaciones de aquella vida; en una perspectiva de 
encierro a largo plazo, pareciere que la mente y el cuerpo 
asimilan las restricciones y se ajustan a las condiciones del 
medio. Si bien la pulsión sexual no desaparece, parece re¬ 
plegarse a una zona de “baja intensidad”, por decirlo de al¬ 
guna manera. Dicho esto muy en general, claro está, sin evi¬ 
dencia científica alguna. 

En épocas de apretes y “sancionismos” las autoridades del 
Penal "descubrían" situaciones de homosexualidad y las casti¬ 
gaban como tales, de la misma manera que inventaban faltas 
graves con sanciones a rigor por motivos que nunca existie¬ 
ron. Parecía ser uno de los Ítems sancionatorios que cada tan¬ 
to debían cumplirse. Lo que no equivale a descartar la exis¬ 
tencia de indicios de homosexualidad dentro de un colectivo 
masculino, numeroso y culturalmente heterogéneo, por más 
que la disciplina y la auto represión imponían las normas. 

En 1977, en pleno sancionismo, a mí y al Chueco nos tocó 
en suerte marchar a “la isla” por “atentar contra la moral y 
las buenas costumbres”. Una dura sanción de 90 días que 
hubo que sobrellevar. Unos meses antes había estado en ca¬ 
labozo por tener material subversivo en la celda. Esa vez fue 
con Juan Pablo. Durante el recreo nos requisaron la celda y 
a nuestro regreso un oficial nos interroga acerca de un ro¬ 
llo de papeles escritos, literatura marxista o subversiva que, 
según él, teníamos escondidos ¡en la pata de la cama!.... No 
había “berretín” más berreta que la pata de la cama a esa al¬ 
tura del partido. “Esos papeles los puso usted”, le dijimos al 
oficial cuando nos formuló la pregunta de rigor. Agarramos 
el colchón y marchamos a la “isla”. 


108 



Pasta legal o clandestina 


Como ya hemos anotado, en sus buenos tiempos, antes 
de la fogata que encendió el mayor Arquímedes Maciel en 
1975, la Biblioteca Central del Penal contó con unos diez mil 
ejemplares; un fabuloso tesoro bibliográfico que reunía lo 
mejor de la literatura universal y material valiosísmo sobre 
los más diversos temas. Además, en cada sector había enor¬ 
me cantidad de libros ingresados por visita que podían ir a 
parar luego a la Biblioteca Central o simplemente permane¬ 
cían en las celdas de cada piso. 

Cada sector tenía un encargado de biblioteca que inter¬ 
cambiaba los libros del piso y recogía semanalmente los pe¬ 
didos que cada uno hacía a Biblioteca Central y los distribuía 
cuando estos llegaban. En los sectores circulaba el catálogo, 
un elemento fundamental que registraba el material dispo¬ 
nible en la Biblioteca Central, donde cada libro, al igual que 
nosotros, tenía en su lomo el número que lo identificaba. 

Cada uno anotaba varios números en una ficha de car¬ 
tón con casilleros, en un orden que indicaba las prioridades 
del pedido: si no estaba disponible el primero de la ficha, te 
mandaban el siguiente y sino el otro, y así. Algo siempre te 
llegaba, y si era el primero de la lista, tanto mejor. Cada pe¬ 
dido era como jugar a la Quiniela; la incógnita de qué libro 
de la ficha te tocaría se asemejaba a mirar el pizarrón y ver si 
algún número de tu boleta había salido. 

Recuerdo que durante años tuve anotados en primer y 
segundo lugar dos novelas históricas cuyos ejemplares úni¬ 
cos eran muy solicitados por los compañeros: La pared -so¬ 
bre la resistencia en el gueto de Varsovia, narrada de ma¬ 
nera más sobria y rigurosa que lo que hicera León Uris en 
Mila 18- y Los gladiadores, del judío húngaro Arthur Koest- 
ler, donde describe la peripecia de Espartaco con enfoque 
político-ideológico diferente al del norteamericano Eloward 
Fast. Los esperé mucho, pero ambos ejemplares por fin lle¬ 
garon a mis manos: poco menos que sacar la grande. 


En realidad, si la memoria no me traiciona La pared era 
un nombre “trucho” (no recuerdo si alguna vez supe el título 
verdadero y el nombre del autor). Ocurría que en el afán de 
conservar determinados libros, que por su contenido podían 
ser presa fácil de la censura, aveces eran camuflados por los 
presos para que lucieran inocentes a simple vista; cambiarle 
las tapas, el nombre del autor o hasta encuadernarlos por 
compañeros expertos en esos menesteres. Así sobrevivieron 
unos cuantos ejemplares a lo largo de los años. 

Otros títulos antiguos que abordaban temáticas históri¬ 
cas, políticas, que acaparaban nuestra atención, no se salva¬ 
ron de la quema. Pude leer a tiempo, por ejemplo, dos no¬ 
velas históricas muy requeridas en la planchada: La noche 
quedó atrás, del alemán Jan Valtin, que fungió como agente 
soviético en el período de entreguerras europeo en la ac¬ 
ción del movimiento comunista internacional y luego como 
agente doble infiltado en el nazismo. A otro alemán, Bruno 
Apitz, pertenece Desnudo entre lobos, que narra la peripe¬ 
cia del autor, de dilatada militancia comunista y prisionero 
de los nazis en los campos de concentración. 

En este marco histórico se inscribe la acción de La or¬ 
questa roja, escrita en 1960 por el francés Gilíes Perrault, que 
describe el funcionamiento de la red de espionaje soviética 
en Alemania y países circundantes durante la Segunda Gue¬ 
rra Mundial. Un verdadero best seller esta novela en el Penal, 
(clandestinamente, claro está); también lo fue La segunda 
muerte de Ramón Mercader, la persecución y asesintato de 
Trotski a manos del agente estanilista, narrada por el contro¬ 
vertido Jorge Semprún, miembro de la resistencia francesa, 
comunista español y disidente de la línea oficial soviética, 
entre otros oficios. También fue best seller en su momento 
el atentado a de Gaulle de El día del chacal, para no remon¬ 
tarnos al Papillón o El Padrino de Punta Carretas. No les fue 
en zaga Jean Larteguy con sus mercenarios, pretorianos y 
centuriones, la decadencia de los colonialistas franceses en 
Indochina y Argelia. Novelas que todos queríamos leer. 


no 


De las letras alemanas accedimos a autores de la talla de 
Thomas Mann, Hermann Hesse, Heinrich Boíl y Gunther 
Grass, que enriquecieron aquel capital cultural que significó 
la Biblioteca Central del Penal de Libertad. 

Procedentes de otras latitudes menos tradicionales para 
nuestro acopio literario, autores de fuste como el chino Lin 
Yutan, el griego Kazantzatkis, la austríaca Vicki Baum o los 
escandinavos MikaWaltariy Par Lagervist, fueron compañe¬ 
ros de ruta al cabo de los años. 

Otra tarea de conservación más compleja era la de copiar 
textualmente un libro y pasarlo a la clandestinidad. En pa¬ 
pel biblia u hojillas de fumar, con letra manuscrita pequeñí¬ 
sima, reduciéndo el tamaño a proporciones mínimas y así, 
encapsulado dentro de una cubierta de nailon hermética¬ 
mente cerrada podía subsistir en lugares inverosímiles. Así 
entonces, como monjes medioevales reescribiendo palimp¬ 
sestos, algunos compañeros emprendieron este fantástico 
laburo que perduró la vida de muchos textos marxistas u 
otros documentos altamente “peligrosos”. 


Generación perdida y encontrada 

Como ya hemos apuntado existió fluido diálogo entre 
cine y literatura en el Penal de Libertad. Sobre todo lo que re¬ 
fiere del cine norteamericano de posguerra que encontraba 
su equivalente literario en los estantes de libros de la cárcel. 
Fue un momento prolífico de la literatura estadounidense 
y no pocos escritores, guionistas y ensayistas jugaron en las 
dos canchas; trabajaron para los estudios de Hollywood, del 
mismo modo que obras literarias de aquel período eran lle¬ 
vadas con distinta suerte a la pantalla. 

Relación conflicitiva, tensa, por momentos agresiva y 
dolorosa, entre los escritores y el cine de aquellos días. La 
cuestión ideológica siempre sobrevolando: las ideas libera- 


III 


les o de izquierda, predominantes en el universo literario, no 
congeniaban demasiado con la visión del mundo y del país 
que los estudios cinematográficos programaban y difundían. 

La Biblioteca Central del Penal de Libertad, si bien atrave¬ 
só momentos de fuerte censura, quema de libros e incluso 
de clausura temporaria, fue una inagotable fuente de cono¬ 
cimiento de la literatura universal. De ahí que muchos títu¬ 
los del cine norteamericano que llegamos a ver en la cárcel 
se correspondió con la obra literaria de una pléyade de pres¬ 
tigiosos autores estadounidenses que tuvimos la fortuna de 
conocer y apreciar. 

A modo de ejemplo podemos citar a los escritores de 
la llamada “generación perdida”: Hemingway, Fitzgerald, 
Faulkner (prohibido increíblemente en el Penal de Libertad 
durante años), John dos Passos, Steinbeck y Erskine Cald- 
well. Autores comprometidos como Howard Fast, Sinclair 
Lewis, Upton Sinclair, Dalton Trumbo, Flarper Lee, León 
Uris, Florace Me Coy. Nombres clásicos del teatro universal 
como Arthur Miller, Eugene O'Neill o Tenessee Williams. De 
la novela negra: Dashiell Hammet, Raymond Chandler o Wi- 
lliam Irish. Otros novelistas o ensayistas de la talla de Capo¬ 
te, Norman Mailer, Flenry Miller, Baldwin, Bradbury, Updike, 
JP Donleavy. O anteriores a ellos como Melville, Poe, Mark 
Twain, Jack London o Ambrose Bierce. 

Seguramente la nómina de la literatura norteamericana 
presente en Libertad sea más extensa pero imposble olvidar 
a dos señoras, extranjeras, que mucho tuvieron que ver con 
el cine y con la literatura de su tiempo. La escritora inglesa 
Margaret Mitchell, publicó en 1936 nada menos que Lo que 
el viento se llevó, cuya versión cinematográfica se mantuvo 
por décadas como récord de taquilla y como icono del cine 
de oro de Hollywwod. Esta película no llegó a nuestra plan¬ 
chada pero sí lo hizo la extensa e interesantísima novela de 
la autora británica. Un placer tener aquel viejo libraco en las 
manos, con el plus que ocupaba semanas enteras leerlo. 


112 


El manantial, otra extensa y atrapante novela que reco¬ 
rrió las celdas en su momento. Fue publicada en 1943 y lle¬ 
vada al cine por Cecil de Mille. Se trata de un canto al in¬ 
dividualismo, al triunfo del ego sobre el corporativismo a 
través de la lucha que libra un arquitecto para imponer sus 
ideas y principios sobre las convenciones y el status quo. Su 
autora, Ayn Rand, rusa de nacimiento, llegó a Estados Uni¬ 
dos con su familia huyendo del comunismo. Luego del éxito 
de su novela fue guionista de los estudios Paramount y tuvo 
participación activa a favor de la cruzada anticomunista que 
envolvió al cine norteamericano a fines de los cuarenta. 

Lo cierto fue que en Libertad las películas y los libros por 
momentos se complementaron, congeniaron, convivieron, 
dando de sí lo que cada parte podía dar. Como en toda con¬ 
vivencia la relación fue dispar. El cine tuvo el privilegio de 
contar con los libros. Algunos libros tuvieron la fortuna de 
contar con el cine. 



Capítulo 6 


Nueva Roma 

La inyección de capitales norteamericanos le permitió al 
cine italiano despegar a comienzos de los cincuenta, alcan¬ 
zando una producción de 150 películas anuales, situándose 
entre los más sólidos de Europa. 

La fortaleza y el compromiso del neorrealismo quedaron 
atrás. Se reabrieron los estudios de Cinecitá, la democracia 
cristiana en el gobierno respaldó un tipo de cine que refleja¬ 
ra una sociedad italiana próspera y pujante que no se detu¬ 
viera en las miserias de la posguerra. 

No obstante, autores como Federico Fellini, Luchino Vis- 
conti y Michelangelo Antonioni abrieron caminos vanguar¬ 
distas abordando los conflictos de la sociedad burguesa con¬ 
temporánea. Detrás de ellos se alineó un amplio espectro de 
realizadores con ambiciones artísticas y buena factura arte¬ 
sanal. Aunque proliferó un cine “popular” sobre el que reca¬ 
yó el peso de la industria. Básicamente, este cine se bifurcó 
en dos direcciones: el género “aventuras”, coproducciones 
italo-españolas que llegarían a granel a nuestra planchada 
(al que denominamos “ciclo histórico”: macistes, kirguises, 
tártaros y otros especímenes), y por otro lado la clásica co¬ 
media “a la italiana”, costumbrista, meridional, también lla¬ 
madas “comedias de milagro” debido al contraste entre la 
Italia del norte, la del país industrializado y el avance tecno¬ 
lógico, y la del sur de la península, pobre, subdesarrollada, 
víctima de los prejucios, la ignorancia y la religión. 

Lina buena porción del cine de Libertad se nutrió de este 
género inspirado invariablemente en la infalible receta de 
“ismos”: populismo, pintoresquismo, costumbrismo y otros. 
Insinúa la crítica social pero se apoltrona en el conformis¬ 
mo. Se trataba de un cine efectista, al menos para nosotros 


115 


que nos familiarizamos fácilmente con aquellas comedias 
livianas, reideras, reiterativas, de argumentos, situaciones y 
actores previsibles. Pero hay que decirlo, un cine que diver¬ 
tía y entretenía. Y esto para el público del cine de planchada 
no era un detalle menor. 

Casi 40 títulos pertenecientes a este período del cine 
italiano recibimos en nuestra pantalla, la mayoría de ellos 
vistos en 1975 y 1976. Un período en que empezó a cambiar 
significativamente el mapa político de la población reclusa. 
Hasta ese momento la enorme mayoría de los presos pro¬ 
veníamos del movimiento tupamaro. A partir del '76 la nu¬ 
meración de los presos aumentó rápidamente con la llegada 
al Penal de compañeros del Partido Comunista, del Partido 
por la Victoria del Pueblo, de los Grupos de Acción Unifica- 
dora y de otras organizaciones más pequeñas de la izquier¬ 
da uruguaya que resistían la dictadura. Junto a ellos llegaron 
dos grandes maestros del cine y una pléyade interminable 
de comediantes. Crecía la fila de mamelucos grises y crecía 
el universo de personajes en la pantalla. De alguna manera, 
la historia de la celda se trasladaba a la pantalla. Pasaba del 
drama a la comedia. 


Un camino para dos 

Pero lo primero es lo primero. Mencionábamos a Fellini y 
a Pasolini, dos de los grandes que defenderían la calidad del 
cine italiano en la segunda mitad del siglo veinte. De Fellini 
tuvimos oportunidad de ver una de sus primeras películas, II 
bidone (El cuentero, de 1955), que se ocupa de tres inescru¬ 
pulosos que por la vía del engaño despojan a los que poco y 
nada tienen. Uno de ellos era Broderick Crawford, aquel po¬ 
licía panzón de Patrulla de Caminos en los comienzos de la 
televisión en el Uruguay. Las desavenencias internas del trío 
sobrevendrán con las demandas de una mujer. Esa mujer 


116 


era nada menos que Giulietta Masina, esposa y actriz prefe¬ 
rida de Fellini, protagonista de varias de sus grandes realiza¬ 
ciones. Con reminiscencias neorrealistas, a medio camino 
entre el drama y la comedia, este título perfilaba el rumbo 
emprendido por el director. 

Federico Fellini ya era un realizador consagrado cuando 
regresó a la planchada ejerciendo plenamente el “cine de 
autor”, contrapuesto al de la prevalencia de los productores. 
En Ocho y medio (1963), Fellini expone de manera autobio¬ 
gráfica el conflicto interior que padece como creador. Sus 
dudas, vacilaciones, incertidumbres, angustias, recuerdos, 
egoísmos, tópicos recurrentes en sus películas. Estamos ha¬ 
blando de un cine inteligente, innovador, de mucho mane¬ 
jo intelectual en la narración. Marcello Matroianni oficia de 
alter ego del director, acompañado de un elenco femenino 
que remite a sus obsesiones amorosas. Allí estaban Claudia 
Cardinale, Anouk Aimé, Sandra Milo... ¡Así cualquiera se ob¬ 
sesiona Federico! 

Cuenta el crítico compatriota Flomero Alsina Thevenet, 
que entre mucho premio obtenido cuando fue presentada 
Ocho y medio en el festival de Moscú, de los quince inte¬ 
grantes del jurado, ocho no querían darle el premio mayor 
entendiendo que la película era un ensayo del individualis¬ 
mo contrario a los principios de paz y de amistad entre las 
naciones. Fue el productor norteamericano Stanley Kramer 
quién convenció a los jurados reacios de que no podían de¬ 
jar de premiar tamaño peliculón. 

Otro título italiano de fuste que llegó a nuestra pantalla 
fue El Evangelio según San Mateo (1964), de Pierre Paolo Pa- 
solini, película en su momento tan polémica como su direc¬ 
tor. No era de extrañar que a alguien que se autodefinía mar- 
xista, ateo y homosexual en una sociedad capitalista, clerical 
y discriminadora fuera objeto de condena y excomunión. Y 
que se atreviera, además, a realizar una película sobre la vida 
de Cristo equivalía a pasaporte directo al fuego eterno. 


Y sin embargo su interpretación era tan fiel al relato ori¬ 
ginal, tan realista (o neorrealista si se prefiere), su Jesús tan 
creíble y tan terreno, que no hubo manera de someterlo a 
tribunal alguno; aún desde los púlpitos más recalcitrantes 
se pudo objetar intención alguna de desvirtuar el relato bí¬ 
blico. Claro, su Jesucristo, su María, su José, sus apóstoles, 
distaron y mucho del cine de estampitas que sobre la vida 
de Cristo se ha visto una y otra vez. 

La propia Iglesia Católica, el mismísimo Vaticano, en 1999, 
después de 35 años de su estreno reconoció que el Evangelio 
de Pasolini fue la mejor demostración cinematográfica que 
sobre Cristo hasta el momento se había hecho. Pero bueno, 
a estos reconocimientos tardíos de los pecados cometidos la 
santa iglesia ya nos tiene más que acostumbrados. 


Aparta de mi ese cáliz 

A propósito de Evangelios, el Penal de Libertad no era 
precisamente un templo religioso. Pero sí llegó a tener en 
algún momento feligreses, sacerdotes y oficios religiosos. En 
los primeros meses de 1973, en esas instancias de diálogo 
-aleatorias, informales- entre autoridades y reclusos, entre 
las comisiones de distinto pelo y color que fueron propues¬ 
tas, figuró en la agenda y fue autorizada “la comisión de cu¬ 
ras y pastores”. 

Elabía a la sazón alrededor de una decena de clérigos pre¬ 
sos provenientes de iglesias cristianas (católicos, metodistas 
y luteranos) que conformaron esa peculiar comisión. Y tras 
cartón las misas. Empezaron a celebrarse los domingos, ob¬ 
viamente, en la mismísima planchada del primer piso que 
por las noches oficiaba de sala de cine. El mismo criterio: un 
sistema de rotación de pisos para que todos tuvieran la opor¬ 
tunidad de asistir, voluntariamente, a la ceremonia religiosa. 

Como ya hemos apuntado, a los presos todo nos venía 
bien si de salir de la celda se trataba. Fue así que las cele- 


118 


braciones de misas gozaron de una concurrencia de fieles 
impensada en otras condiciones. De buenas a primera la 
conversión de militantes de izquierda formados en el “mate¬ 
rialismo ateo” la mayoría, fue, podría decirse, casi milagrosa. 
Por cierto que, dentro de la diversidad de ideas, convicciones 
y creencias existentes, en aquella variopinta población reclu- 
sa había compañeros auténticamente cristianos que concu¬ 
rrieron a aquellas misas practicando un verdadero acto de fe. 

Los curas y los pastores por su parte, se las ingeniaron 
para hacer de cada ceremonia un momento oportuno de re¬ 
flexión, de encuentro espiritual, poniendo en relieve el ca¬ 
rácter sacrificado, humilde y solidario del mensaje cristiano. 
Hay que decirlo: creyentes o no, todos quienes concurrían a 
la ceremonia guardaban el respeto y la compostura del caso. 
Tanto los sermones como los cánticos entonados se ajus¬ 
taban inteligentemente a lo que aquella extraña situación 
ameritaba. Ni hablar de que todo lo dicho o cantado era ce¬ 
losamente observado por los oficiales a cargo. 

Por supuesto que el de la eucaristía era el momento supre¬ 
mo del oficio, como en cualquier catedral, iglesia o parroquia 
del mundo. Y se comulgaba con pan y vino, como dios man¬ 
da. Un trocito de pan y un sorbito de vino que se le proporcio¬ 
naba a los sacerdotes para la ocasión. Comulgar era poco me¬ 
nos que un imperativo de la conciencia... ¡y de los sentidos! 

No es un detalle menor considerar que aquella experien¬ 
cia religiosa significó para curas y pastores de credos dife¬ 
rentes un ejercicio, tal vez inédito, de celebración ecuméni¬ 
ca, una verdadera mancomunión espiritual. 

Una anécdota. Siempre hay una anécdota capaz de ilus¬ 
trar una situación. Para la navidad de 1973 fue autorizada 
una misa de gallo especial que ocupó todo el recinto del cel- 
dario, cada piso participaba desde su planchada. Una misa 
multitudinaria podría decirse. Para la ocasión, en función 
de la cantidad de feligreses presentes, los curas disponían 
de tres damajuanas de tres litros de vino tinto cada una para 


119 


convertir en sangre de Cristo y ofrecer a los fieles. Por alguna 
razón inexplicable, pero de origen divino sin duda, fueron 
cinco (¿o eran seis?) los reclusos elegidos por el Señor. En 
un descuido de los guardias -y de los curas- nos hicimos 
de una de las damajuanitas que aguardaban en el piso, cer¬ 
ca del improvisado altar, nos “embagallamos de querusa” en 
una celda -la 5 izquierda del sector A del primer piso: hoy se 
puede dar detalles- y acompañaron desde allí aquella misa 
de gallo inolvidable. Con abundante sangre de Cristo. 

Por supuesto que los curas no demoraron en percatarse 
que una damajuana se había fugado. Pero “musarela” total. 
Claro, tuvieron que dosificar de otra manera el vino disponible 
para aquella ocasión. Que Dios los perdone, habrán pensado. 


Un conde en el tablero 

De las comisiones creadas en aquellos primeros tiempos, 
era previsible que algunas no perduraran en el tiempo. Tan¬ 
to “la escuelita” para compañeros que no habían completa¬ 
do el ciclo escolar -dictada por maestros también reclusos, 
obviamente-, así como a la comisión de curas y pastores, 
que tuvo su final apoteótico en la misa de gallo de 1973, fue¬ 
ron cesadas a fines de este año. 

También en el correr del '73 se autorizaron en los sectores 
de cada piso comisiones de ajedrez. Se organizaban torneos 
y eran permitidas tres partidas por jornada; uno de los con¬ 
tendientes oficiaba de local y el rival lo visitaba en su celda 
para disputar la partida. 

En los hechos el campeonato era lo de menos, un mero 
pretexto para “embagallarse” en otra celda, charlar y tomar 
mate con otros compañeros. Legalmente, eso sí. 

En cada sector había un encargado de la comisión de 
ajedrez que planificaba el fixture, indicaba cuáles partidas 
debían jugarse cada tarde y llevaba detallado registro de los 
resultados. Además de legal, todo prolijo. 


120 


Al encargado del ajedrez del sector A del primer piso lo 
apodamos “el Conde” en aquellos días: salía de su celda con 
la carpeta bajo el brazo y con cierto aire señorial más que 
caminar se deslizaba por la planchada. Su fisonomía, su es¬ 
tilo, recordaban a Bela Lugosi: era el Conde Drácula cuando 
anochecía y se paseaba por el castillo. 

Imposible para mí no asociarlo con aquel julepe que tuve 
de niño frente aúna pantalla de cine. Cristopher Lee encarna¬ 
ba al Drácula en la última película de aquella matinée. Me im¬ 
presionó tanto que al terminar la función corrí atemorizado 
varias cuadras hasta mi casa y aquella noche tuve pesadillas. 
Ocho o nueve años tenía por entonces y ya había contraído el 
hábito del cine. Si no había quien me acompañara iba solo. 

Pero mi peor momento dentro de una sala de cine ocurrió 
un par de años después en otra matinée de cine de barrio. En 
medio de la película me vinieron retorcijones de estómago y 
pese ala creciente necesidad de ir al baño, no quise perderme 
nada de la investigación que llevaba a cabo la señorita Mar- 
pie, a quien tanto admiré en las novelas de Agathe Christie. 
Margaret Rutheford la interpretaba notablemente: Detective 
con faldas o Detective a bordo, no recuerdo bien cuál de am¬ 
bas era la de aquella tarde. Lo cierto fue que mis intestinos no 
soportaron aquella absurda postergación y literalmente me 
cagué sentado en la butaca. Por supuesto que ni bien ocurrió 
salí disparado para el baño... ¿Para qué más detalles? 

Me perdí, obviamente, el momento magistral de la seño¬ 
rita Marple esclareciendo el caso. Del baño a la calle y de la 
calle a mi casa. Por suerte no había nadie sentado cerca mío 
en la sala. La vergüenza todavía me dura. 


Caballo fajina reina 

En casi todas las celdas había algún tablero de ajedrez y 
muchos aprendimos a mover piezas en aquellos días. Era 
una forma aconsejable de utilizarlas horas de encierro. Ade- 


121 


más del campeonato oficial se podía jugar “a distancia” con 
algún compañero de otra celda, haciéndole llegar de la ma¬ 
nera que fuera la movida correspondiente y esperar el tur¬ 
no del rival. Una partida en estas condiciones podía durar 
varios días. No era problema, había tiempo para observar 
el tablero y pensar la estrategia a seguir. Algo similar podía 
ocurrir con la celda vecina: la ventana, “el ventilador”, era un 
vehículo expeditivo para transmitir cada movida. 

En el Penal de Libertad había eximios jugadores de aje¬ 
drez. Alguno ostentaba título de campeón nacional, partíci¬ 
pe de competencias internacionales, y unos cuantos habían 
rayado a gran altura. Por eso, cuando se permitió un cam¬ 
peonato interno entre los mejores ajedrecistas se generó 
cierta expectativa. 

El Gallego Alvarez era el preso con mayor curriculum 
como ajedrecista, nacional e internacional. Todo un cam¬ 
peón que asumía esa condición a la hora de enfrentar a riva¬ 
les muy buenos, pero ninguno tanto como él. 

En el torneo que se montó en la planchada del primer 
piso, Alvarez enfrentó a varios compañeros simultáneamen¬ 
te, lo que acrecentaba su altura de imbatible. Cuando le tocó 
iniciar la partida con el Gordo Fernández, este puso el caba¬ 
llo en un lugar absolutamente atípico, una apertura insólita 
que no figuraba en ningún manual. El Gallego, un tanto des¬ 
concertado, lo miró, y con sorna le preguntó: “¿Como se lla¬ 
ma esta apertura que no conozco?” El Gordo, con la mayor 
naturalidad del mundo le respondió: “Esta apertura se llama 
‘caballo fajina reina’, ¿sabés?” Ahí el Gallego tomó conciencia 
que lo que hacía el Gordo no era otra cosa que burlarse de su 
vanidad. Hizo un gesto de molestia, no dijo nada y siguió ha¬ 
cia el tablero siguiente. Los compañeros que presenciaron 
la situación festejaron por lo bajo la ocurrencia del Gordo. 

A través de las publicaciones de actualidad que en aquel 
momento ingresaban al Penal, estábamos informados del 
publicitado “match de siglo” disputado en 1972 en Reikjavik, 


122 


Islandia, cuando el retador norteamericano Bobby Fischer le 
arrebató el título de campeón mundial de ajedrez al ruso Boris 
Spasski, poniendo fin a una prolongada supremacía soviética 
en materia de ajedrez. Luego, el joven Anatoli Karpov recupe¬ 
ró el título para su patria, en 1975, al no presentarse Fischer a 
disputar la partida final. La guerra fría en otra cancha. 


La preferida y la mejor 

En el correr de los años, aún hoy, he constatado que en 
cualquier charla ocasional de la que participen ex presos 
políticos, si se alude al cine visto en el Penal de Libertad, 
inevitablemente se termina recordando una película en par¬ 
ticular. Se suelen rememorar muchos títulos, por razones 
diversas, pero hay uno que guarda un lugar de preferencia 
en los recuerdos. Esa película se llama Los monstruos. Su 
director, Dino Risi, es considerado uno de los que mejor in¬ 
terpretó la tendencia populista de la comedia, cultivado por 
el cine italiano a fines de los cincuenta y comienzos de los 
sesenta. Risi tiene en su haber una extensa y dispar filmogra- 
fía, de la cual varios títulos recalaron en el cine de planchada. 

Los monstruos (1963) retrataba satíricamente distintos 
tipos de gente de la Italia del boom económico a través de 
veinte sketches, un formato del que la comedia italiana usó y 
abusó largamente. Ahí estaban Vittorio Gasman, Ugo Togna- 
zzi, Lando Buzzanca, Marisa Merlini y otros, en un muestreo 
de situaciones grotescas, un mosaico antológico de las debili¬ 
dades de los seres humanos sorprendidos en su cotidianidad. 

El padre que le enseña al hijo todas las trampas para sa¬ 
car ventaja en la vida; el marido que se sube a la bicicleta 
mientras en su pobre casa su mujer llorisquea por la falta 
de dinero para la salud de su hijo y llega a tiempo para pa¬ 
gar la entrada y gritar el gol de su equipo; la pareja burgue¬ 
sa viendo una escena donde los nazis fusilan a civiles pero 


123 


ellos reparan en la arquitectura del muro donde caen los fu¬ 
silados; el testigo voluntario de un asesinato al que la corte 
descalifica por las artimañas del abogado del reo; la señorita 
Sicarelli, una anciana en silla de ruedas que es arrojada a 
la piscina por dos inconscientes. O el esposo engañado que 
busca consuelo en un amigo que es con quien su mujer le 
mete cuernos... Y aquel del final: el boxeador retirado, con la 
mente abollada por los golpes al que dos “amigos" conven¬ 
cen para que suba al ring por el buen dinero de una pelea 
arreglada... “lo sonno contento”, decía Gasman en una repo- 
sera en la playa, molido por los puñetazos recibidos, cerran¬ 
do aquella galería de patéticos e inescrupulosos personajes, 
cuyas monstruosidades se volvieron poco menos que inol¬ 
vidables para el público de aquel cine. 

¿Qué hace que Los monstruos perdure en el recuerdo de 
los presos, por encima de tantas otras películas, también in¬ 
olvidables? ¿La naturaleza grotesca o bizarra bien lograda de 
sus personajes? ¿el desenlace humorístico de las situaciones? 
¿la crítica social que conllevan aquellas pequeñas historias? 
¿simplificación caricaturizada de actitudes y comportamien¬ 
tos reprobables pero reconocibles? ¿identificación con seres 
degradados social y culturalmente? Vaya uno a saberlo... 

En 1977 Dini Risi, junto Ettore Scolla y Mauro Monicelli 
lanzan Los nuevos monstruos. No llegó a nuestra planchada 
pero pude verla muchos años después, ya en libertad. Me 
alegré que entonces no la viéramos. Le hubiera jugado en 
contra a la primera versión. 

Pero seguramente haya sido II sorpasso, en 1962, el gran 
acierto cinematográfico de Dino Risi, convertida en película 
de culto a la hora de revalorizar la “comedia a la italiana”. 

Se trata de un filme de carreteras en tono de comedia, 
que progresa a instancias del marcado contraste de sus 
dos protagonistas. En tanto Vittorio Gassman es extroverti¬ 
do, fanfarrón, seductor, ganador en todas las canchas, Jean 
Louis Trintignant encarna al estudiante dubitativo, timido, 


124 


inexperiente. El encuentro casual del inicio evoluciona des¬ 
doblando apariencias y revelando otras facetas de ambos. 

Un juego inteligente, audaz, innovador por parte de Risi. 
Un auto descapotable y su emblemática bocina en pleno 
divertimento veraniego habla del consumismo imperante, 
particularmente en la pequeña burguesía lanzada en loca 
carrera por la ruta de la vida fatua y artificial que promueve 
el modelo ganador. El twist de Edoardo Vianello y la minifal¬ 
da de Catherine Spaak en la discoteca del balneario fueron 
maní con chocolate en el paladar de los presos. 

Il sorpasso fue una de las películas repetidas en la plan¬ 
chada. Cuando fue exhibida por primera vez el Negro Richard 
estaba sancionado y no pudo verla. Lo lamentó consciente de 
que se había perdido algo que valía la pena, pero bueno, eran 
las reglas del juego. Tiempo después, cuando se supo que 
II sorpasso volvía a la planchada, Richard fue advertido por 
el Conejo: “ Negro, mirá que esta vez no te la podés perder, 
cuidate”. Extremó precauciones, hizo todo lo posible, pero 
quiso el destino que pocas horas antes de la función de cine 
el Negro Richard volviera a ser sancionado. Ya estábamos 
sentados sobre la cobija esperando que arrancara la película 
cuando de repente sentimos golpes en la puerta de la celda 
de Richard. Agarró a patadas la puerta de la bronca que tenía. 
Le encajaron otra sanción. 


Tutti compagni 

El nutrido ciclo de comedia a la italiana en la programa¬ 
ción generó familiaridad, empatia, cierta complicidad con 
los temas, situaciones y estilos. Y ni que hablar con los acto¬ 
res, actrices y directores identificados con el género. Tam¬ 
bién condescendencia con lugares comunes, fórmulas pre¬ 
visibles, personajes reiterados. Pero bueno, la ecuación de 
todos modos nos era ampliamente favorable. Las cuotas de 


125 


divertimento estaban cubiertas, Vittorio de Sica, por ejem¬ 
plo, salía a la planchada y la rompía. Hubiera aprete, hubiera 
afloje, no había con qué darle. Como director neorrealista 
había realizado trabajos memorables, verdaderas cumbres 
del cine universal, pero, claro, aquel era un cine de pobres, 
carente de estrellas, contrario a las fórmulas rentables del 
cine comercial. Pero bueno, qué más remedio, de algo hay 
que vivir se habrá dicho Vittorio y pasó de director a dirigi¬ 
do; como actor fue uno de los mejores pagos en las innume¬ 
rables comedias en que actuó. A ese de Sica también lo dis¬ 
frutamos, bastaba ver su nombre en el elenco para esbozar 
una sonrisa de bienvenida. 

Lo comprobamos en aquel Pan, amor y fantasía, de 1953, 
dirigido por Luigi Comencini, como oficial carabinieri en 
un pequeño pueblo rural, alternando con el cura párroco, 
el médico, la comadrona, las viejas chismosas y toda la gale¬ 
ría de estereotipos imaginables de pueblo chico. Pero sobre 
todo para darle brillo a aquella portentosa joven que avasa¬ 
llaba con su presencia natural y fresca: Gina Lollodobrígida 
trepaba a lo alto de la comedia y sacudía nuestra imagina¬ 
ción. Equipo que gana no se toca: de Sica no se despeinó ni 
se sacó el uniforme y Gina jugó de celosa al año siguiente en 
Pan amor y celos. Misma dirección, mismo elenco, mismo 
contexto y mucho más de lo mismo. 

Otra presencia arrolladora fue la de Gassman, el otro gran 
Vittorio del cine italiano. Nos hemos referido al impacto de 
Los monstruosy de Ilsorpasso como puntos altos de este ci¬ 
clo; también nos deleitamos con sus enormes dotes histrió- 
nicas en Furia bárbara, II suceso (El éxito) o El gran farsante, 
momentos reveladores del camino que le aguardaba a aquel 
joven Gasman. 

No le iba en zaga otro joven llamado Marcello Mastroianni 
haciendo sus pininos en pos de un sitial de privilegio en la 
historia del cine universal. Un rostro que entonces ya sugería 
la simpleza, la sencillez, la inocencia, la sorpresa, la amabili- 


126 


dad. Como si pecara de inexpresivo rebosando expresividad. 
Un invitado de lujo, Marcello, en nuestra planchada; a veces 
en yunta con de Sica o con Alberto Sordi, como ocurriera 
en Padres e hijos, El médico y el hechicero, La suerte de ser 
mujer o Lástima que seas tan canalla. En estas dos últimas 
películas contó con la compañía de otrajoven mujer que ha¬ 
ría historia a su lado. Le prestamos especialísima atención. 

La precoz y voluptuosa Sopfía Loren volvería a regular 
nuestras palpitaciones en El signo de Venus y Un día en el juz¬ 
gado, provocando en este caso los desvelos de otro gran bufón 
de la comedia como sin dudas lo fue Alberto Sordi. En El biga¬ 
mo, Buenas noches abogado y El vigilante, los ojos desorbita¬ 
dos de Sordi eran sinónimos de risa y descacharro en la platea. 

Disfrutamos de los consagrados de Sica, Gasman, Mas- 
troianni y Sordi, pero también de otros popularísimos y ar- 
quetípicos nombres de la comedia italiana, como el senti¬ 
mental Aldo Labrizi, el farsesco Totó, los hermanos Peppino 
y Roberto de Lilippo, jóvenes promisorios como Ugo Togna- 
zzi y hasta si se quiere el propio Lando Buzzanca. 

Y ellas, claro está, siempre bienvenidas: Sofía Loren, “la 
Lollodobrígida”, Claudia Cardinale, Silvia Koscina, Sandra 
Milo, Anna María Lerrero, “la Pampanini”, jóvenes y bellas 
alternando con actrices destacadas como Franca Valery, Ma¬ 
risa Merlini, entre otras. 

Los directores de la comedia, especialistas como Risi, 
Monicelli, Comencini, Blasetti, Steno, sin olvidar a Luciano 
Emmer, Mauro Morasi, Giorgio Bianchi, autores de innume¬ 
rables comedias que pudieron ser buenas, regulares o malas, 
pero que nunca defraudaron a su público. De alguna manera 
nos volvimos incondicionales a este género. 

Títulos tales como Vida de perros que relata con senti¬ 
miento las penurias del teatro independiente; El hombre, 
la bestia y la virtud, basado en la obra de Pirandello en la 
que incursiona Orson Welles como actor de comedia; Otros 
tiempos con los consabidos, habanísimos sketches. 


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La comedia italiana selló su pasaporte en aquel viaje 
nocturno por el cine de planchada. Personajes estereotipa¬ 
dos, situaciones de cliché, abundante color local. Pleiteros, 
abogados, cuenteros, ventajeros, callejeros. Chismosas, co¬ 
madronas, devotas, seductoras, voluptuosas, escandalosas, 
irresistibles. Poses de artificio, grandilocuencia, exageración, 
verborragia, gesticulación, patetismo. Y por cierto, el talento, 
la personalidad, la presencia, el histrionismo, el humor, los 
toques de ternura, los sabores agridulces. Hombres y muje¬ 
res de la comedia italiana, esperados, reconocibles, disfruta- 
bles, sinceros y generosos con su público. Casi casi que com- 
pagni nuestros en aquella planchada. 


Noche de ronda 

Más volcada al drama que a la comedia, La noche brava le 
dio la oportunidad al director Mauro Bolognini (y a Pasolini, 
el guionista) de alcanzar un título trascendente en el cine ita¬ 
liano de la época. Contó con un respetable elenco compuesto 
por Rosana Schiaffino, Elsa Martinelli, Laurent Terzieff, Jean 
Claude Brialy, Ana María Ferrero, Franco Interlenghi y Myle- 
ne Demongeot, para contarla peripecia de jóvenes chorritos 
que se valen de dos prostitutas para vender armas robadas. 
Luego de consumado el negocio las abandonan pero no re¬ 
pararon en un detalle: ellas se quedaron con la guita. Mucho 
deambular sin rumbo por la noche romana, ritmo lento, al¬ 
gún apunte pasoliniano alusivo a la lucha de clases que no 
logramos decodificar muy bien. En definitiva, una sensación 
ambigua la de aquella noche. Las hubo más bravas. 

También adoptó tono dramático, no exento de giros de 
comedia, Las cuatro verdades, una coproducción italofran- 
cesa e hispana de 1962, inspiradas en sendas fábulas de La- 
fontaine. García Berlanga, Alessandro Blasetti, Hervé Brom- 
berger y René Clair son los directores de las cuatro historias. 


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Una mujer que trata de recuperar a su esposo, el pobre or¬ 
ganillero al borde del suicidio, el hombre celoso que negocia 
con su rival, y una mujer y un mecánico atrapados en un 
apartamento. Por ahí iba la cosa. Nutrido elenco integrado, 
entre otros, por Mónica Vitti, Charles Aznavour, el propio 
Blasetti, Rossano Brazzi, Leslie Carón, Anna Karina, Sylvia 
Koscina y Michel Serrault. 

Verdades verdaderas y verdades a medias. Dos fábulas 
bien logradas y dos a mitad de camino. Un saldo, en defini¬ 
tiva, favorable. 


La madrugada no tiene corazón 

Escapado de una comedia italiana pareció aquel episodio 
ocurrido a las cinco de la mañana, en la planchada del pri¬ 
mero B. Los tachos del agua caliente para el mate llegaban 
una hora antes del timbre que indicaba la hora de levantarse. 
Muchas veces la guardia del sector no respetaba las celdas 
asignadas para las tareas del día -que el fajinero indicaba al 
cabo de guardia- y echaba mano a la celda que se le antojaba 
y, obviamente, esta solía ser la más cercana, la primera. 

Aquella fría madrugada de agosto, ni bien llegaron los ta¬ 
chos, los dos milicos que cumplían el turno de la noche des¬ 
pertaron bruscamente a los dos reclusos de la primera celda 
y ordenaron: “salgan a repartir el agua caliente”. Los compa¬ 
ñeros, sorprendidos en su sueño, se calzáronlos mamelucos 
y salieron a empujar el carro y llenar los termos de cada cel¬ 
da. Al finalizar la tarea, dejaron el carro con los tachos vacíos 
en la puerta de reja por la que se entraba y salía al sector. No 
sin antes pasar frente al banco de metal, cercano a la puerta, 
donde pasaban la noche los milicos del turno nocturno, en 
una suerte de campamento de ponchos, mochilas, mates, 
termos y algún alimento que podía acortar el paso lento de 
las horas nocturnas. 


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Quiso el destino que uno de los compañeros, al pasar 
frente a los petates de la guardia, observase “algo” que lo 
llevó a actuar con rapidez y decisión felinas, sin que ninguno 
de los dos milicos que los secundaban se percatase de aquel 
movimiento. 

Ya devueltos a su celda, pasado unos instantes, los com¬ 
pañeros escucharon a través de la puerta que se suscitó una 
discusión en el banco de la guardia: “los tenés vos”, “no, vos 
lo guardaste en tu mochila”, “te estás haciendo el vivo con¬ 
migo”, “vos me querésjoder”, “no, vos me querés cagar a mí”... 
El intercambio de reproches y acusaciones fue in crescendo, 
levantaron el tono y pareció que se iban a las manos cuando 
apareció el cabo de guardia y puso fin a la discusión. 

El Pollo no entendía nada, ya se estaba sacando el mame¬ 
luco para dormitar un rato más, cuando ve que el Chody, con 
sonrisa triunfal, le dice bajito: “no te acuestes Pollo, vamos 
a aprontar el mate, tenemos algo de pan de ayer... ¡y esto!”. 
Y saca del bolsillo de su mameluco, blandiéndolo como una 
espada victoriosa, un soberbio y suculento salamín, especie 
extinguida hacía años en el paladar de los presos. 

Plasta el día de hoy el Pollo no se convence de cómo pudo 
suceder aquella mezcla de humor absurdo y bizarro, que 
Dino Risi bien pudo incluir en la galería de Los monstruos. 


Ángel de la soledad 

En la galería de los grandes realizadores que expusieron 
sus obras en la planchada del Penal de Libertad por supuesto 
que el nombre del español Luis Buñuel ocupa lugar de pri¬ 
vilegio. Conspicuo miembro del vanguardismo de los años 
veinte fue autor de las dos muestras más representativas del 
surrealismo en el cine: El perro andaluzy La Edad de Oro, que 
lamentamos no tener en nuestra sala. Pero sí llegaron a nues¬ 
tro cine dos títulos realizados por Buñuel en su exilio mexi- 


130 


cano luego de la derrota de la República y la llegada del fran¬ 
quismo. La ilusión viaja en tranvía (1954) pertenece al ciclo 
mexicano de su cine y fue considerado un título menor de la 
filmografía de Buñuel por más que fuera revalorizado tiempo 
después. Se trata de una comedia farsesca, muy apegada a las 
costumbres y al lenguaje de las clases populares de la capital 
azteca. Antes de ser sacado de circulación, los operarios del 
tranvía 133 emprenden el viaje sin cobrar boleto. En su trayec¬ 
to, a modo de metáfora de la vida, subirán al tranvía pasajeros 
de variadísimo pelo generándose situaciones típicas del reali¬ 
zador aragonés donde no faltaron ciertos toques surrealistas. 

Pero el maestro, el gran Buñuel se descargó en toda su di¬ 
mensión en Virídiana, producción hispanomexicana de 1961. 
Una historia sórdida entre la sobrina novicia y el tío viudo 
que la desea, Silvia Piñal y Fernando Rey. Una violación “vir¬ 
tual” le impide a Viridiana volver al convento pero queda sola 
en la gran mansión luego del suicidio del obsesionado tío. 
Ella pretender redimir “su” culpa entregándose a la caridad y 
da cabida en la mansión a un grupo de bichicomes quienes 
en una orgía de sexo y alcohol violan a Viridiana en presencia 
de su primo y su mujer, nuevos huéspedes en la mansión. 

El dictador Franco había permitido que Buñuel regresa¬ 
ra a filmar en España intentando hacer buena letra cultural 
ante el mundo. Cuando se percató de lo que Buñuel había 
hecho ya era tarde. Viridiana fue premiada en Cannes, la 
censura franquista prohibió la exhibición y el Vaticano la 
consideró impiadosa y blasfema. 

Se ha opinado que el ateo Buñuel con Viridiana apuntó 
sus baterías contra la Iglesia y la religión. Pero también están 
quienes opinaron que el golpe duro y sarcástico del realiza¬ 
dor es al mundo que lo rodea, a las diferencias sociales, a los 
votos religiosos, a la sociedad española y a las convenciones 
morales acerca del bien y del mal imperantes. 

Viridiana está poblada de datos inmorales, de morbosos 
contrastes, de señales surrealistas, de símbolos ultrajados. La 


sociedad burguesa huele mal y Buñuel lo vomita radicalmen¬ 
te, lo subraya a gritos. Y la Iglesia se lleva lo suyo, claro está. 
La escena de los mendigos simulando la última cena de Da 
Vinci, con un leproso ciego como Jesús, resonando en todo el 
celdario el Aleluya de Haendel fue un disparador de emocio¬ 
nes y reflexiones varias. Un verdadero sacudón el de Viridia- 
na. A tal punto que un excelente comentario sobre esta pelí¬ 
cula que escribiera el Brasilero Fuques en su celda del primer 
piso fue leída dos veces en el espacio cultural de “la lata”. 


Violencia es mentir 

Dos títulos del cine japonés llegaron al cine de plancha¬ 
da. Poco pero bueno. 

Rebelión (1967), del director Masaki Kobayashi, refiere a 
la dignidad y a la valentía, al honor y al sacrificio del viejo 
samurai y su hijo que entran en conflicto con el clan al que 
pertenecen, en escenario ubicado en el Japón feudal. Están 
enjuego convicciones, valores, amores, familia, la felicidad 
de su hijo a quien el jefe del clan pretende separar de la jo¬ 
ven que ama. Por eso la rebelión contra el poderoso es una 
obligación irrenunciable. Buena parte del drama ocurre en la 
instancia de la decisión, de entender el mandato, de asumir 
el camino a tomar, un camino que viene de lejos, de la mile¬ 
naria cultura que le precede. Y después la acción: el samurai 
y su espada, golpes fuertes, secos, terminantes. Una gran pe¬ 
lícula y un excelente Toshiro Mifune en el rol protagónico. 

A este hombre lo volvimos a ver bastante más joven, en una 
película de 1950 llamada Rashomon, dirigida por un japonés 
llamado Akira Kurosawa. Resulta ocioso decir que Rashomon 
es una obra maestra del cine universal o que Kurosawa ha 
sido uno de la grandes realizadores de la historia del séptimo 
arte. Pero bueno, hay que decirlo aunque suene reiterado. 

La estructura narrativa de Rashomon nos pone de manera 
sorprendente en el dilema filosófico, existencia!, respecto de lo 


132 


cierto y lo falso, de la verdad y la mentira, de lo creíble y lo falaz. 
Acerca de estas cuestiones parecían reflexionar un monje bu¬ 
dista, un leñador y un peregrino que se encuentran refugián¬ 
dose de una tormenta, allá lejos, Japón adentro, en el siglo XII. 

Se trata del asesinato de un samurai al que le violaron 
la esposa y las versiones contradictorias acerca del hecho. 
Cuatro testimonios diferentes acerca del crimen aportados 
en la comisaría del lugar. A saber: la esposa del asesinado 
que da su versión del crimen y de la violación; el relato del 
asesino (Toshiro Mifune otra vez notable) que describe su 
lucha contra el asesinado y la entrega voluntaria por parte 
de la mujer; la versión del asesinado a través de una médium 
que detalla su lucha, la traición y su muerte; y la del leñador 
que interviene como testigo aportando el contexto y su par¬ 
ticular observación de los hechos. 

Al igual que otros grandes maestros del cine, Kurosawa 
ofrece una visión pesimista de la condición humana. A tra¬ 
vés de la utilización de la técnica de ñashbacks evidencia 
como cada testimonio persigue, no la verdad sino el interés 
personal y la conveniencia; cada uno manipula lo que pasó 
para salvarse o evitar la sospecha sobre sí, inculpando al que 
desea perjudicar. En definitiva no habrá verdad, nadie la tie¬ 
ne ni la desea. La mezquindad del ser humano como impe¬ 
dimento de una vida digna y auténtica. 


Tics de la revolución 

Rashomón, Kurosawa, todo un privilegio para el cine de 
planchada haber contado con ellos. Por el tipo de cine en sí 
pero también, podría decirse, por algunas enseñanzas diri¬ 
gidas a nosotros mismos, a nuestras propias experiencias en 
el rol de militantes primero y de presos políticos después. 

De algún modo, del nudo gordiano que subyace en Ras- 
homon, aún tratándose de realidades absolutamente in- 


133 


comparables e, incluso, suene antojadizo, es posible imagi¬ 
nar cierta analogía metodológica entre las incertidumbres 
que desvelaban a Kurosawa en su película y algunos dilemas 
político-existenciales que ocuparon nuestra atención en los 
primeros años de prisión. 

La búsqueda de la verdad, la explicación de lo que pasó, 
los cómo y los por qué de los hechos acontecidos, extrapo¬ 
lados de los sucesos de Rashomon a la intrincada y compleja 
realidad carcelaria y la búsqueda de respuestas convincen¬ 
tes que explicaran nuestra presencia en aquella prisión. El 
abrupto desenlace de nuestro destino revolucionario mar¬ 
cado por una derrota impensable nos ponía de cara a un di¬ 
lema cuyo alcance no podíamos, ni por asomo, vislumbrar, 
pero que se resumía en una sola y rotunda interrogante: 
¿qué nos había pasado? 

La revolución que habíamos intentado poner en marcha 
no había sido tal; la vanguardia revolucionaria, nuestra or¬ 
ganización político-militar que suponíamos dotada de po¬ 
derío y capacidad suficientes para enfrentar a las fuerzas ar¬ 
madas protectoras del sistema, en seis meses se desplomó 
como castillo de naipes y sus militantes presos, exiliados, 
cuando no muertos o desaparecidos. 

Entonces, abocarnos a preguntarnos qué pasó, cómo pasó, 
por qué pasó, fue la reacción inmediata, las preguntas más ele¬ 
mentales que nos hicimos una vez reencontrados “de otra ma¬ 
nera” en la panza de un monstruo llamado Penal de Libertad. 

Con las limitaciones que aquel lugar imponía (incomuni¬ 
cación, compartimentación, aislamiento) nos introdujimos 
en un laberíntico proceso de revisión. Perseguimos “la auto¬ 
crítica” imposible, sin darnos cuenta (o sí) que el camino de 
las explicaciones políticas y/o militares, tácticas y estratégi¬ 
cas pronto desembocaría en la maraña de la información y 
de las interpretaciones de los hechos, las responsabilidades, 
las versiones, las justificaciones e aínda mais. Terreno fértil 
para la desconfianza, la distorsión y el envolvente subjetivis¬ 
mo, tan proclives nosotros de contraer. 


134 


Así como los testimonios subjetivos e interesados impe¬ 
dían abordar la verdad de los hechos de Rashomon, también 
la búsqueda de nuestra verdad nos introdujo en el terreno 
resbaladizo de tantas verdades posibles. Pronto nos vimos 
superados por la vorágine de una polémica interna que tuvo 
momentos duros, posturas radicalizadas y antagonismos 
personales que pronto devendrían en colectivos. 

Porque, además, no se trataba solamente de explicarnos 
una derrota tan contundente como la que experimentamos 
en el '72 sino que estaba enjuego el futuro, nada menos. En 
aquellos momentos, en nuestras mentes y en nuestros cora¬ 
zones el compromiso con la revolución se mantenía, se de¬ 
bía mantener intacto. Entonces se trataba, grosso modo, de 
detectar la naturaleza de los errores cometidos y a partir de 
ahí, retomar la lucha por el rumbo correcto. La revolución 
nos seguía esperando, su viabilidad parecía depender de 
nuestros aciertos venideros. Voluntarismo, ombliguismo y 
nuevamente equivocada lectura de la realidad, lastres pren¬ 
didos como garrapatas en nuestro cuero. 

En aquel momento donde todo era reciente y confuso, de 
cada visión autocrítica se desprendía un nuevo camino a se¬ 
guir. El carácter de los errores y las desviaciones incurridas 
era, de por sí, un tema generador de rispideces. Y lo era aún 
más la creación de un nuevo proyecto revolucionario (ob¬ 
jetivos, definiciones, organización, estrategia, etcétera). La 
discusión, entonces, iba de cuestionamientos a tácticas o es¬ 
tratégicas del pasado a las concepciones y definiciones ideo¬ 
lógicas que se debían adoptar o no, de cara al futuro. 

Las cuatro versiones en torno a un crimen minaron la 
credibilidad de Kurosawa en el género humano. Hoy, casi 
medio siglo después, la historia de aquella intentona revo¬ 
lucionaria que llevamos a cabo se sigue reescribiendo, con 
nuevas interpretaciones y nuevas versiones. Con otras ver¬ 
dades, poco confiables siempre. 


135 


La reja educa 


Éramos muyjóvenes todavía, no habíamos procesado aún 
el alcance y la profundidad de la derrota. En el afán de rever¬ 
tir el fracaso sufrido creamos fantasiosos proyectos de re¬ 
voluciones venideras. Por momentos hicimos del Penal una 
gran torre de Babel de retórica ideológica. Pero bueno, fue 
una etapa quizá inevitable. Nos comportamos, en el acierto 
o en el error, como seres políticos comprometidos con una 
causa que en su esencia seguía siendo justa y a la que nos 
debíamos, en carácter de imprescindibles, poco menos. 

No obstante, la propia cárcel nos fue enseñando a bajar 
la pelota al piso, a entender que la prioridad en aquellas cir¬ 
cunstancias era mantenernos lo más sanos y unidos posible, 
priorizar la noción del colectivo, la condición de compañe¬ 
ros sobre las diferencias políticas -cada vez más teóricas 
y especulativas- que pudiéramos tener. La cruda realidad 
carcelaria nos enseñó a atender primero al ser humano que 
teníamos al lado que alas ideas o posturas políticas que por¬ 
tara. Tácitamente empezamos a ser más fraternos, más to¬ 
lerantes, más solidarios entre nosotros, más respetuosos del 
mameluco gris que nos hermanaba. 

Este proceso, por cierto que no fue uniforme ni lineal 
en todos los ámbitos de la cárcel. Mientras la convivencia 
fraterna recuperaba terreno en los pisos donde la confron¬ 
tación política había sido más virulenta, un nuevo agrupa- 
miento en torno a una serie de definiciones políticas tomó 
cuerpo en otros ámbitos de la cárcel; emergió con fuerza en 
los pisos “de arriba”, asumiendo un protagonismo que tras¬ 
pasó los límites de la cárcel, generando una radicalización 
interna reñida con principios de unidad y de convivencia 
entre presos políticos. 

Las autoridades del Penal sacaron partido del fenómeno: 
lo dejaron crecer, engordar, es más, lo estimularon, y luego, 
cuando les fue útil, lo reprimieron duramente y pretendie- 


136 


ron sacar rédito político del mismo. Sobre este fenómeno 
volveremos a referirnos más adelante. 

Otro factor que cambió la fisonomía del universo interno 
de los presos fue la presencia de compañeros de otras or¬ 
ganizaciones de izquierda, reprimidas y desbaratadas por la 
dictadura. A partir de 1976 el Penal de Libertad dejó de ser 
patrimonio casi exclusivo de tupamaros y la población re- 
clusa se constituyó en un mestizaje político-ideológico que 
abarcaba a casi todo el espectro de la izquierda uruguaya. 

Así, empezaron a llegar tandas y tandas de compañeros 
del Partido Comunista (PC), del Partido por la Victoria del 
Pueblo (PVP), de los Grupos de Acción Unificadora (GAU), de 
otros grupos más pequeños como el Movimiento Marxista 
(MM) o la Agrupación de Militantes Socialistas (AMS). El aba¬ 
nico político, se completaba con militantes del Partido Co¬ 
munista Revolucionario (PCR), de la Organización Popular 
de Resistencia 33 (OPR 33), con la Fuerza Revolucionaria de 
los Trabajadores (FRT) y con viejos integrantes de las Fuer¬ 
zas Armadas Revolucionarias Orientales (FARO) que habían 
ido llegando junto a los tupamaros a partir de 1972. 

Provenientes la inmensa mayoría de cuarteles donde ha¬ 
bían sido encapuchados y torturados; muy pocos se salva¬ 
ron de la picana, el tacho, el plantón, los golpes salvajemen¬ 
te propinados. Cada rostro, cada cuerpo llegaba al Penal con 
los rastros visibles de los vejámenes sufridos. Nada mejor 
para un compañero llegado en esas condiciones que ser re¬ 
cibido en la celda por un compañero que sabe de dónde vie¬ 
ne, porque antes él también vino de ese lugar. Aliviar heridas 
podía empezar de esa manera. 

Las últimas tandas que ingresaron al Penal, ya en 1983 y 
1984, fueron “los rusos” de San Javier y el núcleo de estudian¬ 
tes universitarios, mayoritariamente de lajuventud Comunis¬ 
ta que cerraron la larga fila de los tres mil presos políticos que 
entre 1972 y 1985 estuvieron recluidos en el Penal de Libertad. 

Esto aparejó una experiencia de intercambio enrique- 
cedor, de conocimiento de otras propuestas, de entender y 


137 


aceptar diferencias y, sobre todo, la seña de identidad co¬ 
mún: la condición de luchadores sociales, compañeros to¬ 
dos en una situación de reclusión que necesitaba de todos 
para enfrentarla y superarla. Así, cada grupo, cada partido, 
cada organización, cada cual con su historia, con su aporte 
militante, con sus ideas, con su interna, con su derrota, con¬ 
formó aquel gigantesco y variopinto fresco resumido en un 
solo e igualitario color: el gris del mameluco, color simbóli¬ 
co e identitario que representaba el compromiso, la volun¬ 
tad de la lucha por una vida mejor. 

Visto todo aquello a la distancia, al pasar raya creo coinci¬ 
dir con la enorme mayoría de mis compañeros de militancia 
y de prisión: aquella revolución por inalcanzable y dolorosa 
que fuera, bien valió la pena acompañarla. 

Quizás sea esa la única y necesaria verdad que guardamos 
en el bolsillo de un mameluco gris que vestimos para siempre. 


138 


Capítulo 7 


Un poco de amor francés 

El desparpajo de Belmondo con un escarbadientes en la 
boca y todo me importa un carajo; el entusiasmo de Jean 
Seberg voceando un periódico de izquierda en los Campos 
Eliseos. Él, ladronzuelo de poca monta huyendo de Marsella: 
un policía muerto, algo que se le fue de las manos. Ella, nor¬ 
teamericana, pelo corto, jeans, a favor de alguna causa, ávida 
de vida y una sonrisa encantadora. 

Juntos, el delito y la libertad tarde o temprano desembo¬ 
can en tragedia. Ella cree haber encontrado en París emo¬ 
ciones que en su país le estaban vedadas pero tuvo la mala 
pata de creer que la seductora sonrisa de aquel despreocu¬ 
pado muchacho era el camino al amor y la libertad. 

La conflictiva relación es el eje de la historia; la atracción 
y la distancia oscila a la par de los intereses contrapuestos 
de cada uno. Al final, como queriendo y no queriendo, ella 
lo delata a la policía y él, como queriendo y no queriendo, 
empuña un arma y muere baleado en la calle. 

Debutabajean Paul Belmondo en el cine, debutaba Jean- 
Luc Godard como director de largometrajes y debutaba la 
nueva ola francesa en la historia del cine universal y en la 
historia en nuestra planchada, allá por 1974. Entonces, con 
tantos debuts trascendentes (de los que no teníamos idea, 
justo es decirlo) cómo no disfrutar, y mucho, de las imáge¬ 
nes de A bout de souñe, título de 1960 traducido como Sin 
aliento o Al final de la escapada, que se transformó en una 
película de culto, en icono de la nouvelle vague. 

Innovador en el manejo de la cámara, las tomas inconclu¬ 
sas, los diálogos disparados en direcciones inesperadas, los 
perfiles cambiantes y abiertos de los personajes, los guiños 
del director a colegas y personajes del cine por él admirados 


139 


y otros recursos técnicos inusuales que impactaron estéti¬ 
camente, situaron a Godard y a la nueva ola en el centro de 
la escena y, por qué no, en el centro de la planchada. 


Las olas y el viento 

Si hemos hecho referencia a la calidad de buena parte del 
cine que vimos en la cárcel, a ello contribuyó en gran medi¬ 
da la presencia de la nouvelle vague en nuestra pantalla. Un 
ramillete de títulos representativos de esta corriente nos si¬ 
tuó como espectadores privilegiados de este fértil momento 
del cine mundial. 

Nucleados en torno de la publicación Cahiers de Cinema 
y bajo la autoría intelectual de André Bazin, un grupo de jó¬ 
venes escritores, guionistas y críticos reaccionaron contra las 
estructuras que el cine francés imponía hasta ese momento. 

Formados en las escuelas de cine y en la Cinemateca 
Francesa, Truffaut, Godard, Melville, Rivette, Rohmer, Res- 
nais, Chabrol y otros, fueron abanderados de la “nueva ola”, 
apuntando a una estética que pretendía percibir la realidad 
de modo más verosímil, tanto desde el guión como de la 
actuación. Reivindicaban el “cine de autor”: el director debía 
asumir la total responsabilidad creativa del filme. 

La libertad en la improvisación y en la espontaneidad a la 
hora de filmar, la iluminación natural, el rodaje fuera de los 
estudios; con bajos presupuestos, redescubriendo la mirada 
de la cámara y apelando al poder creativo del montaje, los 
nuevos realizadores alentaron un cine propio, joven, reno¬ 
vado, inteligente e indagador. 

Por cierto que no fue ajeno al fenómeno el escritor André 
Malraux que fuera designado ministro de cultura por De Gau- 
lle luego de la independencia de Argelia y que impulsó una le¬ 
gislación proteccionista para los nuevos realizadores. Los su¬ 
cesos del '68 francés y el marco político y social de la sociedad 


140 


pequeñoburguesa de la posguerra fueron parte de la atmós¬ 
fera que palpitó el cine francés a través de la nouvelle vague. 

A propósito de Malraux, digamos que La condición hu¬ 
mana y Antimemorias fueron dos títulos muy enriquecedo- 
res en nuestra biblioteca carcelaria. Duraron poco. Camus, 
Yourcenar, Guy des Cars, Barjavel, Sagan o anteriores como 
Proust, Apollinaire, Romain Rolland corrieron distinta suerte. 


Vivir solo cuesta vida 

A Godard se lo ha definido como el niño rebelde, tras- 
gresor, imprevisible, por momentos extravagante, con una 
genialidad latente siempre. 

Vivir su vida fue otro clásico de la nueva ola francesa, en 
1962, en donde el autor reafirma su peculiar manejo de la cᬠ
mara en la búsqueda de un nuevo lenguaje expresivo. Esta 
vez al servicio de Anna Karina, una de sus preferidas cuyo 
hermoso rostro parecía salirse de la pantalla y desparramar¬ 
se entre los mamelucos apretujados. Aquí ella termina ejer¬ 
ciendo la prostitución luego de abandonar a su marido y a su 
hijo para ser actriz. Pero, claro, su vida es un tango: no puede 
pagar el alquiler de la pensión con el laburito de mala muerte 
que ha conseguido y Naná empieza a ganarse el mango tro¬ 
tando por las calles. Y eso era todo. A medio camino entre la 
ficción y el reportaje documental, sin dramatismo, la vida de 
Naná (la de Godard, la de Zola, la de Punta del Este) se percibe 
en imágenes y en diálogos fragmentados, en gestos naturales, 
en la normalidad de prostiuírse en una sociedad que no hace 
más que exigir dinero. Es lo que hay, valor. Diga que Godard 
no escuchó a Kesman, sino otro hubiese sido el título... 

Un año después, Alphaville ya fue otra cosa. Se supone 
que aquí Godard intentó introducir la ciencia ficción en la 
nouvelle vague, en la senda de Eluxley, Orwell, Bradbury o el 
Farenheit 451 de su amigo Francois Truffaut. 


Una sociedad del futuro totalitaria, aunque ambientada 
de hecho en los sesenta, donde los sentimientos y la libertad 
deben sacrificarse por el bien común. Solo gobierna la lógica 
de un ordenador y están proscriptas las palabras “por qué”, 
“amor” o “llorar”. 

El resultado no fue el mejor, todo se volvió lento, invero¬ 
símil, absurdo, pero no desde lo artístico sino por lo preten¬ 
cioso y extravagante del asunto. Con todo respeto maestro: 
los primeros planos de la siempre cautivante Anna Karina 
esta vez no alcanzaron. 


Hijo de puta 

Estábamos de parabienes. A la semana siguiente del de 
Godard, asisitimos al debut de otro pope de la nouvelle va¬ 
gue, Francois Truffaut, que inició una trascendente carrera 
con Los cuatrocientos golpes, otro título que marcó fuerte¬ 
mente aquel momento del cine francés. 

Truffaut plasmó en esta película buena parte de su ex¬ 
periencia de vida al describir los avatares del adolescente 
Antoine Doiniel, encarnado por el debutante Jean Pierre 
Leaud, quien mantendría su personaje en varios filmes diri¬ 
gidos por el realizador. 

“He rodao como bolita de purrete arrabalero”, podría 
decir Doiniel invocando a Celedonio Flores. La suya es una 
historia de dolor, de sufrimiento, la de un gurí no deseado 
por su madre soltera e ignorado por su padrastro. Vuelca 
su rebeldía y su angustia en el colegio primero y en el re¬ 
formatorio después, potenciando condiciones que parecen 
conducir inevitablemente al delito. 

La dureza del abandono y el desamparo pero también 
gestos de ternura y cariño asoman del interior del joven en 
su persistente búsqueda de libertad. La familia, la educación 
y la justicia, engranajes principalísimos de la sociedad, son 
duramente enjuiciados por Truffaut. 


142 


“Hacer las mil y una” es el equivalente en español a la ex¬ 
presión francesa “los cuatrocientos golpes”, que alude, ob¬ 
viamente, al carácter trasgresor y rebelde del adolescente. 
Trasgresión y rebeldía que aquella noche de otoño de 1974 
no quedaron circunscriptos al rectángulo de la pantalla. 

Cuando Antoine es obligado a pararse junto al pupitre del 
autoritario profesor del colegio y es increpado por este por 
no saber la lección, el gesto del chiquitín provoca un sobe¬ 
rano cachetazo en su mejilla. Una escena dura, fuerte, tensa, 
de esas que suelen paralizar la sala y sumir a los espectado¬ 
res en angustioso silencio. No fue el caso. 

Ni bien estalló el cachetazo en el rostro del niño, el grito a 
viva voz de “¡Hijo de puta!” irrumpió incontenible de uno de 
los espectadores del público de aquella noche. Ni hablar de 
que el silencio que prosiguió al espontáneo grito fue aún ma¬ 
yor, como si cachetazo y grito se unieran creando una dimen¬ 
sión de mayor dramatismo que la que el filme había logrado. 

Quedamos todos expectantes. Aquel exabrupto segura¬ 
mente provocaría detener la película por parte de los custo¬ 
dias y vaya a saber qué otra consecuencia disciplinaria. 

No pasó nada. La película siguió rodando, nos volvimos a 
meter en la peripecia de Antoine y la velada terminó de ma¬ 
nera normal. Nos fuimos a dormir con la sensación de haber 
visto una gran película y lo de la puteada pareció quedar en 
anécdota. 

Pero no. Al otro día, a media mañana, el sargento encar¬ 
gado del piso pasó celda por celda preguntando quién había 
gritado la noche anterior en el cine. Por supuesto que todos lo 
sabíamos, pero el sargento no obtuvo respuesta alguna. Con¬ 
clusión: el primer piso quedó sancionado sin recreo aquel día. 

Por un hecho individual pagamos todos, es cierto. Pero 
estoy convencido que aquel justiciero “¡hijo de puta!” lo gri¬ 
tamos todos. 


143 


Canción para naufragios 


Puede ser que si vieras Hiroshima 
digo Hiroshima mon Amour 
si vieras 

si sufrieras dos horas como un perro 
si vieras 

cómo puede doler doler quemar 
y retorcer como ese hierro el alma 
desprender para siempre la alegría 
como piel calcinada 
y vieras que no obstante 
es posible seguir vivir estar 
sin que se noten llagas 
quiero decir 
entonces 

puede ser que creyeras 
puede ser que sufrieras 
comprendieras. 

Idea Vilariño escribió el poema “Puede ser” en 1964, cin¬ 
co años después que Alain Resnais realizara Hiroshima mon 
Amour, otro de los títulos cumbre de la nouvelle vague. 

En realidad la película tiene mucho de poesía, poesía vi¬ 
sual, en tanto que documento. En el primer tramo las imᬠ
genes de la devastación y el texto de Marguerite Duras en el 
largo monólogo de la protagonista ponen al espectador en 
un estado simbiótico de admiración y dolor. Atrapan, horro¬ 
rizan, conmueven. 

Después, la relación entre la cineasta francesa que ha ido 
a Hiroshima a hacer su película sobre la paz (Emmanuelle 
Riva) y el arquitecto japonés con quien mantiene una rela¬ 
ción puntual en una habitación de hotel (Eiji Okada). El in¬ 
tenso diálogo entre ambos trasciende la relación amorosa 
de una noche y se transforma en profunda introspección 
sobre memoria y olvido. 


144 


Él le revive su pasado, la relación que mantuvo con un 
soldado alemán durante la ocupación nazi en Nevers, su 
pueblo natal, lo que le costó el escarnio, la humillación, 
ser rapada, tal el trato dispensado a los colaboracionistas. 
Mediante un gran manejo de transpolación entre Nevers e 
Hiroshima la mujer reconstruye su pasado, puede sacarlo 
a luz y revelar sus más íntimos sentimientos; un juego de 
presente y pasado, de olvido y memoria, la reivindicación de 
un amor, sepultado en su ser, que emerge con el arquitecto 
japonés en el hotel de Hiroshima. 

La película de Resnais constituyó un fuerte mensaje de 
alerta sobre el peligro de una guerra nuclear; las tensiones 
originadas por la Guerra Fría preanunciaban la posibilidad 
del peor desenlace. Pero ante todo Hiroshima mon amour 
parece ser el viaje interior de la protagonista, viaje de natu¬ 
raleza subjetiva, de una hondura psicológica suprema, tan 
real y potente como el marco que lo hace posible. Quizás a 
ello se refería Idea Vilariño al escribir su poema. 


Señoras en apuros 

La única película que llegó al cine de planchada dirigida 
por una mujer fue otro ejemplar de la nouvelle vague, Cléo 
de 5 a 7(1963), de la realizadora belga Agnés Varda, una de las 
pioneras del cine feminista, 

Corinne Marchand interpeta a Cléo, una joven y hermosa 
cantante que espera el resultado de los análisis clínicos que 
pueden pronosticarla presencia de cáncer en su organismo. 
Una espera de dos horas (de ahí el título) que se condensa en 
los 90 minutos que dura el filme. 

En ese lapso, una tarotista le confirma cáncer y muerte 
inminente, aunque el deambular errático de Cléo transcurre 
entre saber e ignorar, asumir o evadir, creer o descreer. Su 
naturaleza frívola le lleva a asociar la muerte con la fealdad 


145 


y la vida con la belleza. Se decepciona de sus vínculos más 
cercanos por la incomprensión e indiferencia con que reac¬ 
cionan ante el trance que está viviendo. 

Parte del periplo es el encuentro con un joven soldado a 
punto de partir hacia Argelia, que parece dejar a Cléo reanima¬ 
da y resuelta a enfrentar el dictamen que le espera, pero de ello 
nada sabremos, la directora lo deja librado a la imaginación. 

Estéticamente es un un filme sofisticado, delicado, con pa¬ 
sajes poéticos y musicales a tono con el personaje central y la 
historia que se cuenta. En 1965 Varda realizó La felicidad donde 
discurre sobre la (im)posibilidad de legitimar la infidelidad, lo 
que le valió severas críticas desde las propias filas feministas. 

Con similar cuidado por las formas, el marido de Agnés 
Varda, Jacques Démy, se hizo presente con Lola, película de 
1961 que tuvo la virtud de devolvernos la gracia y el atracti¬ 
vo de Anouk Aimée, que gozaba de nuestra veneración nada 
menos que por haber inaugurado aquella sala. 

Lola es una cabaretera de Nantes cuya vida transcurre 
entre marineros, la espera del padre de su hijo pequeño y las 
situaciones que le va deparando su vida de cabaret. El reen¬ 
cuentro con un amor de su primera juventud, la diversión y 
el llenar vacíos afectivos parecen ser estímulos insuficientes 
para abandonar la espera del hombre que ama. Finalmente, 
cuando este llega y el otro se embarca, se instala en el rostro 
de Lola la duda acerca de si su amor está en el barco que 
llega o en el que se va. 

Más allá de la historia en sí, la peripecia de Lola se vuelve 
amena, placentera por momentos, precisamente por el tra¬ 
tamiento liviano del caso, como si resbalara por la superficie 
de la planchada sin detenerse en la reflexión. Ahí cobran tras¬ 
cendencia la fotografía de Raoul Coutard y la música de Mi- 
chel Legrand, dos nombres importantes en el cine de la nou- 
velle vague, además del cuidado estético que mantiene Démy. 

Anouk Aimée, por su parte, ratificó ser la patraña de nues¬ 
tro cine. 


146 


Mi genio amor 


La frutilla sobre la torta de la nueva ola francesa en la cár¬ 
cel se llamó Jules etjim, uno de los filmes más importantes de 
Francois Truffauty de aquel florecimiento del cine galo de los 
años sesenta. Pero si de algo le debimos tributo a esta pelícu¬ 
la de 1962 fue el singular disfrute que nos proporcionó Jeanne 
Moreau, una de las mejores actrices francesas de todos los 
tiempos, aquí jovensísima, inquieta, movediza, irresistible e 
intensa como lo fue en toda su carrera cinematográfica. 

Y sino, habría que preguntárselo a los dos muchachos, 
amigos entrañables, que sucumbirán y verán sus vidas radi¬ 
calmente alteradas ante el encanto que irradia esta mujer. 
El triángulo amoroso tiene a Catherine en el vértice, y Jules 
y Jim compartirán, alternarán o disputarán, un amor que 
para ella siempre será juego, deseo, capricho. Ser el centro 
de la cuestión, llamar la atención, seducir, atrapar, soltar y 
volver a tomar es instintivo en su naturaleza. Por momen¬ 
tos la amistad entre los tres puede más y se compadece con 
el amor, con la infidelidad consentida. El conflicto entre la 
amistad y el amor es llevado al límite y la piola que los une se 
romperá en tragedia. El ideal de la plena libertad en el amor 
tampoco será posible esta vez. 

Como todo producto de este ciclo, Jules etJim atrapa por 
su lenguaje narrativo, vuelve a estar Raoul Coutard en la foto¬ 
grafía, la música (esta vez de Georges Deleure), la propia can¬ 
ción que entona Catherine y todos los giros poéticos que lo¬ 
gra Truffaut con la cámara colocan el arte del cine en lo alto. 

En definitiva, la nueva ola francesa palpitó, y cómo, en los 
espectadores del cine de planchada. Movilizó sensibilidades 
y neuronas. Plasta un poquito de roce de intelectuales ciné- 
filos nos dejó este ciclo de excepción. 


147 


Costumbres argentinas 


La presencia del cine argentino alternó de manera dispar 
en nuestra pantalla por más que contó con nuestra condes¬ 
cendencia, una suerte de complicidad de cercanía. Fuere cual 
fuere el título de turno, la familiaridad, el reconocimiento, la 
cuestión identitaria fueron atajos que facilitaron el vínculo 
entre la película y sus espectadores. 

De fines de los años cincuenta y entrados los sesenta (ade¬ 
más del Aniceto del comienzo), sobresalieron algunos títulos 
importantes del realizador Fernando Ayala, sobre todo aque¬ 
llos en que contó con Norman Briski en roles protagónicos. 

“Tengo flaca”, repite Néstor una y otra vez desde su cama 
negándose a levantarse e ir a trabajar. Es un típico emplea¬ 
do público de clase media baja que un buen día decide re¬ 
belarse contra la vida rutinaria y sin horizontes que lleva. 
Cuando su falta de motivación para el laburo se prolonga y 
son vanos los intentos de su esposa (Norma Aleandro) y de 
sus amigos, la cosa se complica afectiva y económicamente. 
Será el vínculo cariñoso de su compañero de trabajo y ami¬ 
go (Jorge Rivera López) quien se mete de lleno en el asunto, 
comparte la depresión de Mario y juntos vuelven al mundo 
feliz de la infancia, recrean juegos y picardías de niños, etcé¬ 
tera. El contraste de aquel mundo idílico con el actual, pone 
de manifiesto el rol de meras piezas de un sistema opresivo 
y la desgraciada existencia que la sociedad les ha deparado. 

La ñaca (1969) reflexiona con agudeza, inteligencia y con 
mucho humor, sobre las cuestiones de fondo que rigen la 
vida de la gente en las sociedades contemporáneas. Pocos 
años después de su estreno, al igual que tantos colegas suyos, 
Norman Briski fue amenazado de muerte por la Triple A por 
lo que debió exiliarse en España a mediados de los setenta. 

Pero antes, en 1970, sacando partido del éxito de La ña¬ 
ca, Fernando Ayala y Norman Briski volvieron a la carga con 
La guita, poniendo en ridículo a la clase media y sus desve- 


148 


los por el dinero a cómo de lugar, mediante cinco episodios 
-algo dispares, es cierto- donde se plantean situaciones tra¬ 
tadas con humor negro y abundante grotesco (similar al de 
Los monstruos, de Dino Risi). Algún episodio no sorteó la 
censura, moneda corriente en el cine argentino de la época. 


Aguas revueltas 

Sí, sortearon la censura, otra censura de mismo cuño, al¬ 
gunas novelas del argentino David Viñas que lograron man¬ 
tenerse en la Biblioteca Central del Penal de Libertad ( Dar 
la cara, Los dueños de la tierra, Hombres de a caballo). Su 
compromiso político le costó a Viñas el exilio durante la dic¬ 
tadura argentina, aunque dos hijos suyos fueron secuestra¬ 
dos y desaparecidos en ese período. La misma suerte que 
corrieron algunos escritores, compañeros de generación de 
Viñas, como Rodolfo Walsh y Haroldo Conti. 

Un ejemplar de Sudeste sobrevivió en la Biblioteca del Pe¬ 
nal. Fue el primer libro de Haroldo Conti; trata de la vida en 
el Delta, de las islas y los isleños, lugar y gente que Conti co¬ 
noció en profundidad por haber estado radicado en ese cos¬ 
tado de Buenos Aires. Después del golpe de 1976 el escritor se 
sabía vigilado pero no se quiso ir del país. Cuando los lobos 
vinieron por él encontraron un cartel en su escritorio que 
en latín sentenciaba: “Este es mi lugar de combate y de aquí 
no me moveré”. Se lo llevaron y se lo comieron. El ejemplar 
sobreviviente en el Penal era un libro demasiado flaquito: le 
faltaban muchísimas páginas. Igual lo leimos ávidamente. 

Déla vecina orilla dispusimos de mucha y buena literatu¬ 
ra. Nombres mayúsculos recalaron en nuestras celdas: prác¬ 
ticamente toda la obra de Cortázar, Borges insólitamente fue 
censurado durante años hasta que le levantaron la veda, lo 
principal de Sábato, títulos de Macedonio Fernández, de Ro¬ 
berto Arlt, de Mujica Lainez, de Beatriz Guido (esposa del ci- 


149 


neasta Torres Nilsson), de Victoria Ocampo, de Bioy Casares, 
de Leopoldo Marechal; cuentos de Germán Rozenmacher, 
novelas de Gudiño Kieffer, toda la obra de Manuel Puig, otro 
de los perseguidos por la Triple A obligado al destierro. 

David Viñas fue autor de guiones de películas, algunas 
dirigidas por Fernando Ayala llegamos a verlas en el cine de 
planchada. Fue el caso de El jefe (1959), título destacado en 
su momento que describe cómo un grupo de jóvenes delin¬ 
cuentes de poca monta son traicionados por el hombre al que 
han erigido como el ‘jefe” que los organice y lidere. Alberto 
de Mendoza, Duilio Marzio, Graciela Borges y Leonardo Favio 
conformaban el elenco de esta película que fue interpreta¬ 
da como fuerte crítica al peronismo. Sin disimularlo el ‘jefe” 
utilizaba la misma gestualidad característica de Perón. 

El aire político de la época volvió a soplar en El candidato 
(1958), también dirigido por Ayala y guionado por Viñas, con 
nutrido elenco integrado por Olga Zubarry, Duilio Marzio, 
Alfredo Alcón y nuestro compatriota Alberto Candeau. For¬ 
mas y alcances de la politiquería; un veterano político, ho¬ 
nesto y por tanto retirado, vuelve a la arena a instancias de 
un hijo inescrupuloso que utiliza la figura de su padre para 
favorecer el triunfo del partido rival. Dicho de otra manera: 
lo mandó a la paliza al viejo. 

Viendo a aquel Candeau joven de El candidato, lejos es¬ 
tábamos de imaginarlo, años después en otra escena: la de 
aquel río de libertad de diciembre de 1983 y su portentosa 
proclama llamando a la libertad que tanto palpitamos, sin 
oírla, desde nuestras celdas. 

Otro director importante del cine argentino que pasó por 
nuestra planchada fue Leopoldo Torres Nilsson. Cosechó 
elogios y controversias por sus realizaciones, enfocadas ma- 
yoritariamente a la adaptación de obras literarias y a retratar 
situaciones conflictivas de la clase media. 

Piel de verano (1961) cuenta con una retorcida trama don¬ 
de ambición, pasión y traición se entrecruzan en el seno de 


150 


una familia. Más que la historia fue la presencia de los jóve¬ 
nes Graciela Borges y Alfredo Alcón quienes nos mantuvie¬ 
ron atentos en aquella función. 

La odisea de Martín Fierro (1968) no mejoró demasiado 
las cosas. Pero claro, lo ambicioso de la apuesta, el interés 
que despertaba el tema, el peso de la obra de José Hernán¬ 
dez, parecieron motivos suficientes para otorgar crédito 
previo. Y a su elenco: nuevamente Alfredo Alcón y Gracie¬ 
la Borges, además de Lautaro Munúa y el uruguayo Walter 
Vidarte (el “Zorrito” de El procesado 1040). Pero el gaucho 
díscolo y rebelde que peleó contra todo no pudo con la sen¬ 
sación de acartonamiento que se apoderó de la historia. El 
mejor Torres Nilsson, el de Un guapo del 900 o de Boquitas 
pintadas no pasó por nuestra sala. 

También de este período del cine argentino llegaron títu¬ 
los de corte costumbrista y tono menor. Fue el caso de So¬ 
mos todos inquilinos, de Carlos Torres Ríos, padre de Torres 
Nilsson que practicó un cine más populachero. Aún más in¬ 
trascendente resultó Qué noche de casamiento, una come¬ 
dia protagonizada por Darío Víttori y Gilda Lousek. 

Con pretensiones dramáticas Amalio Reyes un hombre, 
de Enrique Carreras, recurre a clichés del suburbio, male¬ 
vos y ambiente tanguero de principios del siglo pasado, con 
Hugo del Carril encabezando el elenco; también Sala de 
guardia intentó insuflarle dramatismo a una serie de episo¬ 
dios sobre situaciones que acontecen en la emergencia de 
un hospital, una buena idea que quedó en el debe. 


Fuegos de octubre 

Algunos centros de producción importantes del cine 
universal llegaron a estar mínimamente representados en 
nuestro cine de planchada. Fue el caso de Suecia y de la 
Unión Soviética. 


Gran revuelo provocó el estreno de El fuego, película sue¬ 
ca de 1966 dirigida por Vilgot Sjóman. Prohibiciones, censu¬ 
ras, instituciones religiosas escandalizadas y reacciones por 
el estilo en diferentes partes del mundo. En Montevideo se 
puso en cartel en 1967 pero resultó apenas un fueguito sin 
riesgo de incendio alguno. 

El tabú universal que pesa sobre el incesto afloró con toda 
su fuerza a partir de esta película que aborda la relación se¬ 
xual que mantienen dos hermanos en el contexto histórico 
de la sociedad sueca de fines del siglo XVIII. El muchacho, 
miembro de una familia noble regresa de sus estudios en 
Francia ávido de reencontrarse con su familia, especialmen¬ 
te con su hermana. Ella se ha comprometido con un hombre 
rico e influyente lo que provoca los celos apasionados de su 
hermano y ambos emprenden (o reemprenden) una intensa 
relación incestuosa. 

“Es una niña sana” son las palabras con las que finaliza 
la película, tras la muerte de la madre en el parto (Bibi An- 
derson). Reflexión final a modo de convalidación moral que, 
repetimos, en su momento abrió la caja de pandora. 

Sjólman fue colaborador de Bergman pero no era Berg- 
man. Más allá del escabroso tema que aborda, la película fue 
criticada por el manejo, torpe según muchos críticos, a la 
hora de mover la cámara. Seguramente algo de eso ocurría 
con esta película: ni el tema, ni los desnudos ni las escenas 
cargadas de erotismo lograron evitar bostezos en el público 
de la planchada: deseábamos que terminase la función para 
irnos a dormir de una buena vez por todas. 

Si bien la literatura rusa disponible en la Biblioteca del 
Penal enriqueció de manera extraordinaria nuestras posibi¬ 
lidades de lectura, con los clásicos maestros del siglo XIX y 
comienzos del XX -Dostoyesvski, Tolstoi, Chéjov, Pushkin, 
Gogol, el propio Gorki-, obviamente que no estaba en nues¬ 
tra expectativa cinematográfica acceder a títulos provenien¬ 
tes de la Unión Soviética. Por razones obvias. 


152 


No obstante, por esas cosas inexplicables, escapadas de 
toda lógica, una noche de 1973 sentados sobre nuestra cobiji- 
ta mora nos encontramos de frente y mano presenciando una 
película soviética. No cualquier película soviética, sino La ba¬ 
lada del soldado, título de 1960 reconocido y premiado tanto 
dentro como fuera del bloque socialista de aquel momento. 

Su director, Grigori Chujrái fue combatiente en la Segun¬ 
da Guerra Mundial, herido varias veces durante la invasión 
alemana a la Unión Soviética, por lo que fue condecorado 
por el valor demostrado defendiendo a su Patria. Luego de 
la guerra se dedicó al cine y en La balada del soldado logró 
contar una conmovedora historia de amor ubicada precisa¬ 
mente durante la guerra, donde unjoven soldado de 19 años, 
premiado por su heroísmo, obtiene permiso para ir a visitar 
a su madre, un largo trayecto en el cual conoce a la mucha¬ 
cha de la que se enamora. 

La película impactó por el tratamiento del tema, preva¬ 
leciendo valores humanos como la sencillez, la honradez, el 
amor sincero, en momentos en que los filmes soviéticos po¬ 
nían el foco en la exaltación patriótica y en propaganda del 
régimen. En definitiva, fuere por lo que fuere, a la censura 
del Penal de Libertad se le escapó la tortuga y la planchada 
disfrutó de esta gran película. 


Botellas al mar 

Una historia de amor como la de La balada del soldado 
(así como otras historias de amor contadas desde la pantalla), 
podían llegar a ser traspoladas a dos carillas de veinte renglo¬ 
nes cada una, rigurosamente controladas por los censores de 
la correspondencia que entraba y salía del Penal de Libertad. 

Solía suceder que el tema de una película fuera comen¬ 
tada o, mejor aún, sirviera de inspiración al remitente preso 
que le escribía a su compañera. Las limitaciones que im- 


153 


ponía la censura al contenido de una carta eran tales que 
a veces no era sencillo transmitirle al destinatario algo que 
valiera la pena. 

El paradigma de la pareja era materia sensible en el uni¬ 
verso afectivo de los presos de aquella cárcel (y de todas las 
cárceles, obviamente). En toda su complejidad de realida¬ 
des, voluntades y posibilidades. La naturaleza del vínculo 
contraído antes de ir a prisión se diversificaba allí adentro 
en una multiplicidad de situaciones. Tantas, tal vez, como 
los vacíos o las ausencias existentes. 

Una de las bromas constantes entre nosotros, rondaba en 
torno a la reivindicación de la “visita higiénica”, derecho de 
lesa humanidad que se nos negaba. 

No obstante, la especificidad del sentir que cada uno 
experimentaba desde ese costado, los hombres recluidos, 
grosso modo, podían agruparse en torno a situaciones co¬ 
munes o más o menos parecidas, a saber: los compañeros 
que eran visitados por sus compañeras (e hijos, si los tenían), 
los que eran visitados por sus parejas hasta que un día ya no, 
los que no recibían visita de su pareja porque esta se tuvo 
que ir del país, los que no tenían una mujer que los visitara, 
los que tenían su compañera presa y el vínculo se remitía a 
la correspondencia, los que no quisieron ser visitados en¬ 
tendiendo que la mujer debía ser libre para emprender un 
camino más productivo que el de mantenerse ligada a un 
hombre preso. Es de imaginar la carga afectiva que involu¬ 
craba cualquiera de estas situaciones, más allá de como fue¬ 
ran vivenciadas por cada uno. 

Doblemente complejo se tornaba el oficio de “escribidor” 
cuando la carta iba de una cárcel a otra y debía sortear dos 
censuras. Quienes teníamos nuestra pareja recluida en Pun¬ 
ta de Rieles (el equivalente femenino al Penal de Libertad) 
contábamos solamente con la posibilidad de una carta quin¬ 
cenal para decirnos algo que una censura o la otra, o ambas, 
encontrara pertinente su llegada a destino. Botellas al mar 


154 


aquellos sobres celestes del EMRi al EMR2 y viceversa. Sa¬ 
lían o no, llegaban o no, demoraban más, menos, se perdían, 
aparecían o no, pero cuando llegaban se armaba una peque¬ 
ña fiesta dentro de uno difícil de explicar, fácil de imaginar. 

40 renglones “con letra grande y clara” que parecían no 
decir nada y podían decir mucho. El amor, los recuerdos, la 
esperanza, el tiempo, la espera, la ilusión, el futuro. Tópicos 
de referencia, incertidumbres de cómo, cuándo y dónde; 
certezas de sentires, explícitos o subyacentes, según el códi¬ 
go que mejor se aviniera al diálogo de cada pareja. 

Por eso aquella historia de amor de la película soviética 
surtía un efecto nutriente, alimenticio; era maná manuscri¬ 
to que atravesaba desiertos, sorteaba obstáculos y llegaba a 
la tierra prometida: el corazón de la mujer amada, estuviera 
donde estuviera, existiera o no. 


La mochila más pesada 

El otro frente afectivo que sostenía nuestra vida interior 
lo constituía la visita quincenal con nuestros familiares. Era 
uno de los momentos especialísimos, nuestro único con¬ 
tacto permanente con el mundo exterior y, lo principal, el 
intercambio de afectos directo con personas de nuestro en¬ 
torno familiar. 

El locutorio estaba ubicado próximo a la entrada al Pe¬ 
nal. Hasta allí llegaban nuestros familiares y generalmente 
debían soportar destrato, manoseo, controles y revisaciones 
prepotentes y muchas veces humillantes. Tanto en Libertad 
como en Punta de Rieles les hacían sentir “la culpa” de ser 
familiares nuestros. 

De nuestra parte, ir a la visita significaba presentarles 
nuestra mejor cara posible: afeitados, el mameluco más nue¬ 
vo que teníamos y lo principal: transmitirles que estábamos 
bien, de buen ánimo, sonrientes, aunque por momentos de- 


155 


biéramos esforzamos para lograrlo. Para ellos era tranquili¬ 
zador vernos así. En ese intercambio telefónico y a través de 
un vidrio, se daba en tantísimos casos la paradoja de que no 
era el familiar quien traía consuelo al preso sino que era este 
el que transmitía ánimo al familiar. Pero básicamente, era de 
ida y vuelta transmitirse ánimo, tranquilidad y confianza en 
que las cosas pronto iban a mejorar. 

Seguramente el sector del pueblo más golpeado durante 
la dictadura fue el de los familiares de los presos políticos. 
El más sacrificado, el más sufrido, quienes más debieron 
pelearla frente a los milicos a lo largo del tiempo. Desde el 
peregrinar inicial por los cuarteles procurando saber dónde 
estábamos detenidos hasta la perseverancia indeclinable de 
ir y venir a las cárceles, un trance quincenal cargado emo¬ 
cionalmente de afectos y de tensiones. 

La visita duraba 45 minutos que debían ser repartidos 
entre los familiares que recibía cada uno. Padres, parejas, 
hermanos, hijos o algún otro tipo de vínculo familiar que 
podía ser autorizado como visita especial por una sola vez, o 
permanente, en caso de que el compañero no tuviera fami¬ 
liares directos. En un espacio preparado para ese fin, al final 
de la visita se permitía despedir con un beso, rapidito y muy 
controlado, al familiar que se iba. 

En el curso de los años mi madre y mi suegra fueron pre¬ 
sencias incondicionales en cada visita quincenal. Las madres, 
siempre las madres (a ellas le dedicó un emotivo poema Day- 
mán Cabrera que llegué a leer en el primer piso). Además, a 
través de mi suegra tenía contacto indirecto con Punta Rieles, 
un puente afectivo entre dos cárceles que sumaba y mucho. 
Luego, a partir de 1980, una vez liberada fue mi compañera 
la que estuvo ahí, al firme detras de un vidrio que ya poco 
contaba. Empezó otra etapa de mi vida afectiva. Me sentí un 
privilegiado, el reencuentro definitivo estaba cada vez más 
cercano. Un sueño largamente imaginado que empezaba a 
hacerse realidad. 


156 


Corazones de yerba y tabaco 


A los compañeros con hijos menores de doce años se 
les permitía tener “visita de niños”, un contacto directo en 
un jardín adjunto al locutorio. Por supuesto que esos niños 
eran revisados hasta el último pliegue, no fuera cosa que lle¬ 
varan algo peligroso entre sus ropas. 

Se daba por descontado que la escucha telefónica era 
permanente, por tanto cada conversación con el familiar 
adoptaba el código más conveniente, fuere el de hablar a 
calzón quitado o eligiendo el lenguaje alusivo, elíptico, me¬ 
tafórico, gestual, etcétera. 

Además de las novedades de la familia, sociales, del ba¬ 
rrio, etcétera, en general, los familiares nos traían informa¬ 
ción de lo que estaba pasando en el país, en el mundo, de lo 
que salía en la prensa o no. Era toda una tarea colectiva luego 
de cada visita recopilar, chequear, confirmar, complemen¬ 
tar, descartar y compartir el caudal de información recibida. 

Con las visitas llegaba el paquete mensual del preso vi¬ 
sitado: yerba y tabaco siempre prioritarios. Algunos víveres 
complementarios como azúcar, alguna mermelada, leche 
en polvo. Nada podía ser sólido, todo en bolsas de nailon 
transparentes, incluso el tabaco. Un jabón podía entrar ra¬ 
llado, después uno lo mojaba, hacía una pelota compacta y 
lo usaba como barra. También por esa vía ingresaban libros, 
revistas, herramientas, material para manualidades, música 
para “la lata”, dinero para los fondos de la cantina central 
con el que se pagaban las películas... ¡Y correspondencia! 

En buena medida nuetros familiares eran receptores y 
transmisores de abusos y anomalías perpetradas en la cár¬ 
cel. A través de ellos podíamos denunciar, por ejemplo, ante 
organismos internacionales lo que ocurría dentro del Penal. 
Lo cual no garantizaba nada, pero sí quedábamos menos ex¬ 
puestos a las arbitrariedades de los carceleros. 


157 


Los familiares solicitaban, reclamaban, pedían por sus pre¬ 
sos. Y más de que en la inmensa mayoría de las veces nadie 
escuchaba sus reclamos, su presencia constante constituía 
para las autoridades una pequeña presión y, para los presos, 
un enorme amparo (Phillipps Trebyy Tiscornia, 2003: 31). 

Pero ante todo, cada visita era un acto profundamente 
afectivo, emocional. De iday vuelta. El dolory el amor detrás 
del vidrio: miradas, gestos más que palabras. 

Nuestro agradecimiento como presos políticos a los fami¬ 
liares nunca será suficiente. Ellos nos bancaron en todo mo¬ 
mento y de todas las maneras. Ellos bailaron con la más fea. 


Música para pastillas 

Del cine de la década del sesenta de diferentes latitudes 
recibimos en la planchada títulos de variado tenor, algunos 
de ellos más que atendibles. Fue el caso de David y Lisa que 
significó el debut de Frank Perry como director, en 1962, y, lo 
que no es menor, marcó la irrupción del cine independiente 
norteamericano abriendo un fructífero camino para nuevos 
directores en los años sucesivos. Financiada por fuera de los 
circuitos comerciales de Hollywood, apostando con inteli¬ 
gencia al blanco y negro y abordando una temática muy poco 
convencional, la película de Perry cosechó elogios dentro y 
fuera de fronteras. 

Keir Dullea y Janet Margolin encarnan a los dos adoles¬ 
centes que se conocen en la clínica psiquiátrica donde están 
internados debido a los trastornos mentales que padecen. 
David es obsesivo compulsivo y Lisa esquizofrénica. Entre 
ellos se genera una compleja e intensa relación atravesada 
por las respectivas patologías, pero también por sentimien¬ 
tos recíprocos puestos a prueba una y otra vez por las cir¬ 
cunstancias en que se encuentran. 


158 


En su momento, DavidyLisa resultó una película diferen¬ 
te, fuera de libreto, pionera en buena medida de una cine¬ 
matografía que buscaba, y encontraba, nuevos horizontes. 

Pareció entendióle que desde el público de la planchada 
se generara una corriente de simpatía con estos dos jóve¬ 
nes internados -recluidos- con trastornos psiquiátricos. En 
nuestra condición de “internados”, los padecimientos psi¬ 
quiátricos aumentaban con el correr de los años. El deno¬ 
dado esfuerzo de los compañeros médicos (que los había en 
buen número, por fortuna), apoyados en la medicación psi¬ 
quiátrica que proporcionaba la sanidad militar y, ante todo, 
en la capacidad de algunos de ellos para abordar conflictos 
mediante la palabra, la escucha, la confianza, la conversa¬ 
ción personalizada. Una continentación que por limitada 
que fuere, aún en desventaja, contrarrestaba el avance del 
deterioro mental de los compañeros más afectados por el 
encierro y el hostigamiento. 

Tarea titánica la de algunos médicos que dedicaron la 
mayor parte de su limitado tiempo a este apostolado huma¬ 
nitario y solidario en condiciones por demás adversas. Tarea 
silenciosa, desapercibida muchas veces, e incluso riesgosa, 
ya que su misión iba contra la lógica de un modelo de reclu¬ 
sión que tenía como finalidad la desestabilización, el des¬ 
equilibrio mental del individuo sometido a un régimen de 
encierro riguroso y a largo plazo. 

Incluso, luego de varios años de cana llegó un momen¬ 
to que entre los presos “sanos” era recomendable el viejo y 
querido Diazepán para atenuar tensiones o lograr el sueño 
en condiciones más distendidas. Aquella píldora rosada de 
dos miligramos se hizo necesaria y contribuyó a un equili¬ 
brio emocional necesario en aquel lugar. 

Quién más, quién menos, el estrés y las tensiones cotidia¬ 
nas somatizaban por algún lado: hipertensiones, gastritis, 
lumbalgias, hemorroides, úlceras gástricas, trastornos de 
columna, hernias, enfermedades de la piel, jaquecas persis¬ 
tentes, por citar los más frecuentes. 


159 


En lo personal, cuando llevaba unos diez años de cana me 
atacó fuertemente un dolor en la zona lumbar que me tuvo 
unos cuantos días a mal traer, sin encontrar medicación u 
otro tipo de paliativo que calmara aquel dolor punzante e 
inmovilizador. Hasta que un compañero me acercó un pape- 
lito con indicaciones de diez ejercicios de yoga. Los empecé a 
hacer por la noche después que apagaban la luz (estaba pro¬ 
hibido cualquier tipo de ejercicio físico en la celda) y aquello 
anduvo a las mil maravillas: no solo alivió mis dolores reu¬ 
máticos, sino que integralmente empecé a sentirme mejor. 

Seguí haciendo los ejercicios nocturnos hasta el final. La 
serie terminaba con el paro de cabeza, que pasados los años 
sigue sorprendiéndome lo bien que llegué a hacerlo. Estar 
unos minutos con el mundo al revés provocaba una sen¬ 
sación de libertad y autodeterminación intransferibles. Mi 
gratitud por el yoga desde entonces fue total. 


Caramelos surtidos 

El cine “de aventuras”, históricamente, ilustró las panta¬ 
llas echando mano a la literatura. El escritor polaco Joseph 
Conrad adoptó la lengua inglesa para plasmar su obra litera¬ 
ria. Tuvimos acceso a muchos de sus libros que engrosaron 
filas en la Biblioteca Central del Penal de Libertad. 

Entre ellos LordJim, llevada al cine en 1965 por el direc¬ 
tor Richard Brooks y con nutrido elenco donde destacaban 
Peter O'Toole y James Masón, entre otros. En el ambiente 
colonial por los mares del sudeste asiático, un capitán de 
marina mercante enfrenta un dilema difícil de sobrellevar 
luego de dejar librada a su suerte a un grupo de peregrinos 
musulmanes en momentos en que su barco se ve amenaza¬ 
do por la tormenta. 

Pese a todo, el barco logra ser rescatado y el capitán cuen¬ 
ta la historia, perseguido por los demonios interiores que no 
le han dado tregua desde su imperdonable decisión. Aventu- 


160 


ra, drama psicológico, conflicto de valores al servicio de una 
historia que sale a flote, como el barco de Jim. 

Medio a contrapelo del material que nutría nuestro cine, 
una noche nos tocó en suerte Réquiem para un agente se¬ 
creto, una película “de espías” de 1966, género tan en boga 
en aquellos años. El veterano Steward Granger es un merce¬ 
nario al servicio del FBI que lo contrata para desbaratar una 
organización criminal que opera en varias ciudades euro¬ 
peas. Todo muy chatito por cierto: había que sacar partido 
del éxito de James Bond en aquellos años. 

Caramelos de humor en la planchada. De cinco por diez 
pesos en algún caso; confitura refinada, en otro. 

Entre los primeros El pescador pescado, que tiene enjerry 
Lewis su mejor sabor. Cuando le diagnostican una enferme¬ 
dad terminal, él y su esposa deciden quemar los cartuchos: 
disfrutar al mango el poco tiempo que a él le queda de vida, 
no escatimando costos. Resulta que el diagnóstico era equi¬ 
vocado pero ya están endeudados hasta la manija. Todo un lío. 

Jerry Lewis por sí y ante sí, por sus particularísimas do¬ 
tes de comediante, sobreponiéndose ala película de George 
Marshall de 1969. 

El paladar se regocija cuando el sabor humorístico pro¬ 
viene de un gran actor disponiendo de un guión a tono. Fue 
el caso de Peter Sellers en uno de sus primeros trabajos, Re¬ 
verendo en cohete, comedia inglesa de 1963. 

El conflicto se origina a partir de un equívoco del clero 
anglicano que envía como párroco a un distrito burgués un 
cura bastante izquierdista, lo que genera un gran desen¬ 
cuentro. Alguien que no encaja, pero que lejos de amedran¬ 
tarse lleva adelante su misión evangelizadora, lo que signi¬ 
ficaba invertir los términos de la vida social de la gente rica. 

Todos los prejuicios y contradicciones de clase quedan al 
desnudo en esta comedia deleitable de principio a fin, satí¬ 
rica, reidera, con aguda crítica a la religión y a las convencio¬ 
nes sociales burguesas. 


161 


Extrañanamente, estajoyita no fue conocida ni difundida 
como pareció merecerlo. Le tocó al público de la planchada 
justipreciar a este singular reverendo al que debidamente 
valoramos y adoptamos. Le asignamos número, mameluco 
y Peters Sellers se quedó con nosotros. 


Quién tiene los fósforos 

Y la década del sesenta la despedimos a lo grande: la 
planchada tuvo su superproducción y no precisamente de 
corte hollywoodense. 

En lo personal, tenía en mi haber dos superproducciones 
bélicas. De El día más largo del siglo no recordaba mucho, 
salvo el blanco y negro, lo nutrido del elenco y la operativa 
del “día D” de que trata la historia. Pero leer en el Penal el 
libro homónimo del escritor Cornelius Ryan, que inspiró la 
película, resultó bastante más aleccionador. 

La otra película de guerra “larga” la tenía más presente, 
estaba más cercana en el tiempo y la vi con información su¬ 
ficiente como para saber mejor de qué iba la cosa. Incluso re¬ 
cordaba haber salido satisfecho del cine Eliseo, cuando la es¬ 
trenaron en Montevideo, por eso cuando me reencontré con 
ella en la sala de la planchada no pude menos que celebrarlo. 

¿Arde París ?se ocupó de tenernos casi tres horas sentadi- 
tos sobre la cobija, atrapados no solo por la épica de la libe¬ 
ración de París de los alemanes, sino por la tantas pequeñas 
historias que se narran dentro de la gran historia. 

Un gran trabajo de René Clemenet, de 1967, armando el 
puzzle de situaciones inciertas y tensas. Desde los miem¬ 
bros de la resistencia, pasando por los jefes aliados hasta los 
mandos alemanes, todos con contradicciones internas a re¬ 
solver ya mismo porque no hay tiempo para posponer nada. 

Clement manejó con habilidad las pautas de la super¬ 
producción, más “creíble” en blanco y negro, e incluyendo 


162 


filmaciones de época. Contó con un vastísimo elenco inte¬ 
grado por primeras figuras, sobre todo franceses y nortea¬ 
mericanos. Allí estuvieron Kirk Douglas, Glenn Ford, Ives 
Montand, Jean Paul Belmondo, Charles Boyer, Alain Deion, 
Philippe Noiret, Anthony Perkins, Michel Piccoli, Jean Loui 
Trintignant, Orson Welles, Simone Signoret, Leslie Carón, 
aunque quien más se destacó fue el alemán Gert Frobe que 
encarna al general al mando de la ocupación nazi, quien se 
ve apremiado por la orden de Hitler de destruir París en caso 
de perder la ciudad a mano de los aliados. 

“¿Arde París?” es precisamente la interrogante insistente 
del fuhrer, exasperado porque nadie le daba pelota. Al pare¬ 
cer los fósforos estaban mojados y en la planchada ningún 
voluntario le facilitó los suyos. 


163 



Capítulo 8 


La lata nuestra de cada día 

A partir de su instalación en 1975, “la lata” no paró de cre¬ 
cer en cantidad y en calidad. Música, información y transmi¬ 
siones deportivas fueron el trípode que sostuvo la emisión 
de contenidos. Cada pata desarrolló sus espacios temáticos 
propios. Paulatinamente, la audición fue conquistando te¬ 
rreno, expandiendo horas al aire. Y ganando audiencia, por 
supuesto. Cada vez menos el Servicio de Radiodifusión, el 
oficial, cada vez más “la lata” en la oreja de los compañeros. 

Una trabajosa y productiva tarea de equipo que llegó a 
contar con una veintena de compañeros, sosteniendo una 
programación de altísimo nivel en todas sus áreas; emitien¬ 
do, creando, escribiendo, redactando, seleccionando, filtran¬ 
do, inventando... y arriesgando. Todo aquel enorme esfuerzo, 
que tenía como único objetivo estar al servicio de los com¬ 
pañeros, siempre caminó sobre el filo de la navaja. Un térmi¬ 
no, una expresión, una pausa, una inflexión de voz, un doble 
sentido apenas insinuado, una eventual alusión, todo podía 
ser motivo de sanción (que las hubo y duras), y todo podía 
aparejar mayor censura, prohibición o cierre del servicio 
(que también lo hubo, temporalmente). 

De una tímida media hora inicial dedicada a la historia 
del tango, “la lata” llegó a emitir seis o siete horas diarias, en 
días de eventos deportivos en directo. Dispuso de una disco¬ 
teca de 500 volúmenes con música de todos los géneros. El 
“estudio” inicial, en una celda en el tercer piso logró anexar 
otra, contigua, que ofició de sala de redacción y de grabación. 
Técnicamente fue incorporando elementos que aportaban 
los familiares: consola, discos, cassettes, cintas, grabadores, 
micrófonos, herramientas, insumos, etcétera. Alguna com¬ 
pra se hizo a través de la cantina del Penal sustentada con 
fondos aportados por los familiares de los presos. 


165 


Pero, sobre todo, fue el material humano disponible, ge¬ 
neroso, capacitado, lo que hizo posible mantener por casi 
diez años aquellos parlantes vivos, arrojando hacia dentro 
de las celdas un alimento sonoro que se volvió tan necesario 
como el agua caliente para el mate cotidiano. 


Por la cornisa informativa 

Tiempo después de que “la lata” se consolidó musical¬ 
mente en el aire, llegaron los “informativos”. 

Primero fue un noticiero cultural. Miscelánea constaba 
de noticias de la cultura, del arte, del espectáculo, científi¬ 
cas, acompañadas de música variada. Hasta del cine “que no 
veíamos” llegamos a enterarnos: información, crónicas, crí¬ 
ticas de títulos que estaban en las carteleras montevideanas. 

Luego fue el turno del Panorama Deportivo: resumen ge¬ 
neral de todos los deportes, con resultados, posiciones, de¬ 
talles, novedades. 

Hasta que se logró avanzar hacia un informativo de “inte¬ 
rés general”. Noticias nacionales e internacionales. Este fue el 
desafío mayor para los compañeros de Difusión. Era el pro¬ 
grama más difícil de manejar: la información en una cárcel 
política supone un material altamente sensible, peligroso, 
riesgoso. Era el espacio de mayor rating entre los presos... y 
también de los militares. La atención a lo qué se decia y cómo 
se lo decía, lógicamente extremó el celo de los catones. 

Se emitían tres veces por semana en base a recortes de 
prensa proporcionados por Dolcey Britos, el psicólogo de la 
cárcel. Material especialmente seleccionado, revisado, atra¬ 
sado y censurado. El artículo solía venir con tramos tachados, 
inclusive al dorso para que no se leyera el texto de atrás. 

Obviamente se informaba lo que ellos querían que supié¬ 
ramos, pero aún así la información siempre dejaba “algo”. 
Como ya hemos anotado en otros órdenes, los presos apren¬ 
dimos a sacarle jugo a un ladrillo. 


166 


Además, el arte de “boñatear”. Así como una manualidad 
hecha con un pedazo de madera, hueso, cuero, era un “bo- 
ñatito”, también con las ideas, la imaginación, la actividad 
intelectual o con la propia información disponible (informa¬ 
tivos, visitas, o “escuchado por ahí”) “boñateábamos” de lo 
lindo. Era parte del savoire faire del preso ejercitar esta ap¬ 
titud, el material que se tuviera entre manos transformarlo 
en algo diferente, favorable en lo posible. 


El momento más feliz 

Que una dictadura optara por plebiscitar una iniciativa 
política despertaba desconfianza. Por eso, cuando se anun¬ 
ció que el gobierno pondría a consideración del voto popu¬ 
lar un proyecto de reforma constitucional no era una noticia 
halagüeña. Disponiendo de todo el aparato del Estado, los 
medios de comunicación a su servicio y el chantaje ejercido 
a todo nivel sobre la ciudadanía, el plebiscito del último do¬ 
mingo de noviembre de 1980 parecía ser una gran puesta en 
escena para legitimar una legislación que perpetuaría a los 
militares en el poder. 

De todos modos, aquella coyuntura política fue palpitada 
intensamente por los uruguayos en general y dentro del Pe¬ 
nal de Libertad en particular. 

La opinión generalizada entre los presos era que el SÍ se 
impondría holgadamente en las urnas y los militares segui¬ 
rían tan campantes en el gobierno, legitimado en las urnas, 
además, lo que obviamente no presagiaba nada bueno para 
nuestra condición de presos políticos. Nuestro esceptisismo 
se apoyaba en el elemental razonamiento de que ninguna 
dictadura impulsaría un plebiscito corriendo el riesgo de per¬ 
derlo. Parecía imposible un triunfo de la papeleta por el NO. 

¡Y qué fiero le erramos! 

Al otro día, cuando se encendieron los altoparlantes y en un 
escueto comunicado se informó que el NO había ganado el ple- 


167 


biscito -y por una diferencia significativa-, los presos del Penal 
de Libertad vivimos lo que sin dudas fue el mayor momento 
de euforia colectiva que se produjo entre rejas. De la sorpre¬ 
sa al grito, al aplauso, al golpeteo sobre las mesas de cemento 
de cada celda lo que, literalmente, provocaba la vibración de 
aquella enorme mole de hierro y cemento que era el celdario. 

El pueblo le había dicho rotundamente no al proyecto de 
la dictadura y un nuevo y auspicioso escenario político se 
abría en el horizonte del país. Aquella jornada estuvo carac¬ 
terizada por una indisimulada sonrisa dibujada en la cara de 
los presos a lo largo y a lo ancho de la cárcel. Por más que 
todos éramos conscientes que la bestia no estaba muerta, ni 
mucho menos. 

Aquel Mundialito de fines del 8o, que parecía destinado 
a celebrar la consolidación de la dictadura se conviritió en 
festejo popular y antimiliquero. Los goles de Victorino en la 
cancha y el cántico en las tribunas ganaron las calles para 
quedarse y de a poco empezar a pregonar el retorno a la de¬ 
mocracia y a la libertad. 

Tremenda lección nos había dado el pueblo uruguayo. 
Nuevamente subestimamos su capacidad de torcer rumbos 
en la historia. ¡Y vaya si celebramos haberle errado al diag¬ 
nóstico! A partir de aquella coyuntura tan determinante, las 
consignas graficaron el estado de ánimo de los uruguayos: 
“se va acabar, se va acabar, la dictadura militar”, y aquella 
otra que empezó a corearse cada vez con más fuerza den¬ 
tro y fuera del país: “liberar, liberar, a los presos por luchar”. 
Música celestial que se colaba entre las rejas, alcanzaba es¬ 
píritus y corazones, prisioneros aún, pero sabedores que ya 
eran otros los López de esta película. 


168 


Mataron a 


La información era una obsesión de los presos. Estar in¬ 
formados de lo que pasaba “afuera”, en el país, en el mundo, 
incluso sobre qué ocurría dentro de la misma cárcel deman¬ 
daba un estado de atención permanente en nosotros. Las 
visitas, los informativos que escuchábamos por “la lata”, lo 
que aportaban los compañeros que iban llegando al Penal 
u otras circunstancias aleatorias, eran nuestras fuentes de 
información más o menos constantes. Que luego la compar¬ 
tíamos, de la manera que fuere: en el recreo, en los trabajos, 
en las duchas, por la ventana (el viejo “ventilador” de Punta 
Carretas), en cualquier cruce. 

Siguiendo las reglas de emisión y recepción del mensa¬ 
je, y los consiguientes riesgos de la interpretación que cada 
uno podía darle, cuando no el sesgo, el consabido teléfono 
descompuesto, el infaltable “bolazo”. Pero bueno, nobleza 
obliga: siempre hubo compañeros preocupados y capaces de 
separar la paja del trigo y ordenar y transmitir correctamente 
la información disponible. De una manera u otra, siempre 
estuvimos bastante bien informados en el Penal de Libertad. 

Viene a cuento lo que le pasó a mi amigo Alberto, cierto 
día que había concurrido a la enfermería del celdario, ubi¬ 
cada en el segundo piso, lo que equivalía a decir un lugar de 
riesgo. Allí siempre había aprete; era el piso de los presos 
más “peligrosos” y la guardia, controlada e incentivada por 
los oficiales, mostraba sus colmillos, siempre. 

Mientras esperaba que lo atendieran, sale de la enferme¬ 
ría el Flaco Jesús y con él, el custodia que debía llevarlo a 
su piso. Al cruzarse con Alberto le dice algo, rapidito y en 
voz baja, casi en un susurro: “Mataron a...” Pero mi amigo 
no pudo escuchar la frase completa, aunque sí reparó en el 
tono de consternación en la voz del Flaco. 

Cuando vuelve a nuestro piso, Alberto me cuenta lo que le 
había pasado y empezamos a especular con aquel mensaje in- 


concluso, tan críptico como inquietante: a quién habrán mata¬ 
do, quién lo habría hecho, qué consecuencias traería esa muer¬ 
te... Todo parecía posible a partir de aquel mensaje indescifrable. 

Claro, no demoramos en saberlo, porque cuando la mag¬ 
nitud del hecho lo ameritaba la noticia se propagaba de 
inmediato por todos lados. Era el 9 de diciembre de 1980. 
La noche anterior habían asesinado a John Lenon en Nue¬ 
va York. Quiso el azar que el mensajero de la mala nueva, 
justamente friera el Flaco Jesús, un rockero de ley, que por 
supuesto los había dentro del espectro cultural de los com¬ 
pañeros. Su consternación se contagió rápidamente en mu¬ 
chos otros rostros: sin duda la figura de John Lenon gozaba 
de amplia simpatía dentro del colectivo. 


De pronto una guerra 

Un capítulo especialísimo en el Penal de Libertad, en 
lo informativo y en lo político, nos tocó vivirlo durante el 
transcurso de la Guerra de las Malvinas, en 1982. 

Coyuntura muy particular aquella, puesto que ninguno 
de los contendientes eran santos de nuestra devoción, y sin 
embargo, nosotros percibíamos que era mucho lo que se es¬ 
taba jugando en aquella insólita guerra y que podía llegar a 
salpicar, quién sabe cuánto, nuestro destino inmediato. 

Más allá de la neutralidad que adoptó el gobierno uru¬ 
guayo, que se consolidara la dictadura argentina no era una 
buena señal para nuestro país. A su vez, el eje imperialista In- 
glaterra-Estados Unidos era nuestro enemigo histórico. Estas 
contradicciones se reflejaron en el seno del colectivo de los 
presos. Hubo quiénes tomaron partido decididamente por la 
victoria de los militares argentinos, aunque la mayoría de los 
presos, sin pronunciamientos hacia un lado o hacia el otro, 
de ninguna manera deseábamos el triunfo de los gorilas de 
la vecina orilla. 


170 


Lo particular dentro de la cárcel en aquellos días fue el 
flujo informativo que tuvimos de todo el acontecer político y 
militar en torno a la guerra. Dos veces por día, a mediodía y a 
la noche, largos espacios dedicados a informar lo que estaba 
pasando, al instante casi, y con una cortina musical incitante. 

Esto exacerbaba las energías de muchos compañeros. 
Como que estábamos en ascuas, pendientes de cada repor¬ 
te. Por momentos aquello parecía unajusta deportiva de im¬ 
previsible desenlace. 

En su momento, habíamos celebrado la caída de Saigón 
y la derrota de la dictadura de Somoza por parte del Ejército 
Sandinista. ¿Pero las Malvinas a manos de los militares ar¬ 
gentinos? No, no había nada que festejar allí. 


Tangos fatales 

Como hemos anotado, en lo musical, el tango fue la ban¬ 
da sonora de aquel viaje carcelario. Así, los ciclos, las etapas, 
los momentos. Los intérpretes, los poetas, los compositores, 
las orquestas, las líneas musicales, los estilos. Cada progra¬ 
mación tenía una eje temático, cada tema estaba debida¬ 
mente informado, documentado y contextualizado. Gardel, 
“la voz que venció el olvido” o “la voz inevitable” salía al aire 
los domingos a primera hora, con el mate, y la música de 
“Danzarín”, de Julián Plaza con el fuelle de Pichuco, era la 
cortina que abría Bocacalle, espacio de tango que iba tres 
veces por semana, a la tardecita. 

No creo exagerar si afirmo que a través de este medio se 
hizo verdadera docencia tanguera. Se suele decir en el Río 
de la Plata que el tango nos espera, en algún momento de 
nuestras vidas nos encontramos con él. Ese encuentro para 
muchos de nosotros ocurrió en la cana. 

El vastísimo universo del tango lo fuimos aprehendien¬ 
do poco a poco. Y escuchando. Desde aquel viejo testamen- 


to de Arólas, Greco, Firpo, Filiberto o Canaro, pasando por 
grandes orquestas del '40, como las de D'Arienzo, Fresedo, 
di Sarli, Salgán, Pugliese, Racciati, Mores o el gran maestro 
Troilo. Y, por cierto, la evolución que emprendieron Julián 
Plaza, Stampone, Raúl Garello, Osvaldo Piro, Leopoldo Fe¬ 
derico, el dúo Baffa-Berlingeri, el Sexteto Tango y, primero 
en el podio, el otro gran maestro del tango y de la música: 
Astor Piazzolla, “la brecha hacia el ultratango” como se lo 
definía en aquella emisora. 

Disfrutamos, degustamos la poesía tanguera de Manzi y 
de Discépolo por supuesto, pero también de las plumas de 
Celedonio, Lepera, Contursi, Villoldo, Cobián, los herma¬ 
nos Expósito (con Homero y la rebeldía urbana de sus ver¬ 
sos), Cadícamo, Cátulo Castillo, Matos Rodríguez... Y de dos 
nombres mayores de la poética renovadora: Eladia Blázquez 
y Horacio Ferrer, de quiénes tuvimos el privilegio de vibrar 
con la serie de poemas interpetados por Amelita Baltar con 
la orquesta de Piazzolla. Música que erizaba la piel, recarga¬ 
ba las pilas e invitaba a soñar. 

Aprendimos que Gardel impuso el tango cantado, y a par¬ 
tir de él identificamos vocalistas, intérpretes, como Magaldi, 
Corsini, “el Oriental” Razzano, Charlo, Hugo del Carril, las 
grandes voces de Fiorentino, Angelito Vargas, Marino, Fio- 
real Ruiz, Carlos Dante, Mauré, Jorge Vidal, Roldán, Castillo, 
Rufino, Julio Sosa, Rúbenjuárez, Enrique Dumas, Néstor Fa¬ 
bián, Chico Novarro, Raúl Lavié y esos dos enormes iconos 
del tango que son el Polaco Goyeneche y Edmundo Rivero 
(con sus lunfardeadas y todo). 

Una tardecita que sonaba tanguera “la lata” en la celda del 
4to. B, el Turquito (gran conocedor de tango) me comentó: 
“uno oye la voz de Angelito Vargas yes como escuchar cantar 
a un hombre que se está afeitando, frente a un espejo, un 
domingo por la mañana”. Tal cual. 

Por lo melodiosa, sentimental y nostálgica yo le tomé un 
gusto especial a la voz de Francisco Fiorentino. Arriba esta- 


172 


ban los históricos: Gardel, Rivero, “el Polaco”, el propio Julio 
Sosa, pero en lo personal “Fiore” calaba hondo. 

Y por supuesto que contamos con una nutrida presencia 
de voces femeninas, desde las pioneras: Tita Merello, Merce¬ 
des Simone, Libertad Lamarque, Ada Falcón, Azucena Maiza- 
ni, Rosita Quiroga, a las voces de Virginia Luque, Susy Leiva, 
Nina Miranda, Olga Delgrossi, Lágrima Ríos, Nelly Vázquez, 
Amelita Baltar, Rossana Falasca, Graciela Susana, María Gra¬ 
ba y la mina que sedujo como ninguna a todos y cada uno de 
los presos: Susana Rinaldi. Cuánto placer embagayó la Tana 
entre los pliegues de nuestra anatomía emocional. 

A propósito de Rossana Falasca -fallecida prematuramen¬ 
te con tan sólo 29 años, producto de un cáncer artero-, re¬ 
cordaría años después, Miguel, “el Cristo”, la tapa de aquel 
longplay que protagonizó un hecho singular en un sector del 
cuarto piso. En la carátula del disco estaba ella, tan hermosa 
y plena, que despertó la tentación de algún compañero de 
la comisión de fotografía que tuvo a bien reproducir cierta 
cantidad de copias de la imagen de la hermosa tanguera; de 
este modo Rossana Falasca pasó a integrar varias de las car¬ 
tulinas que cada preso tenía autorizada a pegar en la pared 
de su celda con fotos de su familia. Lo cierto fue que luego 
de una jornada de requisas en las celdas de ese sector, uno 
de los oficiales a cargo del procedimiento, con la imagen de 
Rossana Falasca en la mano, le dijo a uno de sus camaradas 
en tono risueño: “O esta mina era muy puta o estos pichis son 
todos parientes”. 


Un ciego descontrolado 

¿Por qué fue el tango el género musical por excelencia 
de la cana? No sabemos. Flay posibles respuestas que ya son 
cliché, reflexiones estereotipadas, que identifican al tango 
con la nostalgia y la melancolía que se conjugan en la idio- 


173 


sincracia rioplatense (que podrían suponerse exacerbadas 
en las cárceles), pero, francamente no lo sé. Lo cierto fue 
que al tango lo adoptamos, lo incorporamos a nuestra vida 
carcelaria, se nos hizo costumbre tenerlo y nos gustó tener¬ 
lo, sentirlo. Sentirlo por fuera y por dentro. 

La constante política de vaivén -aprete, afloje, aprete- 
permitía que los compañeros supieran elegir el momento 
adecuado para “entrarle” al Departamento de Bienestar y 
Recreación y obtener provecho para el colectivo de presos. 

Fue así que allá por el '76 o '77 asistimos a dos eventos 
organizados y protagonizados por compañeros. Uno de ellos 
fue una charla sobre astronomía... Sí, de astronomía, por 
raro que parezca. Claro, contábamos con la solvencia y el 
prestigio del profe Gonzalo Vicino, un referente uruguayo 
de primer nivel en la materia. 

A priori, una charla sobre cuestiones de astronomía po¬ 
día equivaler para la mayoría de aquel colectivo -y de tantos 
colectivos- a aburrimiento seguro. Sin embargo Vicino se 
las ingenió para que su charla resultara por demás atendible 
y no decayera el interés de una audiencia desinformada y en 
buena medida desconfiada del tema elegido. Poseedor de un 
discurso atractivo, rico, didáctico, apoyado en audiovisuales 
y apelando a dosis de humor bien logrado, Vicino terminó 
poniéndose al público en el bolsillo. Hasta los milicos que 
nos cuidaban se interesaron con aquella disertación. 

El otro evento ocurrido en aquellos tiempos fue de corte 
musical, de base tanguera. Seguramente concebido y alcan¬ 
zado a partir de la difusión y la aceptación de que gozaba el 
tango a través de “la lata”. 

Así que una noche ocupamos nuestra sala de cine para 
disfrutar de una excelente velada musical que nos ofrecie¬ 
ron compañeros destacados por sus cualidades musicales 
y vocales, de los cuales adelanto mis disculpas por alguna 
posible omisión, producto de involuntario olvido. 

El programa incluía temas interpretados por un eximio 
guitarrista como el Tito Botto, el bandoneón del Gordo Bello 


174 


(nuestro Pichuco carcelario), el tango arrabalero del Pocavida 
Luzardo, la voz y la guitarra del Gordo Ocampo que interpretó 
“Vivián”, romántico tema de Los Olimareños, y otra voz tan- 
guera, la del Petizo Piolín que interpretó “El último organito”. 

Quedó en el recuerdo el sentimiento que imprimió Piolín 
a su interpretación del reconocido tango de Manzi. Cuando 
llegó al verso que alude a “el ciego inconsolable del verso de 
Carriego”, el Petizo, con mucha gola y convicción cantó “el 
ciego incontrolable del verso de Carriego”, lo que provocó 
una indisimulada risa entre los compañeros... Cuando ter¬ 
minó de cantarlo alguien del público le gritó “¡Vo 1 Piolín, dale 
un Diazepám al ciego que está descontrolado!”... La carcaja¬ 
da fue acompañada por el mismo cantor. 

Del humor a la tragedia. Al poco tiempo de aquella jocosa 
escena Piolín firmó la libertad y se fue. Amigos y familiares 
organizaron un asado para celebrar su reencuentro. Fue tal 
la mala fortuna de Piolín que un pedazo de carne obstruyó 
su esófago y murió atragantado en medio de aquel festejo. 


Saudade 

Pero volviendo a la música que alimentaba nuestros es¬ 
píritus. No solo el tango amenizaba nuestras horas, musi¬ 
calmente contamos, prácticamente, con todos los géneros. 
Prohibidos nuestros cantantes populares, nos refugiamos en 
aquel folklore argentino de los sesenta: Chalchaleros, Fron¬ 
terizos, Quilla Huasi, los de Salta, los del Suquía, Falú, Jaime 
Torres, el Chango Rodríguez... ¡Y a la Negra Mercedes Sosa 
escuchamos! De este pago tuvimos a Cariños Benavídez con 
la guitarra como bandera, sorteando censuras, cantándole 
a Aparicio y al ‘jardín del país”. Santiago Chalar y José María 
Fossati intentando tapar el agujero de tantas ausencias, y no 
podía estar ausente la voz femenina de la cantora compa¬ 
triota Amalia de la Vega. 


175 


En “la lata” recalaron compañeros con credenciales de 
sobra para desasnarnos acerca de la música que escuchába¬ 
mos: aprendimos que aquella música no era folklore, como 
la llamábamos: la definición correcta es "música de proyec¬ 
ción folklórica". 

De la cultura brasileña abrevamos en dos fuentes, la lite¬ 
ratura y la música. Tuvimos la fortuna de contar con toda la 
obra, las diferentes etapas creativas de Jorge Amado (en par¬ 
ticular la riqueza de Tienda de los milagros), y con ese icono 
de la literatura que es Gran Sertón Veredas, donde Guimaráes 
Rosa llevó la realidad del nordeste brasileño a una universa¬ 
lidad literaria con un estilo narrativo que lo emparentan con 
obras como las de Joyce, Cervantes, Dante o Goethe. 

Y el samba y la bossa nova, claro que vibraron regular y 
dulcemnete desde los parlantes. Lo mejor de Vinicius de 
Moraes, de sus encuentros con Joáo Gilberto o Antonio Car¬ 
los Jobim y toda la renovación que introdujeron en la músi¬ 
ca brasileña desde fines de los cincuenta. El nivel alcanzado 
con Toquinho, María Bethania en la época de La Fusa, y por 
cierto que con María Creuza. No había celda que no tuviera 
su Garota de Ipanema emberretinada. 

La Tropicalia de Caetano Veloso y con él Gilberto Gil, Gal 
Costa, María Bethania, así como Chico Buarque, con temas 
poéticos que aludían a la dictadura de su país (“Cálice”, “A 
pesar de vocé”, “Construgáo”) gozaron de nuestra bendición. 

Como también Elis Regina, figura señera en el rumbo de 
la música popular brasileña de su tiempo; una mujer que 
molestó y mucho a la dictadura militar de su país. La so¬ 
bredosis con que explicaron su muerte, en 1982, nunca fue 
probada. Tenía tan solo 36 años. 


176 


Ala lata al latero 


Por más que la rutina carcelaria hiciera parecer que todo 
día fuera igual al anterior o al siguiente, un sábado por la no¬ 
che o la tardecita de un domingo podían despertar saudades 
de “lleca”. Los compañeros de difusión interpretaban esos 
momentos y emitían espacios musicales diferentes, desti¬ 
nados a la distensión, de música clásica, temas de cine, se¬ 
siones de jazz y piezas disfrutables, apropiadas al momento. 
Toda la música. Banda sonora de tiempos y lugares, llevaba 
por nombre este espacio músical selecto, compensatorio. 

Cabe acotar que la denominada música clásica, o músi¬ 
ca culta para algunos, estuvo muy presente en las emisiones 
radiales carcelarias. Para muchos de nosotros, que previa¬ 
mente no teníamos una formación musical suficiente para 
justipreciarla en toda su dimensión, con la información brin¬ 
dada que contextualizaba, “acercaba” y predisponía nuestros 
oídos a recibirla de buen grado. Así la Quinta y la Novena de 
Beethoven, las sinfonías más célebres de Mozart, conciertos 
barrocos de Bach, las Estaciones de Vivaldi. Como que nos 
fueron domesticando por dentro. En lo personal, el ejemplo 
más claro lo experimenté con 1812, la obertura de Tchaiko- 
vski que “describe” la derrota de las tropas napoleónicas a 
la entrada en Moscú; el apoteótico final a toda orquesta, el 
tronar de cañones y las campanas de San Basilio doblando 
a pleno, provocaba una verdadera exaltación de lo sentidos. 

Federico Chopin llegó al Penal de Libertad en 1978, salió 
al recreo en chancletas con una camiseta de Boca y tocaba 
sonatas por las noches en un piano mudo, en una celda del 
cuarto piso. 

Un año antes, en Montevideo, los servicios del Plan Cóndor 
secuestraron a Miguel Angel Estrellajunto a otros compañeros 
vinculados a los montoneros argentinos. Lo torturaron, ame¬ 
nazaron cortarle las manos como a Víctor Jara, lo procesaron 
y lo mandaron al Penal. Los cargos más contundentes que te- 


177 


nían contra él eran los conciertos que daba con su piano iti¬ 
nerante a los trabajadores azucareros de su Tucumán natal, a 
la negrada de los Valles Calchaquíes, y a los más recónditos y 
olvidados lugares donde la pobreza y el desamparo campean. 

El talento y el reconocimiento de que gozaba Estrella a 
nivel internacional se hizo sentir en la cárcel. La propia reina 
de Inglaterra intercedió para que tuviera consigo un piano 
mudo, instrumento que le permitiera ejercitar sus dedos en 
el teclado y no perdiera el maravilloso don que poseía. 

Era raro aquello. Para nosotros, el Chango era un compa¬ 
ñero muy querible que rápidamente se granjeó el cariño y la 
amistad de los presos. Los milicos nunca entendieron la locu¬ 
ra de aquel “pichi” que por las noches, en la penumbra de su 
celda pasaba horas enteras tocando un piano que no sonaba... 

Años después supe que otro célebre creador, que no ha¬ 
bía estudiado música, aprendía a tocar en un teclado de car¬ 
tón construido por él mismo. Se trataba nada menos que de 
Gerado Mattos Rodríguez. Ahí me di cuenta que el Chan¬ 
go era Chopin pero también era Becho. O que Becho era el 
Chango o Chopin. Como se prefiera. 

Estrella estuvo tres años preso. Salió y fundó la ONG 
Música Esperanza para seguir haciendo lo que había hecho 
siempre: llevar su talento, tanto a las salas más encumbra¬ 
das del mundo como a los ámbitos más desprotegidos. Y si¬ 
guió dando conciertos en las cárceles, donde les contaba a 
los presos de Chopin, aquel polaco libertario que prefirió 
dejar su tierra antes que arrodillarse ante los esbirros del zar 
que habían invadido su Patria. 


De charanga y pandereta 

Recuerdan las compañeras presas en Punta de Rieles que 
el momento de más absoluto silencio que se recuerda en 
aquella cárcel fue una noche, a la hora de la cena, cuando 


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de repente se oyó una canción de Joan Manuel Serrat. No 
voló una mosca, no se movió un cubierto, un plato, un vaso, 
nada. Quedaron como estatuas, bullendo por dentro, claro. 
Fue la única vez. Pero ellas se encargaban de recrear “a ese 
hombre joven que noche a noche soñaron en su mente”... 
Cantaban, recitaban, de a una, a dúo, a coro. Desde la mú¬ 
sica, el teatro, la murga, la lectura compartida. Resistían el 
embate constante de las milicas y los oficiales a cargo. Las 
celdas colectivas eran tricheras desde donde daban una ba¬ 
talla que no daba tregua. "A galopar" cantaban. Y galopaban. 

En el Penal de Libertad, Serrat siempre estuvo prohibido. 
Salvo un brevísimo período, dos o tres semanas del '78 o '79, 
no recuerdo bien. En esos días nuestra radio pudo difundir 
aquellos primeros temas del cantautor catalán que tanto ha¬ 
bían conmovido nuestros corazones jóvenes de fines de los 
años sesenta. Pero duró poco, ni bien repararon de quién se 
trataba, vinieron por él y nunca más. Un traspié de la censu¬ 
ra que seguramente le costó caro a algún oficial desatento. 

No teníamos a Joan Manuel pero sí a Alberto Cortez que 
cantaba poemas de Hernández y de Machado que interpre¬ 
taba Serrat, además de algunos propios y muy buenos. Con¬ 
tamos con la prédica mística y socialmente crítica de Facun¬ 
do Cabral, un trovador diferente, difícil de encasillar pero 
siempre profundo en su decir. Lo que resultaba paradójico 
era que mientras celosamente proscribían a Serrat, la tortu¬ 
ga se les escapaba inocentemente: durante años escuchamos 
a Patxi Andión como si nada... Claro, ni idea los censores de 
quién se trataba. Su voz ronca, su decir directo y poético a la 
vez, por no destacar su compromiso. 

Recuerdo una noche que llegado el horario de apagar los 
parlantes, quedó inconcluso “Rogelio y yo”, tema de Patxi An¬ 
dión bastante difundido en su momento. Se apagó su voz y 
desde una ventana del segundo piso, con fuerza, la voz del 
Negro López retomó la canción donde había quedado y la 
cantó todita, hasta el final. La barra agradecida. 


179 


Otras voces rebeldes de la madre patria nos acompaña¬ 
ron: los coros de Agua Viva, rescatando “los poetas andalu¬ 
ces” de Alberti, como también poemas de Lorca, León Felipe 
y otras creaciones propias de excelente factura. 

Conocimos voces melodiosas, dulces, tiernas, de gran ca¬ 
lidad coral, como las de Mocedades, y canciones de amor 
(y de desamor) que nos susurraba al oído la española Mari 
Trini, un placentero descubrimiento. 

No era española pero no les iba en zaga en cuanto a sen¬ 
sualidad vocal. Claudia de Colombia nos era desconocida 
pero rápidamente le dimos cabida en la celda. Años des¬ 
pués, cuando pude ver fotografías suyas, me di cuenta que 
ya la conocía. Su hermosura era la imaginada. 


Blues de la libertad 

Y gran variedad de ritmos, de géneros, tiempos pasados o 
de aquel momento. Del rock y de la música pop, desde Elvis 
Presley a los Beatles, desde Bob Dylan a Creedence, pasando 
por Santana o los Carpenters. 

Sesiones de jazz de Charlie Parker, Duke Ellington, Billie 
Hollyday, Ella Fitgerald. ¡La imponente voz de Paul Robeson!... 
El blues y el soul de Aretha Franklin, Janis Joplin. Y Ray Charles: 
recibir a través de la reja “Georgia en mi mente” era un mo¬ 
mento intransferible, solo había que escucharlo y dejarse ir... 

Y de repente descubrirvocesjuveniles, alegres, melodiosas: 
suecos cantando en español. Abba, todo un gusto recibirlos. 

Temas populares de la vecina orilla: Leonardo Favio, Pie- 
ro, la “porteñada” (Los Naúfragos, Lajoven Guardia y tantos), 
la Flaca Tormenta. El incipiente rock argentino de Los Gatos, 
Almendra, Sui Generis, León Gieco. Desde Brasil Roberto 
Carlos y Rita Lee. La variable uruguaya, desde Rubén Rada 
o los Shakers al candombe beat de Tótem o “La milonga de 
pelo largo” de Dino... Imposible recordar a todos. 


180 


Y al final el destape. A partir de 1982, cuando los vientos 
de libertad soplaban incontenibles, “la lata” amplificó los re¬ 
pertorios y el canto popular uruguayo palpitó en las gargan- 
tes de los presos. Los que iban cantando, Cantaclaro, Omar 
Romano y los del altillo, Jorge do Prado y Pareceres, Can- 
taliso, Roberto Darvin, Daniel Amaro, Abel García, Mariana 
García Vigil... Y llegaron temas de aquel memorable disco de 
Jaime Roos y todos entonamos aquella “Retirada” maravi¬ 
llosamente interminable: “se va se va la murga, aunque ya 
nunca pueda decir adiós”. 

Un cabo de enfermería cierto día me comentó que había 
un dúo que “cantaba como los dioses”. 

—¿Quiénes son? —le pregunté. 

—Larbanois y Carrero —me dijo. 

No le entendí demasiado pero insistí: 

—¿Y qué cantan? 

—Yyyyy... —pensó— Son como Los Olimareños. 

Al poco tiempo también ellos sonaban en la lata.. 

Hasta que llegó Rumbo y fue el acabóse. “A redoblar” 
rompió definitivamente las rejas. Es difícil transmitir con pa¬ 
labras lo que significó escuchar “que el corazón no quiere 
entonar más retiradas” desde el fondo de una celda. Solo res¬ 
taba aprontar las cosas y aguardar que abrieran las puertas. 

La señal, el santo y seña de un deseo siempre invocado 
esta vez amagaba con volverse realidad: “¡a los mionca, a los 
mionca!” 

Costaba creerlo, pero “la lata” cantaba la justa. 


181 



Capítulo 9 


La caída 

Sobre fines de 1976 el cine del Penal de Libertad gradual¬ 
mente comenzó a sufrir un marcado descenso de la calidad 
del material exhibido. El buen cine, si bien no desapareció, 
pasó a tener una presencia esporádica y marcaron tenden¬ 
cia ciertos ciclos que rayaron entre lo mediocre, lo malo y lo 
muy malo. El cine de las vacas gordas quedaba en el pasado 
y la crisis apretó el cinturón de la pantalla. 

Esto aconteció en el marco del viraje que los militares le 
imprimieron a la política interna carcelaria. Clausura y purga 
de la Biblioteca, quema salvaje de libros; incremento y sis¬ 
tematización de sanciones (“sancionismo”); aumento de la 
compartimentación entre pisos, sectores y alas de cada sec¬ 
tor; limitación de la producción de manualidaes en las cel¬ 
das; mayores irregularidades en la correspondencia y toda la 
gama imaginable del verdugueo cotidiano a que una cárcel 
puede echar mano si de maltratar a sus reclusos se trata. 

Este empuje represivo en la cárcel operó como correlato 
de los momentos políticos que atravesaba el país y la región. 
En aquella coyuntura, recordemos, los militares avanzaron 
sobre el poder político, desplazaron a Bordaberryy goberna¬ 
ron a través del civil Aparicio Méndez. Ya se había producido 
el golpe de estado en Argentina y el Plan Cóndor hundía sus 
garras en la región e instalaba la desaparición de militantes 
como método de exterminio. 

Pero volvamos al cine y de cómo afectó a nuestra pantalla 
la escalada represiva. Los mandos de la cárcel empezaron a 
participar directamente en la elección de los títulos (qué tipo 
de películas, de dónde traerlas, qué distribuidoras, etcétera) 
y ello redundó en la caída pronunciada del nivel del cine que 
veíamos. Se instalaron algunos ciclos, muy caracterizados, 
que alternaron y predominaron en las noches de la planchada. 


183 


El spaghetti, el denominado “ciclo histórico”, las funcio¬ 
nes de documentales de variado tenor y, finalmente, un tipo 
de cine argentino de mucha pobreza intelectual. En ese or¬ 
den fueron los nuevos géneros que ofreció a su público la 
sala del Penal de Libertad. 


Con tuco y mucho queso 

No recuerdo bien si fue en 1966 o en 1967 que el western 
spaghetti desembarcó en Montevideo. El cine Trocadero, 
pionero en aquello de poner grandes carteles en lo alto de 
la fachada para promocionar sus estrenos, colocó una enor¬ 
me moneda agujereada por un balazo detrás del cowboy que 
empuñaba su pistola. No dudé y me metí de cabeza en la sala. 

Un dólar marcado era el estreno del Trocadero y pocas 
semanas después Adiós gringo hacía lo propio en el cine 
Rex. Ambas películas, protagonizadas por Giuliano Gemma, 
de alguna manera me devolvían un lejano oeste por enton¬ 
ces casi perdido. Clint Eastwood no tardó en llegar trayendo 
bajo su ponchito Por un puñado de dólaresy Por unos dóla¬ 
res más. Sentí reavivadas fantasías de mi infancia alimenta¬ 
das de los cowboys del cine y de las revistas de historietas. 

El denominado western spaghetti, subgénero devenido 
del western norteamericano, tuvo su tiempo de vida entre 
mediados de los años sesenta hasta entrados los setenta; en 
casi diez años se rodaron más de 500 títulos en los estudios 
italianos de Cineccitá, con bajo presupuesto por cierto, aun¬ 
que también los españoles aportaron lo suyo con lugares de 
filmación y alguna producción propia. 

El spaghetti se caracterizaba por exagerarlo todo. Se si¬ 
tuaba en el universo épico del oeste de los Estados Unidos y 
llevaba sus historias y sus acciones a otros límites cinema¬ 
tográficos. Se puede decir que ensuciaba la cancha: tomaba 
los lugares comunes, los ticks, los modelos y prototipos del 


184 


western y les imprimía un grado de violencia mayúsculo. 
Con otros códigos: el bueno no es enteramente bueno y el 
malo es más malo todavía. Sus personajes son rudos, poco 
confiables y violentos hasta la perversión. Salpicaba la san¬ 
gre en la platea. Morbo y patetismo. 

El director que mejor factura obtuvo de esta impronta 
fue Sergio Leone, autor de la “trilogía del dólar” donde im¬ 
puso el perfil bien definido de Clint Eastwood y convirtió a 
El bueno, el malo y el feo en clásico del género. Las partitu¬ 
ras de Ennio Morricone calzaron como anillo al dedo en la 
generación del clima de acción. 

Otros actores como Franco Ñero, Lee Van Cleef, Giuliano 
Gemma menudearon en los elencos y algún consagrado como 
Gian María Volonté incursionó en estas lides. Fue el tiempo 
de los Ringo, los Django, los Sabata, hasta que la franquicia se 
agotó y el espacio del spaghetti fue ocupado fugazmente por 
la saga de Trinity, donde el dúo Terence Hill y Bud Spencer 
por el lado de la parodia agotaron definitivamente el ciclo. 

Diez años después de llegar a las salas del Centro, el spa¬ 
ghetti desembarcó en la planchada completando un menú 
de una veintena de títulos. Aquello de que si no querés sopa 
dos platos se reiteró con frecuencia en este ciclo, casi al bor¬ 
de de la indigestión. 

Eso sí, tuvimos la fortuna de ver el mejor exponente del 
género: Cara a cara fue dirigido por Sergio Sollima en 1967 y 
contó en los roles protagónicos con el cubano Tomás Millian 
y el ya mencionado Gian María Volonté (el gran Bartolomeo 
Vanzetti de unos años antes). Acá Volonté interpretaba a un 
profesor que visita Texas por razones de salud y se enfrenta 
al jefe de la pandilla que lo ha tomado de rehén. Si el enfren¬ 
tamiento se hubiera limitado a desenfundar pistolas Cara 
a cara hubiera sido un spaghetti más, pero el duelo iba por 
el lado intelectual: ideas, filosofías de vida y personalidades 
contrapuestas que sostienen la historia. Toda una excepción. 


185 


Ropa sucia fuera 


Pero no sería el spaghetti el principal indicador de nues¬ 
tro declive cinematográfico. Entre 1977 y 1980 tuvimos epide¬ 
mia de “ciclo histórico”, definición benevolente con aquella 
treintena de bodriazos que soportamos estoicamente, incó- 
lumnes frente a la pantalla. Se trataba de producciones es¬ 
pañolas e italianas de los años cincuenta y sesenta utilizadas 
abusivamente como relleno en las matinées de los cines de 
barrio. En la década del setenta solo los presos del Penal de 
Libertad podíamos soportar estas películas. 

Llamamos irónicamente “ciclo histórico” a lo que los his¬ 
toriadores de cine denominan péplum, término francés iden¬ 
tificado con un cine popular, de aventuras y con referencias 
históricas. Dicho de otra manera: producciones de bajísimo 
presupuesto fabricadas en serie, como chorizos, que no esca¬ 
timaban en tergiversar y falsear los hechos históricos con tal 
de abaratar costos de producción. En un mismo escenario se 
llegaban a filmar escenas de romanos, de mosqueteros o de 
caballeros templarios, repitiendo elenco, e incluso vestuario. 
Un verdadero atropello al cine. 

Así tuvimos abundancia de películas de romanos, cam¬ 
pañas de Julio César, destrucciones de Pompeya, Sabinas 
raptadas, gladiadores de pacotilla, incluido algún Espartaco 
esperpéntico (toda una afrenta al de Stanley Kubrick). 

También invasiones bárbaras, mongoles, tártaros, kirgui¬ 
ses, vikingos, hordas de Genghis Kahn. Tuvimos seres mito¬ 
lógicos o bíblicos (Elércules, Macistes, Goliaths). Literatura 
destrozada convertida en cine trucho: guerras de Troya im¬ 
posibles, caballeros medievales, Cides Campeadores, leones 
de San Marcos, piratas, sandokanes, tigresas de los siete ma¬ 
res, D'Artagnanes e hijos de D'Artagnanes, mosqueteros de 
Luis XIV que sin desparpajo enfrentaban al Zorro mexica¬ 
no... Y muchos forzudos encabezando elencos: Steve Reeves 
(ex Míster Universo) y Gordon Scott, el relevo de Lex Barker 
como Tarzán en los años cincuenta. 


186 


El Zorro tuvo la deferencia de pasar una noche por Ba¬ 
rracas y dibujar con su espada una zeta hilarante en algu¬ 
na frente. Su eterno perseguidor, el Sargento García lo traía 
cortito como siempre, lo que le obligó a refugiarse en una 
humilde vivienda que habitaba una madre viuda con su hijo 
pequeño. Cuándo el Zorro le explica a la preocupada dueña 
de casa que acudió allí porque lo perseguían los soldados, el 
niño interviene y no tiene mejor idea que decirle a su ma¬ 
dre: “Mamá, debe ser un hombre bueno si lo persiguen los 
soldados”... Esto despertó fuertes risas en el público y una 
reacción de enojo (entendible) en los guardias. No lo tolera¬ 
ron, ordenaron suspender la función. 

Lo atrapante de este ciclo era que siempre podía aparecer 
una película peor que la anterior. La competencia era esa: si 
llegaba una más mala la disfrutábamos mucho más. Porque, 
claro, tomársela para lajoda y reírse de cualquier cosa era el 
mejor antídoto. Los milicos no entendían nada. 

Una noche de cine, al segundo piso además de hablar in¬ 
tentaron prohibirle reírse. El sargento a cargo paró la pelí¬ 
cula y reiteró que no se podía hablar ni reír. Un compañero 
entonces le preguntó: “Disculpe sargento, ¿y si la película es 
cómica?”. El sargento dudó, se dio media vuelta y se fue. La 
película siguió con las risas del caso. 

La película de esa noche merece mencionársela. Se llama¬ 
ba La espada de la venganza. Un icono del “ciclo histórico”. 
Lúe la peor de todas (equiparable si se quiere a un engendro 
japonés de ciencia ficción de cuarta llamado Atoragón) y, 
como su titulo lo indica, mucha arma blanca capaz de todo. 
La escena cumbre tenía lugar en lo alto de un castillo donde 
el fantástico espadachín empieza a voltear enemigos; caían 
como macacos, pero su estocada más sublime la asestó cru¬ 
zando su brazo derecho por detrás de su espalda, ensartan¬ 
do al villano que llegaba por la izquierda. Lo que en fútbol 
sería un gol “de rabona”. Medio pizarrero el hombre pero un 
crack, sin duda. 


187 


Cuando terminaron de verla y se aprontaban para volver 
a su celda, menudeaban los murmullos jocosos entre los 
compañeros del segundo piso. El sargento entonces se acer¬ 
ca y dice con voz fuerte: “Si no hacen silencio les pasamos 
de nuevo la película”... Silencio absoluto. Punto para el sar¬ 
gento. Fue empate. 


De tiro corto 

El cine documental y los cortometrajes de ficción estu¬ 
vieron siempre presentes en nuestra cartelera. Recordemos 
que nuestra pantalla debutó en abril del '73 con un excelente 
documental sobre los años locos. En materia de cortome¬ 
trajes disfrutamos y carcajeamos en funciones de cortos de 
Chaplin, Max Lindery otros capocómicos del cine mudo. 

En cortometrajes de ficción, por ejemplo, tuvimos la opor¬ 
tunidad de observar los comienzos de Román Polanski, diri¬ 
giendo en 1958 en su Polonia natal Dos hombres y un arma¬ 
rio, una originalísima pieza de quince minutos que describe 
cómo dos hombres salen del mar cargando un armario, in¬ 
gresan a la ciudad e intentan llevar una vida normal sin aban¬ 
donar el mueble que cargan. Cine del absurdo con toques de 
humor negro y de tensión, rasgos que Polanski desarrollaría 
en abundancia en su larga filmografía. 

Otro clásico, mediometraje en este caso, que pasó por 
nuestra pantalla fue Crin blanca, película francesa de 1953, 
de 36 minutos dirigido por Albert Lamorisse, que cuenta 
con bellas imágenes la tierna relación entre un niño y un 
caballo salvaje; solo la amistad del niño reconoce el animal 
creándose entre ambos un universo propio a modo de canto 
a la infancia y a la libertad. 

Toda una curiosidad despertaron las marionetas del che¬ 
coslovaco JiríTrnka, destacadísimo en el cine de animación 
y en la ilustración de importantes obras literarias. En algu- 


188 


nos textos se lo cita como “el Walt Disney de Europa del 
Este”. Lo apreciamos en nuestra pantalla con El ruiseñor del 
Emperador, realización de 1949 donde las marionetas ani¬ 
man un cuento infantil de origen oriental. 

El cine documental, en cambio, tuvo mayor presencia en 
nuestra cartelera. Digámoslo claramente: salvo algunas ex¬ 
cepciones, la funciones de documentales eran de temer. Si 
no venían como preámbulo de un largometraje de ficción el 
programa parecía prometer aburrimiento seguro. 

Sin embargo, llegamos aver, en el período de vacas gordas, 
un documental considerado un clásico de todos los tiempos: 
El hombre de Arán, realizado en 1934 por el norteamericano 
Robert Flaherty, considerado el padre del cine documental. 
Este trabajo profundiza la lucha con la naturaleza de los ha¬ 
bitantes de Arán, una isla en el norte de Irlanda. Hombres de 
mar, pescadores, cazadores de enormes tiburones que pro¬ 
veían el aceite para las lámparas en un territorio de escasa su¬ 
perficie para la agricultura. Dura, una vida llena de apremios 
en un confín del mundo, lejos de toda forma de progreso. 

Se le ha endilgado a Flaherty haber acomodado las con¬ 
diciones de vida de la gente de Arán para la conveniencia de 
su película. Pero bueno, una polémica que nos sobrepasa¬ 
ba ampliamente, nos quedamos con las imágenes que real¬ 
mente impactaban. 

Buena parte de los cortos documentales que llegaron 
provenían de embajadas, sobre todo de la entonces Alema¬ 
nia Occidental, de la RAI italiana, material canadiense, como 
Caroline, un cortometraje por demás interesante del Film 
National Board -instituto destinado a promover el cine ver¬ 
náculo y frenar la influencia arrolladora del cine de sus veci¬ 
nos yanquis-, e incluso nacionales del Cine Arte del Sodre. 

Es de imaginar la variedad de temas abordados en estas 
cintas, así como los grados de interés que despertaban en 
el público: desde interesantes semblanzas de artistas de la 
talla de Bach o de Van Gogh, pasando por buenas piezas de- 


189 


dicadas al jazz (Armstrong, Kruppa), el siempre bienvenido 
documental de fútbol, hasta soporíferos ejemplares del tipo 
de la cosecha de tulipanes en Holanda, técnica de aprendi¬ 
zaje de macramé y tópicos por el estilo. 


Nos sobran los motivos 

No obstante, la técnica de aprendizaje de macramé podía 
encontrar a algún espectador que siguiera atentamente la 
enseñanza que mostraban las imágenes. El crochet, el punto 
cruz, el macramé y otras variables utilizadas, por ejemplo 
para la confección de tapices, ocuparon el tiempo de mu¬ 
chos compañeros en sus horas de celda. 

La lectura y las manualidades eran actividades centrales 
en la celda. Quien más quién menos dedicaba horas a estas 
disciplinas. A una de ellas o a ambas. Había compañeros que 
se abocaban a una manualidad (el boñatito) y dedicaban el día 
entero a ello. De mañana temprano pasaba por cada celda el 
encargado de herramientas y proporcionaba lo que cada uno 
iba a usar ese día. De tardecita las recogía y quedaban guar¬ 
dadas en un depósito. Estaba estrictamente prohibido tener 
herramientas en la celda fuera del horario autorizado. 

Los materiales eran proporcionados por los familiares: 
madera, hueso, cuero, guampa, acrílico, pinturas, alambre, 
algunos metales autorizados, etcétera. ¡Y lana para los tela¬ 
res! Quiénes tenían un compañero de celda que laburaba con 
telar, bueno, lo mejor era que agarrara un libro y se trepara 
a la cucheta a leer. No quedaba espacio para otra cosa. Me 
tocó ser compañero de celda de Juan Pablo y del Pileta que le 
daban duro al telar, y yo muy a gusto parapetado en el libro. 

También me tocó convivir con compañeros, como el 
Chueco o como el Turquito que hacían de la celda un taller. 
Dotados de una habilidad manual importante, trabajaban 
varios rubros en el día: cuero, madera, hueso, lo que fuere. 


190 


Por eso siempre tenían un bagaje de herramientas desparra¬ 
madas por toda la celda: sierra, morsa, amoladora, martillo, 
formón, escofina, gubia, pinza, y mucho más. ¡El ruido, el 
polvillo, las virutas, la mugre que hacían!... Pero nada era ca¬ 
paz de distraerme de aquella novela tan atrapante. 

Todo un tema respecto de las manualidades era la cen¬ 
sura. No solo había que crear una buena manualidad sino 
que había que sacarla; podía llegar o no a mano de los fa¬ 
miliares. Meses de trabajo, concentración y mucho corazón 
podían sucumbir por la arbitrariedad de un oficial de turno 
que considerara que esa manualidad no debía salir. Había 
temas, motivos, sobre los que recaía expresa prohibición: 
la rosa, la rosa sangrante, el sol azteca, la estrella de cinco 
puntas, la paloma, el puño, las manos unidas formando pa¬ 
lomas, el mosquito, el pez, la pirámide, la pareja, la mujer y 
el niño, la mujer embarazada... Todos ellos podían significar 
o aludir a quién sabe qué simbología subversiva. 

En los primeros años llegaron a hacerse en planograf y 
para todos los compañeros, tarjetas navideñas, almanaques 
u otro tipo de impresiones realmente bonitas, tanto que no 
demoraron en prohibirlas. 

En mis doce años de cárcel puse a prueba mi inhabilidad 
manual y poca disposición para dedicarle tiempo a aquellas 
actividades: dos boñatitos, ambas en punto cruz sobre arpi¬ 
llera, constituyeron toda mi producción artesanal en todos 
esos años: un retrato de Gardel en blanco y negro y una co¬ 
lorida imagen del barrio Sur. Todavía ambas andan por ahí, 
colgadas en una pared. Estaba claro que las manualidades 
no eran lo mío. 

Pero, bueno, rindo tributo a la mayoría de los compañe¬ 
ros convertidos en excelentes artesanos, orfebres, talladores, 
escultores, pintores, creadores de verdaderas obras artísticas 
que siguen guardando, imperecederas, el valor que les con¬ 
fiere la historia de su creación. En una pared de mi casa con¬ 
servo una pintura con motivo candombero que me regalara 


Daniel Scasso, en el primer piso, en 1978, no mucho antes 
de ser liberado. Además de incursionar en la plástica, esta¬ 
ba dotado de excelentes condiciones literarias. Daniel debió 
exiliarse luego de salir del Penal y al poco tiempo de llegar a 
Suecia se quitó la vida. “Cristal” era su tango preferido. 


Cine en la celda 

Una cosa eran los documentales en la pantalla y otra den¬ 
tro de la celda. En lo personal tuve el privilegio de tenerlos 
a mano, durmiendo en la misma cucheta que yo. Los docu¬ 
mentales uruguayos no solo se proyectaban en pantallas; a 
veces los distinguía un mameluco gris, un número en pecho 
y espalda y ocupaban una celda en el Penal de Libertad. 

1978 fue un año de cambio de vida en mi estadía carce¬ 
laria. Entre otras razones porque junto a otros compañeros 
me subieron del primero al cuarto piso, algo parecido a ir 
de una cárcel a otra: mucho trabajo fuera de la celda, menor 
compartimentación entre sectores del piso, menos aprete 
en general, mayor distensión de guardias y reclusos, otras 
posibilidades de comunicación entre los compañeros y al¬ 
gunas otras diferencias que parecían menores pero no lo 
eran tanto: poder abrir un pedazo más de ventana o tener la 
lamparita de la luz dentro de la celda, detalles desconocidos 
en los pisos de abajo. Después de seis años en el primer piso, 
me habré vuelto recuperable, me preguntaba. 

Antes de mi traslado, por un período breve de tiempo, 
me tocó compartir la celda con Carlos Bayarres, que ade¬ 
más de ser preso político y militante comunista, había sido 
cineasta de nota, con varios trabajos en su haber. 

Seguramente me llevaba más de treinta años de edad. 
Cariñosamente le llamaban el Viejo Bayarres aunque yo me 
acostumbré a decirle Cariños. Por supuesto que me intere¬ 
só sobremanera su vínculo con el cine. Además de los te- 


192 


mas comunes de los presos en la celda, teníamos el del cine 
como denominador común. 

Carlitos había participado activamente como técnico y 
como realizador, en la muy modesta producción cinema¬ 
tográfica que hubo en el Uruguay desde fines de los años 
cuarenta, los cincuenta y parte de los sesenta. Modesta pro¬ 
ducción pero rica en cultura cinematográfica: creación de 
Cine Arte del SODRE, Cine Club, Cine Universitario, luego 
la Cinemateca Uruguaya. A mediados del siglo XX la Univer¬ 
sidad de la República había creado el Instituto de Cine que 
existió como tal hasta que llegó la dictadura en 1973. 

Como correlato de la literatura y la crítica literaria pro¬ 
movidas por la generación del 45, surgieron núcleos de in¬ 
telectuales volcados a la difusión del buen cine, a la crítica 
cinematográfica, e incluso participaron en la realización de 
aquel cine nacional que, por modesto que fuere, se le deno¬ 
minó entonces “cine independiente”. 

Por supuesto que Mario Benedetti era un innombrable 
dentro de los autores uruguayos disponibles en el Penal. No 
obstante, de la generación del 45 contamos con títulos de 
Onetti, lo que ya era decir, poesía de Idea Vilariño, algunos 
ensayos de Real de Azúa y de Rodríguez Monegal en algún 
momento estuvieron entre nosotros. De generaciones ante¬ 
riores de la narrativa, la poesía y el teatro uruguayos el ma¬ 
terial disponible fue mayor: Rodó, Quiroga, Florencio Sán¬ 
chez, Vaz Ferreira, Javier de Viana, Reyles, Morosoli, Delmira 
Agustini, entre otros. 

Carlitos Bayarres fue autor de cortometrajes junto a Ide- 
fonso Beceiro: El tropero y 21 días, en 1963, con guión de 
Enrique Amorim. Realizó en esos años documentales tales 
como Concierto en La Paloma, Punta Ballena. Antes, en 1950 
había dirigido Misión femenina, junto a Eugenio Hinks, que 
abordaba el rol de la mujer de la Escuela de Enfermería de 
la Universidad. 

Pero ante todo, Carlitos fue un entrañable compañero de 
celda. Un tipo querible por el lado que se le mirara. Recuer- 


193 


do el sentimiento que le embargaba cuando desde la ven¬ 
tana de la celda divisaba a su hijo, también Carlos, ubicado 
en las barracas del Penal cumpliendo algunas de las tareas 
destinadas a aquel sector. 


La Patria en la pantalla 

Y fue a través del documental que el cine del Penal de 
Libertad mostró sus dientes. Si bien se trató de un período 
breve la población reclusa supo de qué se trataba. Estamos 
hablando del cine de la Dirección Nacional de Relaciones 
Públicas (DINARP), la oficina de propaganada de la dictadu¬ 
ra, cuyo cometido era difundir los enormes progresos que 
el gobierno militar propendía en beneficio de una sociedad 
uruguaya cada vez más próspera y feliz. 

Las autoridades del Penal quisieron hacernos partícipes 
del progreso del país trayendo a nuestra sala ediciones de 
Uruguay Hoy, noticieros que evidenciaban los avances de la 
producción pesquera, la construcción de la represa de Salto 
Grande y de los puentes de Fray Bentos y de Paysandú, clara 
demostración de lo hermanados que estábamos con nues¬ 
tros vecinos a través del río Uruguay, sobre todo a partir del 
golpe de estado en marzo de 1976 en la República Argentina 
que completó el mapa de regímenes militares en la región. 

Los noticieros de la DINARP no hacían otra cosa que re¬ 
producir el estilo de las producciones propagandísticas a 
que apelan los gobiernos totalitarios para convencer de sus 
bondades a los pueblos que oprimen. Y, siempre presente, 
el clásico chauvinismo patriotero. Cierta noche que mirába¬ 
mos -casi sin ver- un documental “pedagógico” sobre los 
valores patrios que incluía una secuencia dedicada al signi¬ 
ficado de los elementos que componen el escudo nacional, 
al llegar a la presencia del caballo como símbolo de libertad, 
el Pajarito, que estaba sentado detrás de Vladimiro y yo, con 


194 


disimulo se nos arrima y nos dice bajito: “Para mí lo único 
que representa la libertad es unboeing747”... ConVladi tuvi¬ 
mos que esforzarnos para no largar la carcajada. 

Pero la gran noche del cine de la dictadura en nuestra 
pantalla fue en la primavera de 1977, concretamente el 8 de 
octubre. Los militares eran afectos a recordar(nos) determi¬ 
nadas fechas (el Che, Pando, en este caso). Aquella noche, en 
medio de un clima hostil de apurones y órdenes proferidas a 
gritos, más que sentarnos “nos sentaron” frente ala pantalla. 
¿A qué venía tanto bochinche e histerismo? Querían refregar 
en nuestras narices la inauguración del mausoleo de Artigas 
en la Plaza Independencia. Obligados a un ritual solemne 
contemplamos el traslado de los restos del procer desde el 
cuartel de Blandengues hasta aquel adefesio de mármol que 
secunda la estatua ecuestre de don José Gervasio. Mauso¬ 
leo que, dicho sea de paso, volvería al tapete años después 
cuando apareció muerto el “marmolero” que proveyó a los 
militares de material para la nueva tumba de Artigas. Hecho 
nunca esclarecido que dio lugar a trascendidos acerca de 
turbios negociados en torno al mármol utilizado. 

Este documental apuntaba a fortalecer el carácter patrióti¬ 
co del gobierno cívico militar, ya con Aparicio Méndez como 
presidente, títere de los generales que exhibían sin recato sus 
barrigas prominentes frente a las cámaras encabezando la 
ceremonia, a plena fanfarria, redoblante y paso militar. 

Aquella noche la actitud de la guardia no fue la que podría 
suponerse “normal” en un período de aprete. Las órdenes y 
el modus operandi apuntaron a la creación de un clima de 
intimidación, de provocación, casi al borde de la violencia 
física. Hasta los compañeros enfermos fueron sacados de su 
celda a puro grito y amenaza. 

Una noche de cine obligatorio, tensa, amenazante, como 
si el mensaje fuera: miren pichis, esto es verdadero patrio¬ 
tismo, Artigas es nuestro. O algo así. La única respuesta de 
los presos fue la habitual en situaciones así: cumplir la or- 


195 


den calladamente, evitando que las provocaciones dieran 
sus frutos, no sin el habitual intercambio de miradas cóm¬ 
plices e imperceptibles sonrisas burlonas que solían aflorar 
en situaciones apremiantes, incluso en las de temor. 


Mamelucos cargados 

Por cierto que hubo situaciones en que la concurrencia al 
cine aparejó tensiones y respresalias. Una noche de 1976 los 
compañeros del segundo piso bajaron ala planchada para ver 
la película de turno y en vez de sentarse en el suelo sobre la co¬ 
bija les dieron la orden de mantenerse de pie, formados en fila. 

Acto seguido, observados atentamente por los oficiales 
presentes, los guardias procedieron a revisar a toda la fila de 
reclusos, uno por uno, obligándolos a quitarse la ropa. Indu¬ 
dablemente apuntaban a encontrar papeles escondidos en 
el cuerpo o en la ropa, material subversivo que tanto desve¬ 
laba a nuestros carceleros. 

Cuando llegó el turno de un compañero que tenía toda 
su cintura cubierta por una faja, interrogado por la misma 
alegó su necesidad de estar fajado debido a sus padencias 
lumbares. Tras la orden de que se quitara la faja, el resulta¬ 
do, inevitable a esa altura, fue tan contundente como la can¬ 
tidad de papeles manuscritos que quedaron al decubierto. 
Buena parte de la obra de Marx, Lenin y quién sabe qué otro 
teórico de la revolución estaba allí, escrita en pequeñísimos 
caracteres en hojillas de fumar, guardada celosamente den¬ 
tro de aquella faja. 

Aquella evidencia fue una muestra más de una lucha per¬ 
tinaz y prolongada de presos políticos por conservar textos y 
obras prohibidas y perseguidas con particular ensañamien¬ 
to por parte de los carceleros. Ni qué decir que no hubo cine 
para el segundo piso aquella noche, ni que el compañero de 
la faja debió trasladarse a la isla esa misma noche, por unos 
cuantos días. 


Ocurrió otro episodio de similares características, también 
con el segundo piso en una noche de cine, menos dramático 
en su desenlace, aunque no menos tenso en su desarrollo. 

Esta vez el protagonista fue un compañero que tenía la 
costumbre de guardar el pan del almuerzo o de la cena para 
comerlo en otro momento más oportuno. Aquella noche de 
cine antes de salir de su celda guardó el pan porteño de la cena 
en un bolsillo medio pequeño de su mameluco donde apenas 
cabía. No le tocó en suerte sacarse el mameluco, el oficial se 
contentó con cachearlo minuciosamente y obviamente se vio 
sorprendido al palpar aquel bolsillo abultado e indefinido al 
tacto. La orden no se hizo esperar: “¡Sáquese el mameluco!” El 
compañero se lo sacó, el alférez agarró el mameluco e intentó 
sacar aquel bulto del bolsillo sin poder lograrlo. 

El pan parecía haberse convertido en una tortuga meti¬ 
da en su caparazón a la espera del fin del mundo. Venci¬ 
da su paciencia, el oficial tomó el borde del bolsillo y tiró 
fuerte hacia abajo, arrancándolo de cuajo y rasgando la tela 
circundante. Cuando el pancito saltó por el aire y rodó por 
la planchada la cara del militar era un poema, y la risa de 
los compañeros salió a borbotones por sus ojos de mirada 
silenciosa y neutra. 


Hasta las pelotas 

En las primeras páginas de este libro Groucho Marx re¬ 
flexionaba que “la justicia militar es a la justicia lo que la 
música militar es a la música”. Nuestos militares se preo¬ 
cuparon de contar con una justicia militar que se tomó las 
cosas en serio. Un enorme andamiaje de burocracia pseudo 
jurídica que destilaba fascismo en todos sus estamentos. 

En ese marco no podemos negar que fuimos presos ajus¬ 
tados a derecho, sometidos a debido proceso. Desde el mis¬ 
mísimo cuartel que nos detenía e interrogaba y que ni bien 


197 


te sacaban del tacho y la picana te ponían frente a un oficial 
del mismo cuartel que fungía de ‘juez sumariante”. Así blan¬ 
queaban las declaraciones arrancadas bajo tortura en un acta 
que uno debía firmar sí o sí, so pena de volver a los interro¬ 
gatorios. Con ese presumario íbamos al juez sumariante de 
turno que adjudicaba los cargos e iniciaba el procesamiento. 

Después, en el correr del tiempo comparecíamos a los 
juzgados a instancias que ratificaban o no los cargos tipifi¬ 
cados. Y finalmente venía la instancia del Supremo Tribu¬ 
nal Militar que era la frutilla sobre aquella farsesca torta de 
ordenamiento jurídico. Una ceremonia con toda la pompa, 
donde el reo escuchaba firme y de pie la sentencia dictada 
por los cinco uniformados panzones, presididos por el infa¬ 
lible coronel Federico Silva Le de sma. Verdaderas catilinarias 
descargaban sobre el senteciado, colocado en situación de 
merecedor del peor de los castigos. 

Para los reos con “delitos de sangre” la pena era la máxi¬ 
ma: 45 años (30 de pena y 15 de “medidas de seguridad elimi- 
nativas’j; hacia abajo una gama considerable de suculentas 
condenas entre los 10 y los 30 años, y luego otra numerosa 
franja de penas menores que aspiraban y, generalmente al¬ 
canzaban, la libertad al término de su pena. 

En lo personal, en este costado de la cosa, me tocó una 
sentencia bastante original: luego de la filípica correspon¬ 
diente el Supremo Tribunal me condenó a ocho años de pri¬ 
sión y de dos a cuatro “de seguridad”. Generalmente la figu¬ 
ra de la seguridad la aplicaban en penas altas, y ocho años 
no era una pena alta para aquellos parámetros. Pero bueno, 
esto significaba que no me liberarían antes de los ocho años 
y que podría permanecer entre dos y cuatro años más en 
prisión. Como realmente aconteció: la pena y la seguridad 
enteritas insumió mi reclusión. 

Los ribetes singulares del caso incluyeron situaciones atí¬ 
picas, como por ejemplo que en 1980 al cumplir los ocho 
años de prisión firmé la libertad (seguramente un malen- 


tendido o desconcierto de la burocracia jurídico-militar). 
Incluso dejaron de cortarme el pelo, como se estilaba con 
quienes tenían la libertad firmada. Claro, aquello no duró 
demasiado y a los pocos meses, con el pelo ya “demasiado” 
crecidito para el look carcelario, retomé la sana costumbre 
de pasar por “la cero” periódicamente, como debía ser. 

Era raro portar la condición de “liberado” sabiendo que 
aquello no se plasmaría en los hechos, por más que era ten¬ 
tadora la idea de que “en una de esas...” Por fortuna, a través 
de mi abogado estuve bien asesorado, sabedor del alcance de 
aquella cláusula de “la seguridad” estipulada en la sentencia. 

El Doctor Diego Terra Carve fue el defensor particular 
con que conté en todos esos años. Casi una excepción, por¬ 
que la enorme mayoría de los abogados particulares debie¬ 
ron abandonar sus casos por la presión de los militares, la 
persecución, el exilio, o incluso la prisión de varios de ellos. 
Lo habitual era tener un defensor de oficio, un militar gene¬ 
ralmente, pieza del engranaje paródico de la justicia militar 
que se remitía a suscribir lo que los jueces dictaminaban. 

Terra Carve había tomado la causa de mi compañera y la 
mía, a instancias de amistades comunes, por razones huma¬ 
nitarias podría decirse, consciente de la imposibilidad de ejer¬ 
cer cabalmente su profesión en aquellas circunstancias.Jamás 
cobró un honorario y cumplió un valiosísimo rol de apoyo, de 
aliento, para nuestros familiares. Miembro del Partido Na¬ 
cional, wilsonista comprometido que, sin abandonar su bajo 
perfil, estuvo en la arena política en el período de la restaura¬ 
ción democrática. Un hombre íntegro, honesto a carta cabal, 
de firmes convicciones, por quién guardo inalterable gratitud. 


Salando las heridas 

Al fondo del predio, después del celdario se encontraba 
lo que institucionalmente se denominaba Sala de Disciplina 
y que todos, verdes y grises, llamaban la isla. Con sus quin- 


199 


ce calabozos dispuestos en U: cinco a la izquierda, cinco a 
la derecha y cinco al fondo. Al frente, entrando al recinto, 
mataba el tiempo la guardia. En aquel lugar se cumplían las 
sanciones más severas; allí uno estaba por completo inco¬ 
municado, sin recreo ni visita, ni nada. 

El arresto a rigor era un procedimiento sencillo: enrrollabas 
el colchón de tu cucheta, te lo ponías sobre el hombro y mar¬ 
chabas a la isla con lo puesto. Los calabozos eran muy simples, 
no tenían nada. En diez de ellos había una tarima de cemento 
para apoyar el colchón que te lo daban a las diez de la noche 
y te lo retiraban a la seis de la mañana. Los otros cinco cala¬ 
bozos eran más oscuros, en penumbra siempre, y su tamaño 
más reducido ya que los dividía una reja del techo al piso que 
oficiaba de doble pared, convirtiendo aquel cubículo en una 
jaula. El inodoro, un simple agujero en un rincón y el agua salía 
de un chorro que era abierto desde afuera de la celda, cuando 
a la guardia se le entojara. Por la noche, con la luz, otro tanto. 

Colgados de esa reja habían intentado suicidarse varios 
compañeros. La mayoría no lo consiguieron. Sí lo logró José 
Artigas en mayo de 1976 haciendo una soga de tela con su 
ropa y también Eloracio Ramos, el Gorila, que apareció col¬ 
gado de esos barrotes en junio de 1982, una muerte sospe¬ 
chada de asesinato más que suicidio por la falta absoluta de 
testigos (presos de otros calabozos que pudieran oír algo de 
lo que estaba pasando) y, sobre todo, por quiénes conocían 
directamente qué tipo de persona era el Gorila. 

Me tocó dos veces estar en la isla. Un mes, la primera, en 
momentos que eran tantos los sancionados que los calabo¬ 
zos no daban abasto; estábamos de a dos, de a tres y hasta de 
a cuatro. Una jauja, no tenía sentido aquello. 

La segunda vez la sanción fue de 90 días y de soledad to¬ 
tal. Estuve 45 días en los calabozos oscuros con reja en el 
medio, y 45 en los otros. Estar tres meses en la isla exigía 
poner la cabeza en el asunto, organizarse y tener siempre 
algo que hacer. Desde las seis de la mañana hasta las diez de 


200 


la noche en que llegaba el colchón (que aveces se demoraba) 
había que inventarse “algo” que hacer. 

Caminar varias horas en distintos momentos del día, ha¬ 
cer gimnasia, que estaba prohibida pero la hacíamos igual, 
¡y cuánto! Y cantaba mucho, bajito para no importunar a la 
guardia. Apelar a la memoria recordando viejas canciones 
era todo un ejercicio de entretenimiento y de mente funcio¬ 
nando. Pensar, recordar, evocar, imaginar, evitando sende¬ 
ros conducentes al bajón (que por momentos llegaba). Dis¬ 
traerse con las conversaciones de la guardia, que versaban la 
más de las veces sobre mujeres o fútbol. Atender sus movi¬ 
mientos, ya que cada tanto, sigilosamente, espiaban a través 
de la mirilla de la puerta para ver qué estabas haciendo. 

De repente el milico que venía a cortarnos el pelo -cada 
diez o quince días tocaba rapada- quedaba solo conmigo y 
por él me enteraba cómo le estaba yendo a Peñarol y a De¬ 
fensor en la Libertadores de aquellos primeros meses de 1977. 

El único vínculo que tenía con compañeros del celdario 
era cuando traían la comida. El guardia abría la ventanilla 
y el compañero alcanzaba el plato. Imposible intercambiar 
palabra alguna, el contacto era solamente visual pero alcan¬ 
zaba y sobraba para hacerle saber que uno estaba bien. 

¡Y había que prestar atención a tus vecinos! Porque de 
repente, a través de la pared que separaba los calabozos 
podías comunicarte, si el vecino estaba afín, claro. Mi esta¬ 
día era larga, llegaban y se iban compañeros con sanciones 
menores: quince, veinte días, un mes. En dos oportunidades 
me tocó tener de vecinos a compañeros con los que man¬ 
tuve diálogo. Con uno de ellos “hablamos” largo y tendido. 

Un sistema (inspirado básicamente en el morse) de gol- 
pecitos en la pared que podía aplicarse en distintas moda¬ 
lidades. La que mejor resultado me dio fue la de dividir en 
abecedario en cinco franjas, o líneas: un golpe érala primera 
línea, dos, la segunda y así. Luego había que ubicar la letra en 
la línea correspondiente: un golpe la primer letra de esa lí- 


201 


nea, dos la siguiente, y así. Cuando uno anticipaba la palabra 
que el otro escribía lo interrumpía con dos golpecitos segui¬ 
dos y el otro pasaba a la palabra siguiente hasta completar la 
frase. Si uno no había entendido alguna palabra o se perdía 
se lo hacía saber con dos o tres rayas seguidas y vuelta atrás. 

Con ese compañero llegamos a hablar varias horas dia¬ 
rias de esa manera. Se alcanzaba un conocimiento tal del 
otro que hasta se podía llegar a captar sus estados de ánimo, 
ya no decodificando la escritura sino a través de la forma 
en que lo hacía. Y no exagero. Un día nos descuidamos, un 
milico descubrió que “algo” raro estábamos haciendo y de 
inmediato cambiaron a mi vecino de celda. Pero aquellos 
quince o veinte días bien habían valido la pena. 

Ni hablar de nimiedades tales como cortarnos las uñas, 
entre otras limitaciones, al cabo de esos 90 días. Cuando lle¬ 
vaba transcurrido la mitad del tiempo, aproximadamente, te¬ 
nía encarnada la uña de uno de los dedos gordos de un pie (no 
recuerdo cuál) y me dolía bastante. Se lo hice saber al enfer¬ 
mero que regularmente pasaba a ver si “necesitábamos algo”... 
Insistí con lo del dolor en mi uña encarnada, descontando 
que eso no tenía solución mientras estuviera ahí, pero una 
tarde escucho que entra alguien que saluda a los milicos de la 
guardia y les dice con sarcasmo: “vengo a cortar unas uñitas”... 
Ala pucha, me dije, ¿qué pasará ahora? Abrieron la celday en¬ 
tró un cabo enfermero al que conocía de vista (era de Colonia 
y no me transmitía impresión favorable alguna). Traía consigo 
unas tijeras, un frasco de alcohol y creo que gasas o algodón. 
La que me espera, me dije y me preparé para lo peor. 

Me hizo tirar al piso (no había tarima, era en la celda con 
reja hasta el techo). Yo boca arriba mirando el techo, resigna¬ 
do totalmemte pensando en contener gritos de dolor. El cabo 
me limpió el dedo con alcohol, luego maniobró con la tijera y 
cuando yo esperaba la parte del dolor, me dijo: “está pronto, 
no era mucha la encarnadura". Lo había hecho con total pre¬ 
cisión y prolijidad en un santiamén. Se lo agradecí de verdad. 


202 


Cuando terminamos la sanción y nos reintegramos con 
el Chueco al primer piso -obviamente que nos pusieron en 
celdas diferentes, no fuera cosa que reincidiéramos- los 
abrazos solidarios de los compañeros fueron gratificacio¬ 
nes por demás estimulantes. Ellos se habían encargado de 
mantener informados a nuestros familiares a través de los 
suyos, con el apoyo y la solidaridad siempre al firme. Y algo 
muy importante para mí: el grupo de apoyo que colaboraba 
para mantener mi lista de películas actualizada había hecho 
su trabajo a la perfección y ningún título exhibido en mi au¬ 
sencia se pasó por alto. 


203 



Capítulo i o 


Rueda la pelotita 

En rigor, el cine con temas deportivos no frecuentó de¬ 
masiado la pantalla de Libertad. Dentro del espectro del 
documental asistimos a una lograda síntesis del Mundial de 
Alemania de 1974 donde el poderoso dueño de casa, de la 
mano de Frank Beckenbauer en recordada final se impuso a 
la Holanda de Johan Cruyf. Pudimos apreciar, fugazmente, 
el “fútbol total”, la revolución futbolística de aquella fantás¬ 
tica naranja mecánica. 

También, de manera un tanto extemporánea, una noche 
nos sorprendió una vieja cinta documental con imágenes 
que resumían el Sudamericano de 1956, jugado en Montevi¬ 
deo, que coronó a Uruguay campeón y que tuviera al “Coto¬ 
rra” Míguez como figura destacada de la celeste. 

El rey Pelé, fue una rara avis a medio camino entre la fic¬ 
ción y el documental. Una película de la decáda del 60 di¬ 
rigida por Hugo Christensen que recrea en tono biográfico 
los comienzos, la evolución y el ascenso al trono del mejor 
jugador de fútbol de todos los tiempos. Aquel garoto lustra¬ 
botas que jugaba a la pelota de noche con sus pares en los 
campitos de una localidad de Minas Gerais llamada Tres Co¬ 
razones, descollaría con el Santos en las Copas Libertadores 
de comienzos de los '6o y, fundamentalmente, en torneos 
mundiales donde se consagraría tres veces campeón mun¬ 
dial con la camiseta verdeamarelha de su país. 

Finalmente, La vida deJoe Louis, una película norteame¬ 
ricana de 1953 dirigida por Robert Gordon que hacía foco 
en la exitosa pero conflictuada carrera de “el bombardero 
de Detroit”, considerado el peso pesado más grande de la 
historia antes de la llegada de Cassius Clay. 

En el correr de 1981, previo a la proyección del largometra¬ 
je de turno, fuimos sorprendidos con un corto de la DINARP 


205 


que resumía el Mundialito del 8o disputado en Montevideo 
entre selecciones campeonas del mundo que fuera ganado 
por la celeste. Este torneo, más que por el desenlace futbo¬ 
lístico, quedaría registrado por haber marcado un antes y un 
después en el clima político y social del país. 

Por primera vez, de manera pública y masiva los urugua¬ 
yos se animaron a corear a viva voz en las tribunas consignas 
contra el régimen, algo que fue in crescendo hasta el fin de 
la dictadura en 1985. Un saldo demasiado caro para el régi¬ 
men de facto aquel Mundialito. 


Cancha grande cancha chica 

La actividad deportiva dentro de la cárcel jugó un papel 
destacado en lo que respecta a las salud física y mental de los 
presos. Me refiero a la práctica deportiva que se nos estaba 
permitida en los recreos: fútbol, básquetbol y vólebol. Siem¬ 
pre con muchísimas restricciones, claro está: la brevedad de 
los recreos, el estado de las canchas (después de alguna llu¬ 
via a veces “demoraban” más de la cuenta en secarse), o la 
mera voluntad de algún oficial a cargo que sin motivo alguno 
suprimía el deporte, y el recreo se limitaba a la caminata por 
la calle que daba al frente del celdario. En estos casos bajᬠ
bamos de mameluco y podíamos “trillar’ solamente de a dos. 

Dos canchas de fútbol, una de vólebol y otra de básquet¬ 
bol; todas con cerca de alambre y entre ellas una torreta cen¬ 
tral con ametralladora Browning de pie, observando amena¬ 
zante los recreos. Rotábamos las canchas cada día. Cuando 
la pelota se iba fuera del predio por encima del alambrado, 
cosa que acontecía con frecuencia en el curso de un recreo, 
el recluso que la iba buscar debía hacerlo caminando y con 
las manos atrás, lo que obviamente acortaba el tiempo real 
de juego. No era bien visto tirar la pelota afuera. 

Al principio los recreos duraban media hora, luego au¬ 
mentaron a una hora y los pisos de arriba dispusieron de 


206 


más tiempo en los últimos años. Estaba prohibido cual¬ 
quier tipo de gimnasia o ejercicio físico fuera de los depor¬ 
tes mencionados, aunque sí se podía correr alrededor de la 
cancha de fútbol. Era práctica común “moverse”, hacer ejer¬ 
cicios dentro de la celda so pena de la consiguiente sanción 
si te agarraban in fraganti haciendo gimnasia. 

El deporte en los recreos, particularmente el fútbol, resul¬ 
taban una forma indirecta de comunicación entre los presos. 
Ver jugar al fútbol a otros compañeros desde la ventana de la 
celda era una forma de distracción, claro está, pero también 
de conocimiento. A tal punto que quién tenía el don de ser 
bueno con la pelota en los pies terminaba siendo admirado 
y reconocido por quienes lo observaban desde las ventanas. 
Y viceversa: a los más pataduras también se los reconocía... 

En dos oportunidades las autoridades impulsaron la dis¬ 
puta de torneos deportivos dentro de la cárcel. Ambos casos 
marcados por la discriminación entre presos. El primer cam¬ 
peonato fue en la primavera de 1974. Al segundo piso se le im¬ 
pidió participar en fútbol; sí lo hizo en volebol y en básquetbol 
donde salieron campeones: tenía un cuadrazo liderado por la 
Gata García, ex jugador de Atenas y de la selección uruguaya. 

En fútbol ganó el primer piso, en ambas divisionales 
(competían selecciones A y B). En el segundo campeonato, 
años después, participaron solo los pisos de arriba (terce¬ 
ro, cuarto y quinto), lo cual desvirtuó aún más el sentido de 
aquella competencia. Pese a este tipo de arbitrariedades tan 
groseras, el colectivo de presos entendía que era positiva la 
participación en este tipo de eventos, independientemente 
de las reglas discriminatorias y divisionistas que imponían 
los dueños de la pelota. 


207 


Atájelo Memo 


El técnico era el Pelado Bozzano, en su momento, punte¬ 
ro izquierdo barredor de la selección de Durazno, tenía un 
pique muy similar al de Rouben, el pelado de la selección 
holandesa de estos años. 

El cuadro titular formaba inicialmente con el Memo al 
arco (dicho con toda modestia, aclaremos); la defensa tenía 
al Chupamiel como libero o “back escoba” -del tipo del para¬ 
guayo Lezcano en el Peñarol de los sesenta-, luego una línea 
de cuatro con Dílber y la Lobita como laterales, y el Tachero y 
el Gaucho Eliginio de zagueros centrales, stópers. Una defen¬ 
sa sólida, que se abroquelaba bien y raspaba si era necesario. 

Por delantre de los zagueros un cinco a la antigua, Ma¬ 
cario, aguantando la pelota, cambiando de frente y distribu¬ 
yendo el juego. El Brujo era volante de ida y vuelta, ágil, ligero, 
con mucha dinámica. Cómo número diez, organizador y hᬠ
bil con la pelota, el Vicki era la cuota de talento. Arriba esta¬ 
ban el tacuaremboense Julito, rápido con buen desborde por 
derecha, y después Caipira, la cuota de gol infalible: el mejor 
jugador del Penal, para mi gusto. En el arco alternó conmigo 
el Petizo Braccini, de baja estatura pero atajador neto, gole- 
razo: debió ser él el titular. El Negro Zulú y el Colorado Urreta 
fueron dos delanteros suplentes de lujo en el primer piso. 

El “Campeonato Interpisos” se inauguró con el partido 
entre el primero y el tercero. Las hinchadas, una a cada lado 
de la cancha grande. Mucho milico mirando, los mandos, 
oficiales y por las ventanas todos los presos que podían. An¬ 
tes de empezar hubo fotografías de los equipos alineados. 
La camiseta del primero era la de Eluracán Buceo y la del ter¬ 
cero la de Sud América; eran juegos de camisetas enviadas 
solidariamente por gente amiga vinculada a esas institucio¬ 
nes: era frecuente que llegaran al Penal camisetas de mu¬ 
chísimos equipos, de Montevideo y del interior, una forma 
de hacernos sentir acompañados, apoyados desde distintos 
sectores de nuestro pueblo. 


208 


El tercero tenía un cuadrazo. Zagueros con manejo como 
el Rata Godoy, Sandro, Eric y Danilo. Un centrojás exquisi¬ 
to, talentoso, elegante: el Flaco Yarza, que había jugado en 
las juveniles de Nacional. El Lalo Natero, volante de crea¬ 
ción que supo jugar en Fénix, petizo hábil y mañero. Un gran 
centrofóbal como el Cafi que la rompía desde que jugaba en 
Cerro, y el Pato Lima, róchense rápido y hábil por la punta. 

Dos planteamientos bien diferenciados: el tercero tenía 
un fútbol atildado, jugaba tocando, subiendo y bajando en 
bloque; el primero aguerrido en defensa, se replegaba y sa¬ 
caba contragolpes que dolían. 

Iban dos o tres minutos de juego, un jugador del tercero 
ataca por derecha, se mete al área, lo marca la Lobita, el juga¬ 
dor cae y el juez, el Flaco Perdomo, cobra un penal imposi¬ 
ble. De no creer, un invento. Era como entrar perdiendo i a o. 
Yo estaba sobre el arco que daba a la torreta central; atrás de 
mí toda la milicada. Toma la pelota el Petizo Natero y la pone 
en el punto penal; experiente, de buena pegada, la verdad 
que estaba difícil. Cuando el “Petizo” se perfila para tomar 
carrera siento el grito del Viejo Aguila que desde la hinchada 
del primero revolea el bastón y me grita: “¡Atájelo Memo!” 

Y le hice caso: no sé cómo ni por qué, pero cuando el 
Petizo le pega fuerte, abajo, sobre mi derecha, yo me tiro 
hacia ese lado y logro desviar el remate... Explota la hinchada 
del primero y yo siento murmullos elogiosos de los oficiales 
detrás de mí. Fue mi momento de gloria. Terminamos el pri¬ 
mer tiempo ganando 3 a o. En la segunda parte el tercero se 
rehace y remonta el partido hasta el empate. 3 a 3. Partidazo 
entre los dos mejores equipos. 

El cuarto piso tenía un jugador muy habilidoso como el 
Cura Bidegain y el quinto un gran golero como el maragato 
Roberto, y a Pinocho, delantero tacuaremboense muy peli¬ 
groso. Pero les ganamos bien. No recuerdo contra quién per¬ 
dió puntos el tercero, lo cierto es que terminamos campeo¬ 
nes de aquel torneo interpisos (que no era del todo así porque 
le impidieron participar al segundo, hay que recalcarlo). 


209 


El campeonato se jugaba en dos niveles, selecciones A y 
B de cada piso. Pues bien, el primero ganó en ambas fran¬ 
jas. La B del primero jugaba con la camiseta de Colón y la 
dirigía Polvera González, sanducero intuitivo y astuto; en el 
arco estaba el Tubiano, después Lopecito, el Negro Eleazar, 
el Mono Morelle y Caturra Martínez, el Vladi Delgado, el Ne¬ 
gro Rojas, el Conejo Castellá, Elgue, el Lagarto Figueroa y el 
Ratón Rozadilla. 

Campeones en la Ay en la B, el agrande que teníamos... 


Caipirinha 

En todos los pisos, uruguayos al fin, había muy buenos 
jugadores de fútbol. Cuando no bajaban al recreo por es¬ 
tar sancionados desde muchas ventanas se los extrañaba. Es 
casi imposible ennumerarlos e injusto olvidar alguno. 

Pero para muestra basta un... Imposible soslayar al Caipi- 
ra, compañero oriundo de Rivera donde ejercía como maes¬ 
tro y era centrofóbal en la selección de su departamento, 
antes de caer preso. Caipira era un nueve temible en el área 
rival, un goleador nato. No muy alto pero dotado de una for¬ 
taleza física poco común. Eíábil con la pelota, buen cabecea¬ 
dor, de fortísima y certera pegada con ambos pies. Un ju¬ 
gador completo. En su plenitud, titular en cualquier equipo 
del fútbol uruguayo. No en vano, en el mismísimo Penal de 
Libertad era posible constatar la popularidad de que seguía 
gozando aún estando preso. 

La guardia interna del Penal estaba asignada a personal 
de tropa de cuarteles de todo el interior del país. En régimen 
rotativo, todos los meses cambiaba la guardia que custodia¬ 
ba a los presos. Cuando era el turno del Regimiento de Ca¬ 
ballería Nro. 3 de Rivera, sobre todo en los primeros años, 
no pocos soldados (los que se animaban si no habia oficiales 
a la vista) se apersonaban a la celda de “Seu Caipira” para 
saludarlo o simplemente ver al goleador de su selección. 


210 


En cierta oportunidad le tocó a Caipira acaparar las mi¬ 
radas desde todas las ventanas del celdario que daban hacia 
las canchas. Fue en el correr de 1977, cuando afloraron dife¬ 
rencias entre el gobierno norteamericano dejimmy Cárter y 
las dictaduras militares del Cono Sur en torno al tema de los 
derechos humanos, estando enjuego el apoyo militar que 
la Casa Blanca históricamente dispensaba a los regímenes 
militares latinoamericanos. 

La represalia de los dictadores vernáculos se hizo sentir 
sobre las presas y presos políticos uruguayos. Fue el período 
del denominado “sancionismo” en el Penal de Libertad. Re¬ 
crudecían las sanciones, fuere por lo que fuere, no importa¬ 
ba el motivo. A punto tal que hubo días en que pisos enteros 
quedaron sin salir al recreo. Ni que hablar que los calabozos 
de la isla estaban desbordados de presos. Se dieron jornadas 
en que bajaba un solo compañero al recreo, o dos, o tres. El 
resto sancionado en sus celdas. 

Uno de esos días, al recreo del segundo piso dejaron salir 
sólo a Caipira, a la cancha chica, la más próxima al celda- 
rio. Por cierto que, además del tono represivo que implicaba 
una medida así, era muy rara la situación: un tipo con indu¬ 
mentaria deportiva solo en una cancha de fútbol y con una 
pelota lindaba con el absurdo. 

Pues bien, ¿qué hizo Caipira? Agarró la pelota y desde 
fuera del área empezó a patear al arco. Pero no cualquier 
tiro al arco, apuntó a que cada remate pegara en uno de los 
ángulos superiores cambiando cada tanto el lugar de la eje¬ 
cución. Ninguno de los espectadores “ventaneros” se preo¬ 
cupó por contar cuántas veces repitió Caipira sus tiros, pero 
quienes lo miraron aseguran, absortos, que de cada diez, 
siete u ocho remates dieron en el ángulo. Un espectáculo 
aparte el de Caipira en pleno sancionismo. La ventana de mi 
celda no daba hacia las canchas, me lo perdí. 

Aclaremos: estar en una celda que daba hacia el este, ha¬ 
cia el frente del celdario, permitía observar por la ventana 


211 


los recreos de los demás pisos, la mayor parte de los movi¬ 
mientos externos al celdario: las tandas que iban y venían de 
la visita, las barracas, las canchas, la calle donde se trillaba 
cuando el recreo era sin deportes y otros movimientos, ruti¬ 
narios o no, de la vida cotidiana de la cárcel. 

Por el contrario, las celdas que daban a la parte posterior 
del celdario, donde me tocó estarla mayor parte de mi estadía 
carcelaria, estaban orientadas hacia el oeste, hacia la zona de 
Kiyú. Allí el paisaje obervado era monótono, incambiado en el 
correr de los años, campos y algunas chacras lejanas por de¬ 
trás del alambrado perimetral y las torretas externas con guar¬ 
dias armados. Hacia ese lado la única actividad visible la posi¬ 
bilitaba el tendedero de ropa, donde una vez por semana cada 
piso podía sacar a tender ropa lavada si el tiempo lo permitía. 

Para colmo, la rotación del sol jugaba en contra de las 
celdas de atrás: en invierno el sol recibido por las tardes era 
débil y escaso, en verano el sol daba a pleno toda la tarde. En 
definitiva: celdas frías y húmedas, o supercalurosas, según la 
estación. Eso sí, algunos atardeceres eran verdaderos poe¬ 
mas que la naturaleza ofrecía a nuestros ojos. 

También podía divisarse, apenas, un trocito del Río de la Pla¬ 
ta. Igual no daba para decir que eran celdas “con vista al mar”. 


Gráfíco quiere decir tráfico 

El acontecer deportivo nacional e internacional ocupaba 
un lugar importante en el espacio informativo de los presos. 
Aunque en forma desigual, no a pocos compañeros les inte¬ 
resaba qué suerte estaba corriendo el cuadro de sus amores. 

Los primeros años, antes que se institucionalizara la in¬ 
formación que ofrecía “la lata”, el vehículo por excelencia 
de las noticias deportivas fue la revista argentina El Gráfico, 
la publicación cuyo ingreso perduró en el tiempo aunque, 
como todo en el Penal, más temprano que tarde fue objeto 
de prohibición. 


212 


En los comienzos estuvo autorizada la revista Goles, tam¬ 
bién argentina, que competía con la tradición de El Gráfico 
en la vecina orilla. Incluso alguna uruguaya como la revista 
Deportes y hasta el suplemento de los lunes de El País logra¬ 
ron autorización de ingreso aunque por períodos muy breves. 

Pero a El Gráfico no había con qué darle, acaparaba por 
lejos la preferencia de los presos. Fue desde sus páginas se¬ 
manales que mantuvimos un nivel de actualización de todo 
lo que tenía que ver con el deporte en general,y con el fútbol 
fútbol argentino de los años setenta en particular. 

Sabíamos de memoria cómo integraba el Huracán del Flaco 
Menotti, el Boca de Toto Forenzo o el River de Angel Fabruna. 
Fas Fibertadores de Independiente, las selecciones argentinas, 
los torneos internacionales, las figuras de turno, etcétera. Pero 
poco, por momentos muy poco, del fútbol uruguayo. 

También ocurría con otras publicaciones, pero funda¬ 
mentalmente fue El Gráfico el que reflotó en el Penal de Li¬ 
bertad la vieja figura carcelaria de “el traficante”. Así se iden¬ 
tificaba a aquel (en realidad aquellos) que obtenía el material 
recién ingresado, lo leía y lo compartía con una reducida co¬ 
fradía creada con tales fines. Una forma poco democrática 
de satisfacer la necesidad compulsiva de ponerse al tanto lo 
antes posible de las noticias deportivas más recientes. Una 
vez que el tráfico cumplía con su acotada membresía la re¬ 
vista blanqueaba su presencia y el bibliotecario del piso la 
ponía en circulación celda por celda. 

Este sistema se podía aplicar con otro tipo de material, ge¬ 
neralmente de lectura, pero lo cierto es que El Gráfico asegu¬ 
raba la existencia de un grupo de traficantes en cada sector. 
Traficar una revista obviamente que iba contra las normas per¬ 
mitidas, y aún con tolerancia hacia los más ansisosos, tampo¬ 
co era bien visto por el colectivo de los presos. Por lo tanto de¬ 
bía efectuarse de manera por demás sigilosa, tomando riesgos. 
La operativa más utilizada era esconderse la revista dentro del 
mameluco y al abrirse las puertas para el recreo, aprovechar el 


213 


movimiento y dársela al destinatario estipulado, quien haría lo 
propio al día siguiente con otro miembro del clan. 

En boxeo acompañamos las campañas de Monzón y de Ga- 
líndez, las peleas de Mohamed Alí con Foreman, Frazier y la 
pelea con Evangelista (nuestro uruguayito en el Madison). Ea 
Formula i de Fittipaldi, Villeneuve y Nicki Lauda (el Lole Reu- 
temann no era santo de nuestra devoción). El tenis de Guiller¬ 
mo Vilas, del sueco Djon Born, la Navratilova y la Sabatini. La 
pirueta de Nadia Comanecci en Montreal '76 fue una imagen 
imborrable, un póster imaginario en la pared de la celda. 

Memorable resultó el relato de Norman Mailer sobre la 
pelea entre Alí y Foreman en el ring de Kinshasa en 1974. 
Considerado el combate mejor contado en la historia del 
boxeo, el relato de Mailer integra el libro América, que re¬ 
coge artículos periodísticos suyos, siguiendo asilos pasos de 
Hemingway, Cortázar o Jack London que hicieron literatura 
desde su afición por el box. 


El quiosco 

En los primeros tiempos la censura de libros y revistas le¬ 
jos de estar aceitada funcionaba con asombrosa liberalidad. 
Ingresaba prácticamente todo tipo de material de lectura. O 
casi. Por eso dolió tanto cuando la prohibición entró a tallar, 
progresiva pero inexorablemente. 

Revistas de actualidad argentinas como Siete días o Gente 
resultaban muy bienvenidas en cada celda, fuere por la in¬ 
formación que de ellas se podía extraer, fuere por galería de 
chicas bonitas que pululaban en sus páginas. Por momentos 
ingresaron publicaciones netamente políticas como la dere¬ 
chizada Opción o la centrista Panorama, jugosas en aquella 
primavera del Tío Cámpora con el regreso del peronismo 
al gobierno de la vecina orilla. Increíblemente alcanzamos 
a saborear algún ejemplar de Crisis, la revista que sacaba 


214 


Eduardo Galeano -exiliado entonces en Buenos Aires-jun¬ 
to a otros intelectuales de izquierda. 

Otra de las vetas preciadas en esa etapa fue la de las his¬ 
torietas. Rápidamente los personajes de El Tony y de DAr- 
tagnan remitieron al nostálgico universo de las revistas de 
nuestra infancia: de El Llanero Solitario, Roy Rogers, Gene 
Autry, Tarzán o Superman pasamos a Jackaroe, Nippur de 
Lagash, El Cabo Savino, Martín Toro y otros héroes que lle¬ 
garon a nuestras vidas por imperio de las circunstancias. 

Publicaciones de Quino (no ya de Mafalda, consumada 
subversiva a esa altura), tiras de Caloi, el humor político de 
la cordobesa Tía Vicenta donde destacabn las viñetas de 
Landrú, fueron publicaciones frecuentes en nuestras celdas, 
alcanzamos un grado de adhesión mayor con los persona¬ 
jes del rosarino Roberto Fontanarrosa: Boogie el Aceitoso y 
sobre todo Inodoro Pereyra dejaron marcas indelebles en 
el léxico carcelario. Está claro que algunos clásicos como el 
indio Paturuzú o Isidoro Cañones pasaron a ser historietas 
de tercer orden en aquél suculento escaparate. 

Pero el mayor divertimento que podía proporcionarnos 
una historieta lo aportaron los entrañables personajes de la 
aldea gala en constante lucha, desigual e ingeniosa, contra el 
imperio romano: Asterix, la creación de Goscinny y de Uder- 
zo fue la revista de humor por excelencia para el deleite de 
los presos. No así el antihéroe del oeste, Lucky Luke, de los 
mismos autores. 

Pero aquella de los inicios fue una etapa fugaz. Progre¬ 
sivamente la prohibición ganó terreno y llegamos a un mo¬ 
mento, 1978, 1979, en que solamente ingresaba la revista... 
\Claudia\ Sí, la revista femenina de modas gozaba de exclu¬ 
sividad en aquella cárcel de hombres. Los traficantes de re¬ 
vistas nos queríamos cortar las venas. 

Pero hasta en una Claudia podíamos encontrar consuelo: 
revisando sus ejemplares supe que una ascendente Meryl 
Streep había protagonizado La amante del teniente francés, 


215 


que Rommy Schneider había filmado La banquera y que dos 
francesitas “desconocidas”, Isabelle Huppert e Isabelle Ad- 
jani, habían hecho una película sobre las hermanas Bronté. 

Nobleza obliga: sobre los años finales del Penal llegaron a 
mis manos varios ejemplares de la revista que mensualmen¬ 
te sacaba la Cinemateca Uruguaya. Toda una puesta al día en 
materia cinematográfica. El primer ejemplar tenía en tapa a 
la Liza Minnelli de Cabaret. La revista Cinemateca descorrió 
un telón y el universo del cine de los setenta y ochenta res¬ 
plandeció ante mis ojos. 


Vamos de copas 

Con un amigo, compañero de aquellos días, coincidíamos en 
que la vida antes de la cárcel se medía en mundiales de fútbol. 

Eramos muy gurises cuando en Chile '62 el Pepe Sasía 
rompió la red con soberbia bolea, Eliseo Alvarez jugó medio 
partido con una costilla fracturada y Brasil de la mano de 
Pelé ganó su segundo título mundial. Londres '66 significó 
plenitud de recuerdos con aquella estafa mayúscula en fa¬ 
vor de Alemania e Inglaterra, con jueces cruzados que deja¬ 
ron fuera de carrera a Uruguay y Argentina. Aún así, aquella 
selección de Mazurkiewicz, Manicera, Tito Goncalvez, Ro¬ 
cha y Domingo Pérez palpitaba en nuestra memoria. Nunca 
supimos si Troche, el capitán celeste, se vendió a los alema¬ 
nes por un puñado de marcos, como tanto se rumoreó. 

Finalmente, el cuarto puesto celeste en México '70 tuvo 
en el imaginario de los uruguayos más sabor a fracaso que a 
honrosa colocación, resabios de una herencia ganadora de 
campeones del mundo todavía muy fresca en una sociedad 
tan futbolera y ganadora como la nuestra. Los mundiales 
eran mojones, referencias asociativas con nuestras edades, 
vivencias, recuerdos. 

En los años de cárcel los mundiales de fútbol también 
fueron hitos que marcaron momentos en la vida del Penal. 


216 


El fracaso de la transmisión de los partidos de Uruguay 
en Alemania '74 fue tan rotundo como el desempeño de la 
selección celeste en aquel mundial germano. El sistema de 
parlantes con bañes colgando dentro del celdario fue tan 
deficitario técnicamente que solo barullo estridente llegó a 
nuestros oídos. El peor momento sonoro fue cuando el Chi¬ 
vo Pavoni convirtió el único gol uruguayo en aquel mundial 
para el empate ante Bulgaria, después de recibir una verda¬ 
dera paliza futbolística ante la naranja mecánica de Johan 
Cruyf y caer estrepitosamenteante ante Suecia. 

Cuatro años después en Argentina '78 fue otro cantar, por 
motivos varios. A esa altura en el Penal “la lata” dominaba 
el “éter” a través de una red de altoparlantes ubicados fuera 
del celdario, lo que permitía una buena calidad sonora en 
la emisión de partidos de fútbol, música, informaciones y 
otros eventos auditivos. 

Pero claro, Uruguay no había clasificado al mundial de la 
vecina orilla, lo que llevó a que los presos, no sé si mayorita- 
riamente, inclináramos preferencias por la selección local di¬ 
rigida por el Flaco Menotti, un tipo que cosechaba simpatías 
por el fútbol que pregonaba, pero sobre todo por sus decla¬ 
raciones progresistas en medio del régimen militar imperan¬ 
te. De todos modos, fuere por el uruguayísimo sentimiento 
antiporteño o fuere por evitar que la dictadura argentina sa¬ 
cara provecho de un título mundial, la hinchada carcelaria 
llegó dividida al partido final con Holanda, donde nuestros 
hermanos del Plata obtuvieron su primera copa del mundo. 

En aquel invierno de 1978 todavía no estaba instalada la 
dimensión de lo que sucedía en aquellos momentos en la 
Argentina, los extremos de la represión y la desaparición 
forzada como forma de exterminio masivo de militantes de 
izquierda. Después, cuando la magnitud del horror quedó al 
descubierto, el Mundial '78 quedó fuertemente impregnado 
de aquel marco político en que tuvo lugar. 

Osvaldo Ardiles, capitán y cabeza pensante de aquella 
selección argentina, admitió años después que él en aquel 


217 


momento era de los que no creía que en su país se violaran 
los derechos humanos como se denuciaba desde el exterior. 
Adhería a la consigna del gobierno militar de que “los argen¬ 
tinos somos derechos y humanos”. Poco tiempo más tarde, 
transferido al fútbol inglés, pudo informarse y tomar con¬ 
ciencia de lo que estaba ocurriendo en su país y se afilió a 
Amnistía Internacional. 

Tampoco nuestra selección clasificó al mundial de Es¬ 
paña en 1982, el tercer mundial que campaneamos tras las 
rejas. No había caso, el gobierno militar uruguayo no podía 
darse dique con la celeste en una copa del mundo. Otra vez 
debimos contentarnos con volcar nuestras simpatías por al¬ 
gún vecino. Desde El Gráfico asistimos paso a paso al cre¬ 
cimiento de Maradona (por más que su gran mundial sería 
cuatro años después en México). Los favoritismos alterna¬ 
ban entre el Brasil de Sócrates, y la Francia de Platini, pero la 
final enfrentó a germanos y taños y la hinchada presidiaría 
aplaudió decididamente los goles de Paolo Rossi. 


Los trapos queridos 

El interés por el fútbol mancomunaba sentires y pasiones 
entre verdes y grises. Al regularizarse las transmisiones de 
los partidos del fútbol uruguayo, de la Libertadores y de la 
propia selección, milicos y presos atendían por igual el rela¬ 
to que llegaba en vivo desde la red de altoparlantes. Obvia¬ 
mente que el eterno duelo entre Peñarol y Nacional, disimu¬ 
ladamente alineaba partidarismos entre la tropa de guardia 
y los reclusos más futboleros. Los oficiales obviamente esta¬ 
ban excluidos de esta circunstancial complicidad. 

Así, entonces, conocimos y aplaudimos los nuevos ídolos 
que las tradicionales camisetas generaban. Fue el esplendor 
goleador de Morena (un domingo de tarde escuchamos sus 
siete goles a Huracán Buceo, con el penal que marró inclui- 


218 


do). Nos habituamos a los goles de Victorino, de Venancio, 
de Wilmar Cabrera. Nos deleitamos con las gambetas de Ca¬ 
rrasco, de Rúben Paz, acatamos liderazgos de nuevos caudi¬ 
llos como el Indio Olivera o Hugo de León. Nos congratula¬ 
mos con el Defensor Campeón Uruguayo del '76, de la mano 
del Profe de León que puso por primera vez a un “cuadro 
chico” en la galería de los campeones uruguayos. Bolsos y 
manyas festejamos las copas Libertadores e Intercontinen¬ 
tales del ’8o y '82, respectivamente. 

También desde “la lata fuimos” campeones sudamerica¬ 
nos de básquetbol, ganándole la final a Brasil de la mano 
de Tato López, Carlos Peinado, Fefo Ruiz, Fonzi Núñez y los 
demás muchachos. Hasta tuvimos semanas de turismo con 
transmisiones en directo de la Vuelta Ciclista del Uruguay... 
En fin, cuando nos era posible palpitamos con sentires y tra¬ 
diciones que venían con nosotros, seguramente por necesi¬ 
dad de pertenencia a la vida común y corriente de la gente. 
También, quizás, como forma de aferramos a una ilusión de 
libertad que atenuara su ausencia. 

El corte transversal que ponía milicos y presos aunados 
en torno a una camiseta de fútbol. Un grado difícil de cali¬ 
ficar -ya que puede ir desde lo paradójico hasta lo espeluz¬ 
nante- surge del relato de un sobreviviente de la Escuela de 
Mecánica de la Armada (ESMA) que recuerda cómo, estando 
encapuchado y engrillado, festejaba dentro de su capucha 
los goles que convertía Argentina en el Mundial '78 en el 
estadio Monumental, situado a pocos metros del siniestro 
centro de reclusión clandestino. 


Primero Yamaha 

A propósito de ciclismo. Allá por el ’8o u ’8i, estaba con el 
Turquito en una celda del 4 0 B. En ese entonces eran tres los 
turnos de cocina. Un día bajaba el Turquito, al otro día baja- 


219 


ba yo y el tercer día estábamos los dos en la celda. La com¬ 
binación perfecta. A esa altura la posibilidad de disponer de 
toda la celda para uno solo era casi un privilegio. También 
resultaba saludable trabajar toda una jornada en la cocina y 
compartir la celda con el compañero el tercer día. Parecía 
constituir el mejor equilibrio posible de convivencia. 

Esta afirmación amerita una reflexión a la distancia. No 
dejaba de resultar paradójico, aunque humanamente com¬ 
prensible, que a principios de 1973 celebráramos que nos 
pusieron de a dos en la celda y que diez años después dis¬ 
frutáramos de estar solos en la celda. Por más que esto sea 
una percepción muy personal, habla de cómo el tiempo y 
el encierro prolongado provocaban el desgaste de cualquier 
convivencia, más allá de si esta fuera buena, regular o mala. 
No era la convivencia en sí el problema mayor sino el tipo 
de convivencia lo que devenía en desgaste. Por eso la po¬ 
sibilidad de alternar momentos compartidos y momentos 
solitarios en la celda comportaba un beneficio nada menor. 

En este punto precisamente estribaba el carácter perver¬ 
so del modelo carcelario del Penal de Libertad aplicado con 
especial saña en el segundo piso: dos personas encerradas 
23 horas al día en un cubículo de dos metros por tres, con el 
correr de los años se convertía en una metodología sofisti¬ 
cada de fuerte tortura psicológica. 

Pero volviendo a las mañanas de aquella semana de turis¬ 
mo acaparadas por la transmisión radial de la vuelta ciclista 
a través de “la lata”, con toda la parafernalia propagandística 
y el bullanguero estilo que acompaña una transmisión de 
ciclismo a todo trapo durante varias horas. Sin ser demasia¬ 
dos afectos a este deporte muchos seguíamos con relativa 
atención el desarrollo de la prueba. No era el caso del Tur- 
quito por cierto. No obstante, cuando me tocó bajar a cocina 
y a él quedarse en la celda, antes de irme le pedí expresa¬ 
mente que prestara atención sobre quién era el ganador de 
la etapa, cosa de mantenerme informado. 


220 


Esa noche, ya bañado y en la celda, después de un día de 
trabajo intenso en la cocina, descontando que no había es¬ 
cuchado un carajo, le pregunto: “¿Turco, quién ganó la etapa 
de hoy en la vuelta?” Me miró por detrás de los culos de bo¬ 
tella de sus lentes con cierta suficiencia, como diciéndome 
“te cagué, pensaste que no iba a prestar atención”, y me dijo 
muy suelto de cuerpo: “Ganó Yamaha”... Yo lo miré con in¬ 
credulidad. “Me estás jodiendo” le dije. Ahí el Turquito se dio 
cuenta que algo en su respuesta no encajaba y ya en tono de 
justificación me dijo: “Bueno, qué querés, a cada rato decían 
'Primero Yamaha' por el parlante”. Casi le doy un abrazo. 


Atento Casco 

Capítulo especialísimo fue el de los relatores radiales. 
Se habían acallado voces emblemáticas como las de Carlos 
Solé y Héber Pinto y era el momento del “ta ta ta” de Victor 
Hugo Morales, la nueva voz que cautivaba la audiencia fut¬ 
bolera por las ondas de CX12 Radio Oriental. 

También del espacio auditivo del Penal se adueñó el nue¬ 
vo líder del relato. Pero bueno, no duró demasiado en aquel 
sitial de preferencia. Como es sabido, Víctor Hugo Morales 
entró en colisión con los mandos militares, se le puso el 
viento en contra y emigró a Buenos Aires donde emprendió 
una prolífica carrera profesional en los medios. 

¿A qué punto del dial se corrieron nuestros oídos? Des¬ 
pués de rotar entre algunos relatores del momento recala¬ 
mos en la mismísma CX 40 Radio Fénix donde el veterano 
Rúben Casco emitía con peculiar estilo las vicisitudes de 
un partido de fútbol. Aquello era una suerte de “antirelato” 
donde la emoción de la jugada rara vez alteraba el tono mo- 
nocorde y escéptico del relator. Solamente el grito de “Aten¬ 
to Casco” sacudía la modorra con la información de un gol 
en otra cancha. Algunos compañeros interpretaron que los 


221 


milicos nos hacían escuchar fútbol por Casco como forma 
sutil de tormento. Si esa fue la intención el efecto no fue tal. 
En poco tiempo nos acostumbrarmos a su estilo poco en¬ 
tusiasta, le agarramos la vuelta y supimos apreciarlo. Tanto 
Víctor Hugo como Casco, con relatos tan disímiles, dibuja¬ 
ron el fútbol en nuestra imaginación y la empatia con ambos 
se hizo más completa cuando supimos que uno y otro no 
ocultaban su rechazo al gobierno totalitario de entonces. 


Entrégate Carlitos 

Como es sabido, el nombre de Carlos Solé -si de relatores 
de fútbol se trata- ha quedado registrado en el imaginario 
de los uruguayos como el mejor relator de fútbol de todos 
los tiempos. “El Gardel del gol”, apodo que lo dice todo. 

En el Penal de Libertad era una persona doblemente que¬ 
rida entre los presos. Varias generaciones de uruguayos na¬ 
cimos y crecimos escuchando el tono sobrio y emotivo de 
su relato. Su voz era el sonido de la ciudad las tardes de los 
fines de semana.. Pero además por otra razón: su hijo Carlos 
Gabriel (bah, Carlitos) estaba entre nosotros, era preso po¬ 
lítico, tenía la cabeza rapada, vestía mameluco gris con un 
número en pecho y espalda. 

Se había hecho famosa la anécdota de cuando Carlitos debió 
pasar a la clandestinidad en 1971 y su padre, en medio del relato 
del partido, le enviaba mensajes subliminales tales como: “En¬ 
trégate Carlitos que tu madre sufre” y otros por el estilo. 

También su padre quedó involucrado, involuntariamente 
claro está, en un episodio singular desde su condición de rela¬ 
tor. Cuando Nacional y Estudiantes de la Plata jugaron la final 
de la Copa Libertadores, el 16 de mayo de 1969 en Montevideo. 

El pico de audiencia obviamente lo tenía el relato de Car¬ 
los Solé en las ondas de Radio Sarandí. Aprovechando aquel 
fantástico rating, un comando tupamaro copó la planta emi- 


222 


sora de la radio y en el entretiempo del partido difundió una 
proclama en la que explicaba las razones de su lucha. Una ac¬ 
ción de amplia repercusión teniendo en cuenta el momento 
elegido lo que, naturalmente, provocó el enojo de don Carlos 
que quedó “sin voz”, aislado en su cabina, mientras el MLN 
despachaba su comunicado por los aparatos de radio. 

La detención de su hijo en 1972, la ausencia de su hija ra¬ 
dicada en Venezuela, su animosidad con el estado de cosas 
que padecía el país, afectaron duramente el ánimo y la salud 
de Solé. El 8 de mayo de 1975, a los 59 años, sufrió un paro 
cardíaco mientras dormía. Lo masivo de su sepelio reflejó la 
amplia popularidad recogida en 40 años de trayectoria. 

Carlos Solé era una persona querida por la gente. La ex¬ 
presividad y el magnetismo de su relato, el estilo austero y 
coloquial de su forma de decir el fútbol generaban una cer¬ 
canía muy marcada con los oyentes, contagiaba una sensi¬ 
bilidad propia de una forma de ser muy uruguaya. El don de 
la identificación, podría decirse. 

En algunas oportunidades (muy pocas) lo permitieron, 
pero esta vez, cuando sus familiares solicitaron a los mili¬ 
tares que el hijo pudiera estar presente en el sepelio de su 
padre (aún de manera muy breve), se lo negaron de plano. 


223 



Capítulo ii 


En aquel vagón 

Cuando llevaba seis años en el primer piso, en medio de 
un trasiego de presos que subían y presos que bajaban, me 
hicieron aprontar mis cosas porque iba para el cuarto piso. 
Yo, entre otros. Como si la consigna fuera: vamos a darle un 
poco de vida a estos pichis que ya están “amojosados” acá 
abajo. El único piso inamovible seguía siendo el segundo. 

Me llevaba conmigo -para siempre- un montón de vi¬ 
vencias de aquella enorme planchada. Sobre todo caras, 
nombres, mamelucos, números. Compañeros de todos los 
días de aquellos seis años. 

Cuando autorizaron a tomar mate en las celdas en marzo 
del ’73> el agua se calentaba en la primera celda del ala iz¬ 
quierda mediante un sistemas de suns caseros, grandotes, 
de alta potencia, que colocábamos en baldes de plástico (y 
que vuelta y media hacían saltar los tapones). Una vez hervi¬ 
da, con jarras llenábamos los termos y los distribuíamos por 
las celdas. Tarea por demás disfrutable que me tocó hacer: 
los compás esperaban ansiosos el termo con el mate pronto. 

Los compañeros que habitaban la celda donde calentᬠ
bamos el agua se bancaban aquél trajín que insumía mu¬ 
chas horas por día. El Lechón se abstraía por completo en 
sus textos de economía política (iba a ser nuestro ministro 
de economía luego de la revolución) y el Perro condescen¬ 
día con su inalterable buen humor, solía agarrar la guitarra 
y entonar los dos únicos temas que sabía interpretar: dos 
milongas, la “de ojos dorados” y la “del que se ausenta”. Escu¬ 
chárselas resultaba tan grato como al propio Zitarrosa. 

En ratos libres leíamos en voz alta a Galeano, un ejemplar 
de Las venas abiertas que andaba clande por ahí. Después se 
llevaron al “ministro de economía” para el segundo, llegó el 


225 


Ronco y aquella celda se anarquizó del todo: pasó a ser un 
local de la OPR. Al Ronco le entraba El Gráñco y fundamos el 
tráfico en el piso. Cuando se integró Caipira a la “comisión de 
agua caliente” entró como el gran centrofóbal que era: de los 
50 termos que aguardaban ser llenados en el piso de la celda, 
de entrada rompió tres... Luego los tachos de agua caliente 
traídos desde la cocina sustituyeron aquel noble servicio. 

Al volver Macario del hospital militar transmitía alegría, 
coraje, entereza. La tortura le había provocado infección en 
el pene, lo operaron y se lo extirparon. Era un tipo grande, 
fuerte, sano, jugaba al fútbol de cinco a la antigua, con ele¬ 
gancia. Y más prestancia aún con la viola y cantando, era de 
la escuela de Juan Lacaze, amigo del Sabalera, su rancho, “el 
rancho del Macario”, quedó eternizado en la canción. 

El Flaco Freire tenía la “comisión de afeitada, otra celda 
con mucha movilidad, por allí recalábamos todos: los milicos 
nos querían bien rasuraditos, siempre con especial celo de 
que el bigote no bajara las comisuras de los labios. Basquet¬ 
bolista profesional, el Flaco había sido jugador de renombre 
en Tabaré; su altura propia de basquetbolista contrastaba con 
la de su compañero de celda, el Petizo Leguizamo que medía 
un metro cincuenta, cuando mucho. El fajinero por entonces 
era el Brujo, se movía por la planchada con la misma elastici¬ 
dad que en la media cancha, un volante mixto, de ida y vuelta. 

En la última celda del ala derecha estaba Carlitos Núñez, 
escritor, periodista de Marcha, maestro de maestros, con 
aquellos culos de botella en los ojos que nunca sabías si te 
miraba o no. Tiempo después a esa celda llegó otro hombre 
ducho en la escritura. Mientras yo leía a pocos metros de allí 
El nadador o Virginia en fíashback -disponibles ambos en la 
Biblioteca Central-, su autor, Hiber Conteris, imaginaba sus 
futuras novelas. 

Esa celda parecía predestinada. Alli fue a parar dos años 
más tarde Jorge Dabo, caído con los últimos tupamaros que 
intentaron reflotar la organización en el Uruguay en 1975. El 


226 


Flaco Dabo era un personaje singular, alto, de buen lomo, 
nadador profesional, relacionado socialmente con altas esfe¬ 
ras de la sociedad uruguaya. Todo un “burgués” podría decir¬ 
se... un burgués que sirvió a la causa cuando las papas venían 
quemando hacía rato. Además, una generosidad y una bon- 
homía envidiables. Cargando tachos de agua caliente para el 
mate sufrió un paro cardíaco y, como en otros casos, llegó 
“tarde” al Flospital Militar, ya sin vida. Antes, había sido veci¬ 
no de esa celda el Brasilero Fuques, otro intelectual de fuste 
de larga trayectoria, el comentario irónico y el humor inteli¬ 
gente siempre pronto en sus labios. 

Una pléyade de poetas y escritores en aquella plancha¬ 
da: Daymán Cabrera que dejó aquel verso inconcluso en mi 
mente (“mientras la cárcel carcela y el exilio exilia, las ma¬ 
dres”...), el Negro Richard, Daniel Scasso. El Cristo que ilus¬ 
traba sus poemas en ediciones caseras con collages, ejem¬ 
plares gardelianos y combativos que circulaban celda por 
celda. Fluguito desarrolló una prosa armoniosa, sensible y 
emotiva. Alba, su compañera, estaba presa en Punta de Rie¬ 
les. Los milicos les habían jugado una broma de mal gusto: 
los fueron a buscar la noche de su casamiento... Y si de poe¬ 
sía se trataba, estos versos antológicos tan apropiados para 
una hojilla de fumar -evocados por Eduardo Galeano como 
ejemplo de poesía carcelaria- fueron escritos en aquellos 
años por Palito Gómez: 

Aveces llueve y te quiero 
Aveces sale el sol y te quiero 
La cárcel es a veces 
Siempre te quiero 


227 


Hombres compañeros 


Al Negro López nunca dejé de verlo -y escucharlo- como 
lo veía en las asambleas del IAVA, en el '68: una verba prodi¬ 
giosa tanto en la arenga como en los boliches de entonces. 
El Petizo Caballero hacía boñatitos con versos de los poetas 
andaluces para nuestros familiares. El Conejo y el Chupete 
hacían de su celda un taller literario. Feola y el Lagarto, fa¬ 
jina, guitarra y canciones. Cacho Botara, periodista de nota, 
analizaba la coyuntura con irreductible optimismo por más 
nubarrones que presentara el horizonte. El Lalo y “el Gori¬ 
la”, cristianos a carta cabal, mantuvieron intacta su fe y su 
compromiso cuando arreciaron filosofías materialistas en el 
debate ideológico. 

Científico loco, calladito y diferente, Edén se fabricó su 
propio violín que sonaba como un stradivarius. Vladimiro, 
personaje multifacético -escriba de comisaría, fotógrafo de¬ 
portivo, cazador de leones- poseedor de frondoso anecdo- 
tario. Billy y el Negro Delgado, cuya madre y la mía en las 
visitas se amigaron para siempre. El Manchado López y otros 
cañeros como el Viejo Farisano y Yacú, referentes peludos de 
aquella tanda enriquecedora llegada del norte a mediados 
del '73- El Gaucho Serna, el “otro” Lopecito, el Flaco Lewis, el 
Negro Pelé, qué jugador: ¿cómo no integró la selección del 
piso el Negro Pelé...? 

El Canario Beque, antes que por ideas, biológicamente 
anarquista. Baldemar, El Sordo y Carlitos que llegaron en el 
'74 y con ellos varios Negros de marcada vocación proletaria. 
Pedrito y el Pocho, el Diente que un día recibió como com¬ 
pañero de celda al abogado que lo defendía. Entre los más jó¬ 
venes de la planchada, Alfredito, Víctor y el Foca, tejano con 
todo el barrio en la piel. El Flaco Alzugarat que años después 
estudiaría en profundidad la creación literaria en las cárceles 
políticas en su Trincheras de papel. Pueblito, Charles, Pepito, 
Sarandí, Quito, queridísimos y por entonces jóvenes compa¬ 
ñeros de mi generación. 


228 


Y muchos más, algunos ya mencionados en pasajes an¬ 
teriores de este viaje, imposible mencionarlos a todos. Pero 
todos hicieron de aquella planchada un crisol comunitario 
de compañerismo y fraternidad, de compromiso y de con¬ 
vicciones, de debate y de confrontación, de formación in¬ 
telectual y cultural. Un micromundo heterogéneo en expe¬ 
riencias, edades y extracciones, diverso en ideas y credos. 
Pero ante todo una planchada profundamente humana; 
hombres recluidos, hombres con luces y sombras, hombres 
leales, hombres compañeros. 


Mi cafetín de Buenos Aires 

Y mis compañeros de celda en aquel primer piso, hace¬ 
dores todos para que la cárcel fuera, no una mera -y riguro¬ 
sa- privación de libertad, sino una forma de vida donde vivir 
era posible y necesario. 

Ya he mencionado a Lopecito, a Juan Pablo, al Chueco, 
al Viejo Bayarres, entrañables compañeros de convivencia. 
Con el Negro Montero no parábamos de leer, polemizar, 
discutir y la celda era el universo. Estando con el Pileta, en 
una requisa el oficial encontró en nuestra celda un pedazo 
de varilla de construcción de unos 25 centímetros de largo; 
obviamente preguntó de quién era y el Pileta se hizo autor. 
Cuando le preguntó para qué tenía eso le respondió con una 
serenidad pasmosa: “eso es una aguja de croché”, mientras 
yo contenía la respiración. 

En período de aprete y de pijeos personalizados utiliza¬ 
ban a un compañero “difícil” para complicarle la vida a su 
compañero de celda. El Viejo Paiva vivía en un estado de con¬ 
frontación permanente con los milicos: golpeaba la puerta a 
cada rato reclamando algo. Elabía conseguido de esa manera, 
a fuer de cansancio, que le autorizaran unajarra de leche por 
día para su estómago estragado por la gastritis. No la toma- 


229 


ba, me la daba a mí. “Yo la pido pa' el Memo”, decía después 
cagándose de risa. 

De las anécdotas del Viejo Aguila se podría escribir un li¬ 
bro entero. Bandidazo, se había inventado una enfermedad 
ósea que requería frotarse vinagre en los tobillos para su 
tratamiento. A modo de excepción le autorizaron el ingreso 
del producto. En realidad el vinagre se lo tomaba para paliar 
la abstinencia del alcohol. Personaje total el Viejo Aguila... 
Cuando lo subieron a otro piso vino Zorrón a la celda, di¬ 
rigente sindical de UTE que integró las primeras tandas de 
compañeros comunistas que empezaban a llegar al Penal. 
Yo, joven pero ya con varios años de cana; él veterano pero 
preso nuevo. Muy buen intercambio logramos, en lo políti¬ 
co, en lo humano, hasta en lo familiar. 

Mi última estación en el primer piso fue en el sector B con 
el Negro Burgos. Nos dimos una panzada literaria, casi hasta 
la indigestión. Fue en esos días que levantaron la veda que 
pesaba sobre Jorge Luis Borges y un tomo enorme con sus 
obras completas le ingresó a Martín, por visita. No sé cómo 
hizo el Negro para persuadir a Martín de que nos prestara 
aquel botín, nuevito, recién ingresado, sin que su dueño pu¬ 
diera abrirlo siquiera. Alternábamos su lectura, terrible pan¬ 
zada literaria nos hicimos con el Viejo Borges. 

Y me fui del primero sabiendo que en el cuarto piso me¬ 
jorarían mis condiciones de reclusión. Pero me fui sabiendo 
que de aquella planchada me llevaba conmigo vivencias que 
me habían marcado fuertemente. 

Me despedí de aquel piso como se despide un alumno de 
la institución que enriqueció sus conocimientos. El apren¬ 
dizaje, las enseñanzas allí recibidas serían para toda la vida. 
Primer piso: mi cafetín de Buenos Aires. 


230 


La educación sentimental 


Buena parte del cine argentino de los años 6o y 70 que 
llegó a nuestra pantalla supo secundar al spaghetti y, sobre 
todo, al “ciclo histórico” en lo que a calidad respecta. 

No obstante, los presos éramos duchos en sacarle jugo a 
un ladrillo cuando la mano venía de pantalla berreta. Por eso 
nos prestábamos al juego: nos conmovimos con Sandrini, 
bailamos con el Club del Clan, nos cagamos de risa con el ca¬ 
chondeo de Porcel y Olmedo y el cabarute que les secundaba. 

Luis Sandrini tenía el don de manejar a su antojo las fibras 
sensibles del público. Sus dotes de comediante solían sobre¬ 
ponerse a guiones y directores. Más que ver la película uno lo 
veía a él y no importaban las flaquezas de la historia o las sim¬ 
plificaciones arguméntales. El gesto tierno, la cabeza ladeada, 
la bondad de sus ojos saltones, el dicho ocurrente y hasta el 
tranco apurado cuando se iba enojado. Una popularidad soste¬ 
nida durante décadas en las salas populares del Río de la Plata. 

No fue el mejor Sandrini el que llegó a nuestra pantalla 
por más que el actor mantuvo encendida su personalidad 
en El profesor hippie, El profesor patagónico y El profesor 
tirabombas, trilogía que dirigió Fernando Ayala entre 1969 
y 1972. En estilo de comedia musical Sandrini encarnaba al 
profesor Montesano, un docente de secundaria compinche 
de sus alumnos y resistido por las autoridades por trasgresor 
de las normas. Todo muy liviano, por cierto, y colorido, con el 
aire juvenil de la época: mucha música en boga a cargo de La 
Joven Guardia, Los Náufragos y el cantante Piero, entre otros. 

El abuso de sensiblería de Sandrini creció con los libretos 
de Abel Santa Cruz en Bicho raro, o con la dirección de Enri¬ 
que Carreras en Los chicos crecen. Junto a José Marrone fue 
uno de los payasos en Pimienta y Pimentón, y se despidió de 
la planchada con una comedia de enredos, Eloy le toca a mi 
mujer, junto a Malvina Pastorino, su esposa en la vida real. 
Por encima de todo Sandrini era Sandrini, qué joder. 


231 


Rock en la prisión 


Durante 50 años Enrique Carreras dirigió más de cien pe¬ 
lículas argentinas. Salvo alguna honrosa excepción lo suyo 
fue un cine populachero, frívolo, carente de formas y con¬ 
tenidos desde lo artístico, aunque con buena taquilla la más 
de las veces. Sobre todo por el oportunismo de llevar a la 
pantalla fenómenos exitosos del momento, particularmen¬ 
te los de corte musical. 

Así, una noche desde la cucheta de mi celda escuchando 
el "estreno" de aquella semana, me sumergí en el tiempo re¬ 
cordando la cola interminable de gente frente al cine Rex, 
en 1964, conmocionada por la llegada a la pantalla de El Club 
del Clan. Aquel suceso musical explosivo y fugaz; la nueva 
ola local que desde la vecina orilla expandía ritmos juveniles 
como el twist o el rock, copando la audiencia desde la tele¬ 
visión, la radio y la RCA Víctor que vendía discos como pan 
caliente. Allí estaban, regresados en la planchada, Palito Or¬ 
tega, Violeta Rivas, Johny Tedesco y los demás muchachos, 
que devolvían a nuestros sorprendidos oídos aquellas can¬ 
ciones pegadizas y ligeras que recreaban tiempos divertidos 
de una adolescencia no tan lejana. 

Por cierto que Carreras aprovechó el boom y pocos me¬ 
ses después, en 1965, ponía en pantalla a las dos figuras rele¬ 
vantes de la nueva ola, Palito Ortega y Violeta Rivas en Fiebre 
de primavera. Y luego siguieron engendros de los años se¬ 
tenta tales como El picnic de los Campanelli, alocada fami¬ 
lia televisiva trasladada a la pantalla grande; La super super 
aventura, pésimo remedo de los filmes de super agentes; La 
familia hippie, donde Enrique Carreras vuelve asociado a 
Palito Ortega, con el agravante que este comenzó a dirigir 
sus propios productos, aún peores que los de su maestro. 
Tuvimos que soportarlo en Amigos para la aventura, acom¬ 
pañado por Juan Carlos AltaVista y el boxeador Carlos Mon¬ 
zón, y en Brigada en acción, una exaltación sin tapujos de la 


232 


policía argentina. Este título de 1977 integra la nómina del 
denominado “cine de la dictadura”. Y nosotros ahí observan¬ 
do sentaditos, quietitos, ausentes. 

Las comedias musicales argentinas de los setenta no se 
agotaron con Enrique Carreras y Palito Ortega. Nos visitaron 
otros cantantes de moda como Sabú en una película titulada 
El mundo que inventamos. Cacho Castaña, Alberto Cortez, 
Aldo Monges, Tormenta y Katunga, alternaron en Los éxitos 
del amor, que traía en el paquete a unajovensísima Graciela 
Alfano que no pasó desapercibida en aquel público. 

El mismo estilo lo mantuvieron musicales tales como 
Adiós Alejandra, edulcorada comedia con la joven María de 
los Angeles Medrano y el cantante Raúl Padovani, o El extraño 
de pelo largo, título que recoge el éxito y la participación de 
Lajoven guardia, junto ala presencia de Lito Nebbia, pionero 
con Los Gatos del incipiente rock argentino de entonces. 


Foto foto 

Pero no todas fueron pálidas en materia de musicales 
provenientes de la vecina orilla. Argentinísima (1 y II) que rea¬ 
lizaron Fernando Ayala y Héctor Olivera traían gusto a otra 
cosa. Concebidas para promocionar el folklore y las bonda¬ 
des naturales de diferentes regiones del país, la Argentinísi¬ 
ma de 1972 nos deleitó con nombres mayúsculos del cancio¬ 
nero popular argentino: dígase don AtaualpaYupanqui, Ariel 
Ramirez, Cafrune, Falú, Guarany, Ramona Galarza, Jaime To¬ 
rres, Chalchaleros, Quilla Huasi, entre otros. Y nada menos 
que al maestro Astor Piazzolla y la reconocida vedette Nélida 
Lobato representando la música y la danza de Buenos Aires. 

En el inconsciente colectivo de los presos, luego de la ca¬ 
balgata folklórica argentina, quedaron flotando los versos a 
viva voz de Horacio Guarany: “Si el vino viene viene la vida...” 
Bueno, que llegue de una vez era nuestro deseo. 


233 


Al año siguiente, Argentinísima II acusó el efecto de “más 
de lo mismo”, careció del nivel estelar y del ensamble na¬ 
rrativo de la primera. Aún así sumó figuras representativas 
como los hermanos Avalos, Ginamaría Hidalgo, Los Fronte¬ 
rizos, Julia Elena Dávalos, Los del Suquía, Edmundo Rivero, 
Luis Landriscina y otros. 

Varios de los artistas partícipes de la primera versión no 
integraron el elenco de la segunda; algunos de ellos en aque¬ 
llos días sufrieron persecución, exilio o muerte. Detrás de 
las bellas postales de estos musicales asomaban nubes ne¬ 
gras presagiando tormenta. 

Pero Argentinísima II nos puso de cara a un personaje 
que gozó de amplísima popularidad en el Penal de Libertad. 
Cuando se encendía “la lata” y se escuchaba su voz como 
que no había otra cosa más importante que prestarle aten¬ 
ción. Los cuentos de Luis Landriscina eran, sencillamente, 
imperdibles para los presos. Nadie como él para describir 
usos y costumbres del Río de la Plata, particularmente de la 
vida en provincias y departamentos, por una vía humorística 
que resultaba poco menos que irresistible a nuestros oídos. 

No importaba que a fuer de volver a escucharlos, termi¬ 
nábamos sabiendo sus cuentos de memoria. Porque, por un 
lado estaba la anécdota contada y la situación humorística 
que remataba la historia, pero cuánto significaba el decir del 
hombre, la forma de narrar, el tono, los matices, las pausas. 
Ahí radicaba, seguramente, el éxito del cuento. Tanta aten¬ 
ción dedicamos a los espacios semanales de Landriscina en 
“la lata” que terminamos incorporando a nuestro lenguaje 
cotidiano términos suyos. "La chancha de Landriscina" (que 
terminaba con el animal trepándose sólita a la carretilla para 
que la llevaran a aparearse con el chancho de otra estancia), 
o el del opa del pueblo que reparaba en la comisaría del pue¬ 
blo las fotos de los requeridos preguntando si aquellas caras 
eran “¿Foto foto?”... El “¿Foto foto? pasó a ser léxico cañero. 


234 


Masacre en el Puti-Club 


Una última variable del cine argentino de los 'yo en nues¬ 
tra planchada correspondió al género “cine de burdel”. 

Así como Enrique Carreras explotaba la comedia sen¬ 
siblera o musical, Gerardo Sofovich junto a su hermano y 
otros colegas impulsó un cine inspirado en el humor subi¬ 
do de tono, verdoso tirando a procaz, sostenido por figuras 
provenientes de la revista porteña, cómicos y vedettes que 
traían a la pantalla lo mismo que hacían en el teatro: humor 
de brocha gorda, y mucha anatomía femenina bien dispues¬ 
ta a exhibirse. Una picaresca muy porteña, carente de origi¬ 
nalidad, chabacana y ramplona la más de las veces que, hay 
que decirlo, ocupaba generosamente el ojo de los presos. 

Allí tuvimos dimensión de la popularidad creciente del 
Negro Olmedo, conocimos al Gordo Porcel, a un gran actor 
como Javier Portales, al reiterado Tristán, ajuan Carlos Alta- 
vista, un Minguito que supo granjearse simpatías. Y una nu¬ 
trida pléyade femenina pidiendo pista: Moria Casán, Susana 
Giménez, Graciela Alfano, Mariquita Gallegos, las hemanitas 
Ethel y Gogo Rojo, entre otras. 

Los vampiros los prefieren gorditos, Los caballeros de la 
cama redonda, Hay que romperla rutina, El gordo catástrofe, 
Basta de mujeres, Custodio de señoras, sugerentes títulos de 
este ciclo que alcanzó un puntito más arriba en La gran ruta, 
dirigida por Fernando Ayala en 1971, con Luis Brandoni en el 
elenco. Una picaresca iniciada en los sesenta con La cigarra 
no es un bicho, que abrió paso a la saga sobre correrías y des¬ 
controles en “hoteles alojamiento”, “villas cariño”, etcétera. 

En una escena de cama donde unajovencita Graciela Al¬ 
fano quedaba en cueros, el Cafi no se aguantó y lanzó un 
sonido gutural que despertó la risa del público. Al término 
de la función el sargento del primer piso, el Tigre Rebollo 
-así apodado porque le decía “tigre” a todo preso al que se 
dirigía- lo llamó aparte al Cafi y le dijo canchero: “Tigre, yo 
lo entiendo pero otra vez no me haga eso...” 


235 


Es cierto, algunos compañeros no recibieron de buen gra¬ 
do que a nosotros, presos políticos, se nos intentara socavar 
la moral con este tipo de películas. Entendían que esta pro¬ 
gramación estaba destinada a deteriorar los valores de los 
prisioneros mediante la exhibición de mujeres provocativas 
y semidesnudas... En fin, si de algo no carecía el Penal de Li¬ 
bertad era de diversidad de opiniones. 


Seis en punto 

Por supuesto que la reprobación a ese tipo de películas 
no era una de las reivindicaciones principales en la agen¬ 
da del “seispuntismo”. Encolumnados tras una serie de pos¬ 
tulados políticos -que tenían que ver con la revolución, la 
vanguardia, las alianzas y las estrategias a nivel nacional e 
internacional y cosas por el estilo- este grupo de compañe¬ 
ros del MLN creció y se desarrolló en los pisos “de arriba” del 
Penal, sobre todo cuarto y quinto piso donde fueron mayo¬ 
ría y controlaron los resortes de poder que tenían los presos. 

Esto significaba determinar quiénes ocupaban las comi¬ 
siones y puestos de trabajo más importantes (cocina, pelada 
de verduras, lavada de tachos de cocina y otros), preferidos 
por la oportunidad de diálogo e intercambio colectivo que 
posibilitaban. 

Más allá de las concepciones políticas adoptadas, que como 
tantas otras podían compartirse o no, la operativa utilizada ge¬ 
neraba división y tensiones varias dentro del colectivo. Carac¬ 
terizaba a este agrupamiento un espíritu de secta cuya lema 
parecía ser: si no estás conmigo estás contra mí. Esto aplicaba 
para el resto de los compañeros que debieron someterse a un 
manejo arbitrario, sobre todo de sus posibilidades de trabajo 
fuera de la celda. Una práctica reñida con las elementales nor¬ 
mas de convivencia carcelaria entre presos políticos. 


236 


El fenómeno “seispuntista” adquirió mayor relevancia en¬ 
tre los años '77 y '80, en momentos en que la mayoría de los 
presos hacía un proceso político “a la inversa”, que priorizaba 
fortalecer la unidad, la solidaridad, el compañerismo dentro 
del bando de mamelucos grises frente al avance de la políti¬ 
ca represiva de una cárcel que se tornaba prolongada, dura 
y capaz de mellar anímica y psicológicamente a los compa¬ 
ñeros más desvalidos. Las diferencias políticas que pudieran 
exisitir, que por supuesto existían, no podían menoscabar la 
prioridad de mantener el colectivo de presos unido en torno 
a valores y principios comunes. 

Como era de suponer, las autoridades de la cárcel se¬ 
guían de cerca este tipo de desencuentros entre reclusos y 
en buena medida lo estimularon mientras les fue útil para 
mantener un factor divisionista entre los presos. En el correr 
de 1980, de cara al plebiscito de la reforma constitucional 
impulsada por el gobierno, tomó cuerpo y arreció una cam¬ 
paña de denuncia internacional impulsada por este grupo 
alertando sobre las graves consecuencias que podría apare¬ 
jar el triunfo del SÍ en las cárceles políticas. 

Esto motivó cambios drásticos en el status quo existen¬ 
te: a instancias del entonces jefe del celdario, mayor Mario 
Mouriño, en un clima de tensión y enrarecimiento interno 
sobrevino la represión sobre el “seispuntismo”. Les tendieron 
provocaciones, fueron trasladados masivamente al primer 
piso, se declararon en huelga de hambre y sacaron a la mᬠ
quina a una quincena de los identificados como cabecillas. 

En los días previos al plebiscito, a través de la prensa 
oficialista los militares “denunciaron” la conspiración sedi¬ 
ciosa y desestabilizadora de los “seispuntistas”, intentando 
justificar la necesidad del voto por el SÍ. Como es sabido, ni 
esto ni el resto de la prédica miliquera logró torcer la volun¬ 
tad mayoritaria del pueblo y el triunfo contundente del NO. 

Pero internamente, en la cárcel el saldo fue amargo, do¬ 
loroso, no solo para los compañeros sobre los que recayó 


237 


directamente la represión sino para todo el colectivo en su 
conjunto. Nadie salió indemne de esta experiencia. Una pe¬ 
lícula que hubiéramos querido no haber visto. 


El mate y el vira vira 

La cocina era el servicio principal del Penal, el que “saca¬ 
ba” más compañeros de la celda y el que permitía más “vira 
vira”, lo que es decir reunirse, conversar, intercambiar gru- 
palmente. Y la importancia de la tarea: preparar el desayuno, 
el almuerzo y la cena para 1500 personas (los presos y una 
parte del personal militar afectado a la guardia). Ah, también 
dos veces por día se enviaba a los pisos los tachos con el 
agua caliente para el mate, nada menos. 

Los turnos diarios de cocina estaban integrados por una 
treintena de compañeros que bajaban a las cinco de la ma¬ 
ñana y regresaban a sus celdas a las ocho de la noche. Se tra¬ 
bajaba intensamente pero había suficientes momentos para 
descansar, tomar mate y charlar. 

Anexo al servicio de cocina estaba la pelada de verduras 
que insumía varias horas por parte de doce o catorce com¬ 
pañeros que pelaban lo que iba a utilizarse en la comida de 
ese día. Allí también se tomaba mate y se conversaba a dis¬ 
creción durante muchas horas por día. Otra tarea comple¬ 
mentaria a cocina era la lavada de tachos: grupos de ocho o 
diez compañeros después de almorzar y de cenar bajaban a 
lavar los tachos y utensilios utilizados para cocinar. No era 
una tarea precisamente placentera, pero había que hacerla. 

La panadería empezó a funcionar meses después que la 
cocina, una vez construido un enorme horno donde se co¬ 
cía el pan (porteño) para almuerzo y cena, y bizcochos para 
el desayuno. Era trabajo nocturno, desde diez de la noche a 
seis de la mañana y también permitía a los presos matear y 
conversar a gusto. Los turnos de panadería ocupaban una 
quincena de compañeros. 


238 


Entre 6o y 70 presos trabajaban diariamente en aquel 
enorme recinto situado en la parte posterior del celdario. 
Los distintos espacios destinados a cocina, carnicería, pela¬ 
da de verduras, panadería y lavada de tachos eran vigilados 
por soldados armados con escopetas ubicados en los alto de 
un muro central con visual hacia todo el recinto. 

Los milicos no decidían quiénes trabajaban en estos ser¬ 
vicios, la selección estaba en manos de los presos, por eso 
revestía importancia la designación e integración de cada 
turno de cocina y los servicios afines. Este “ejercicio de po¬ 
der” dentro del colectivo de reclusos aparejó las situaciones 
conflictivas a la que hemos referido. 

En cocina me tocó trabajar integrando una cuota muy 
minoritaria en un turno conformado por algo más de trein¬ 
ta compañeros. Los ocho que cubríamos esa cuota teníamos 
nuestro sector de trabajo, nuestras tareas y nuestro lugar de 
descanso donde tomar mate y charlar. No teníamos casi 
contacto con el resto de los miembros del turno, salvo las 
cuestiones inherentes al trabajo. 

Y debo confesar que ese período -algo así como un par 
de años- me resultó fructífero, enriquecedor. Entre los ocho 
logramos establecer una dinámica de trabajo y un entendi¬ 
miento en general que nos permitió trabajar cómodamen¬ 
te, más allá del sistema cuotificado imperante. Estábamos 
como dentro de una burbuja. En términos grupales fue la 
experiencia más provechosa que me tocó vivir en la cárcel. 

Alternábamos nuestras tareas en equipos de cuatro y nos 
dabámos tiempo para todo: intercambiar información, dis¬ 
cutir políticamente, abordar las cuestiones ideológicas: viru 
viru en abundancia. Pero también el diálogo fraterno, desde 
lo humano, lo personal, las vidas de antes y las que imaginᬠ
bamos de futuro, además del libro que estábamos leyendo, 
la última película del cine de planchada, la música de la no¬ 
che anterior y, por supuesto, criticar mucho a los demás y 
reírnos de todo, no importaba qué. 


239 


La rueda de mate, el compañerismo, la confianza, la 
amistad, la complicidad. Pueblito, Nicola, el Crisis, el Gato, 
Sosita, el Yorca, Daniel. Muy buenos momentos comparti¬ 
dos en aquel rincón de la cocina donde recalaban los ocho. 
Son ocho los monos, yo los conozco. Por más que aveces al¬ 
ternaban otros queridísimos compañeros como Coca Cola, 
el Pardal, El Pelado Rubén, el Torito, Rubito y muchos otros. 


El pan nuestro 

En los primeros tiempos del Penal cuando todo estaba 
por organizarse, tanto sus autoridades como los presos tu¬ 
vimos la suerte de contar con el Bagre Ruiz entre nosotros. 
Compañero sanducero con vasta experiencia en el rubro 
gastronómico, el Bagre no solo sabía cómo debía funcionar 
una cocina a gran escala sino que destacaba por su propia 
capacidad de trabajo y también por sus condiciones para 
formar compañeros en el rol de dirigir y ordenar las tareas. 
Fue quien organizó y encaminó el funcionamiento de la co¬ 
cina, formó a los “maestros de cocina”, responsables de que 
todo se hiciera en tiempo y forma. 

También en la creación de la panadería del Penal fue el 
Bagre quien dio directivas de cómo hacer las cosas: el tipo 
de horno a construir, las máquinas e implementos necesa¬ 
rios, el número de compañeros para cada turno, la cantidad 
de harina necesaria, etcétera. 

Le tocó al primer piso imaugurar la panadería del Penal a 
mediados de 1973, y me tocó en suerte, junto al Negro Made¬ 
ra, ser uno de los encargados de los turnos, bajo la batuta del 
Bagre, obviamente. Con el título de “maestro de pala”, título 
honorífico carente de legitimidad alguna, ya que ni el Negro 
ni yo jamás habíamos conocido una panadería por dentro. 
Pero bueno, la mentalidad militar exigía reproducir el esca¬ 
lafón jerárquico propio en el contingente recluso. 


240 


Una verdadera secuencia de parodia cinematográfica nos 
tocó protagonizar cuando llegaron las máquinas a utilizarse 
en la nueva panadería. 

Estrenando uniformes blancos (pantalón, chaqueta y go- 
rrito ajustado a la cabeza), los tres maestros de pala en posi¬ 
ción de firmes junto a jerarcas de las tres armas que coman¬ 
daban el Penal, asistimos al descenso de un camión militar 
de las máquinas, una mezcladora y una sobadora de buena 
capacidad. Con toda la solemnidad que el acto requería: solo 
faltó el himno y la venia. Y después las preguntas de rigor por 
parte de los militares acerca de las bondades de la maquina¬ 
ria, su capacidad, etcétera, interrogantes que el Negro y yo 
respondíamos con total dsparpajo, a la par del Bagre. 

Hasta ese momento el pan lo proporcionaba un panade¬ 
ro del cercano pueblo de Libertad que se estaba haciendo 
la guita a costillas de nosotros: un pan de bajísima calidad, 
hecho que indignaba al Bagre, conocedor a fondo de los in¬ 
gredientes utilizados. 

El último día que el hombre trajo sus canastos de pan be- 
rreta, mientras nosotros probábamos el nuevo horno y sa¬ 
lían humeantes las primeras muestras de “nuestro” pan, el 
Bagre tomó una resta de pancitos recién hechos, se aperso¬ 
nó al panadero que estaba por ahí cerca y le entregó el pan: 
“tome, pruebe esto y compárelo con la porquería que us¬ 
ted nos trae todos los días”. El hombre agarró el pan, no dijo 
nada, dio media vuelta y se fue con la cola entre las patas. 


De vaca negra 

De aquella primera época de cocina quedaría patentiza¬ 
da en el recuerdo una anécdota merecedora de figurar en 
el podio de las mejores. Entre los oficiales que cada tanto 
volvía al Penal con la guardia de su cuartel se destacaba un 
alférez por su altura (pasaba lejos los dos metros) y por no 
tener demasiadas luces. Doble Bobo le decían, apodo puesto 
no sé si por algún preso o por sus propios camaradas. 


241 


Cierto día que estaba de guardia en el celdario, bajó a la 
cocina y le ordenó a uno de los compañeros que encontró 
más a mano que prepararan tres o cuatro churrascos de 
entraña para los oficiales de la guardia. No recuerdo ni el 
nombre ni el apodo de aquel compañero petizo, flaquito y 
muy bandido, que con acento esteño y mucha seguridad le 
respondió: “mire oficial, hoy no podemos hacerle esos chu¬ 
rrascos porque la carne de hoy es de vaca negra, y las vacas 
negras no tienen entrañas”. 

El Doble Bobo asintió, dio media vuelta y volvió a la guar¬ 
dia a explicarle a sus camaradas la razón por la que se que¬ 
daban sin churrascos. Las carcajadas y las puteadas que le 
echaron los demás oficiales se oyeron desde lejos. El “pichi” 
le había tomado el pelo de una manera poco menos que 
humillante... Menos mal que no hubo represalias sobre el 
“pichi” que pasó a la posteridad con aquella antológica -y 
riesgosa- respuesta. 

Por aquello de que este país es “un pañuelito” y “todos nos 
conocemos”, solía suceder que muchos presos y oficiales que 
venían de guardia al Penal se conocían de otros momentos 
de sus vidas. Ahí la iniciativa de la reacción la tenía el mili¬ 
tar: podía ignorar al preso, maltratarlo de manera especial 
o mostrarse condescendiente, hablarle, saludarlo, etcétera. 

Habíamos estudiado juntos cierto tiempo y entablamos 
una buena relación mientras nos frecuentamos. Cuando me 
reconoció en el Penal, la reacción inmediata que tuvo hacia 
mí aquel oficial fue cordial, diría que de tono amistoso. En di¬ 
ciembre del '74. antes que trascendiera el episodio de la muer¬ 
te de Trabal y los asesinatos de Soca, vino a mi celda y me con¬ 
tó con pelos y señales lo ocurrido. Tenía clarísimo quién había 
matado a Trabal: “nosotros esperábamos mucho del Viejo, le 
teníamos mucha confianza”, me expresó con sincero sentir, 
incluyendo en el plural a camaradas de su generación. 

Ocho años después, en el '82, yo con una lumbalgia de¬ 
masiado molesta estaba esperando que me atendieran en la 
enfermería, ubicada en el segundo piso, lugar de aprete por 


242 


excelencia como ya lo he señalado. Para colmo, durante mi 
espera ingresó una nutrida delegación de oficiales, de esas 
que cada tanto visitaban el Penal y provocaban un aprete 
adicional en milicos y presos. Los gritos de “¡atención!” se 
sucedían y de repente, cuando pasan cerca de mí, observo 
de reojo que uno de los oficiales me mira, me reconoce, se 
sale del grupo y viene hacia mí. 

Yo estaba duro con las manos atrás, el hombre con su 
uniforme de calle se para frente a mí, me mira, me tiende la 
mano, le devuelvo el apretón y me dice. “¿Todavía seguís por 
acá? ¿cómo andás?” Le respondo que bien, que espero salir 
pronto y lo felicito por el ascenso después de observar los 
dos porotitos de su charretera: ya era teniente. Me agradece, 
nos deseamos suerte, nos damos la mano nuevamente y si¬ 
gue la recorrida con el resto de los oficiales. 

Aquel episodio me dejó pensativo. Luego en la celda lo 
repasaba con cierta preocupación: no había sido un gesto 
normal el de “mi amigo”. Ya no éstábamos en el ' 74 . el clima 
político era otro, había pasado mucha agua bajo el puente. 
¡Y pararse a saludarme de esa manera!... ante la mirada -su¬ 
pongo que atónita- del resto de la delegación. Como que se 
había regalado demasiado, pensaba yo. 

No pensé mucho porque al ratito de volver a la celda vino 
a buscarme un milico y me llevó ante el mayor, jefe de tur¬ 
no del celdario. Dentro de su oficina me hizo tomar asiento 
y empezó a interrogarme largo y tendido acerca de dónde 
conocía yo a aquel oficial (lo llamaba por su apelido), por 
qué me había saludado, qué me había dicho él, qué le había 
dicho yo a él, y así. Di las explicaciones del caso (las reales, 
omitiendo obviamente la charla de ocho años antes sobre 
el caso Trabal) y me regresaron a la celda sin que hubiera 
represalia alguna sobre mí. 

Me temo que la parte más costosa recayó sobre él. Nunca 
lo supe, ni lo volví a ver. La lumbalgia aquel día no me dio 
tregua. 


243 



Capítulo 12 


Las cartas que llegaron 

En la primavera del '78 cambié el distintivo negro por 
el verde (un trozo de tela junto al número, en pecho y es¬ 
palda, con el color que identificaba a qué piso pertenecía 
cada uno). En el cuarto piso me sentía tan preso como en el 
primero pero las condiciones materiales eran otras: trabajo 
fuera de la celda, mayores posibilidades de comunicación 
con los demás compañeros, recreos más largos, la plancha¬ 
da más floja en general, y disponer de la celda para mí du¬ 
rante jornadas enteras. El cambio se sentía y mucho. Y en mi 
caso un detalle nada menor: ¡me tocó una celda que daba al 
frente de la cárcel!... Las celdas de los pisos de arriba tenía 
pequeñas-enormes diferencias con las de abajo: poder abrir 
un espacio más de ventana, la lamparita de la luz dentro de 
la celda, no había mirilla en las puertas. 

Y lo más importante, mis nuevos compañeros de cel¬ 
da: me recibió Alejandro, caído por el PVP no hacía mucho 
tiempo. Obrero de la carne, y cien por ciento anarco, emo¬ 
cional, puro corazón, gran tipo. Al poco tiempo se fue en 
libertad y llegó el Inge. Venía de siete años de encierro total 
en el segundo piso, así que es fácil de imaginar lo asombra¬ 
do (y maravillado) con aquella “otra” cárcel del cuarto piso. 
Excelentes compañeros ambos, como también lo fueron el 
Mudo, maestro de Florida, buenísimo, generoso y conspira¬ 
dor nato; Sosita, con quien tuve una breve convivencia de 
celda pero mucho tiempo trabajando juntos en cocina. 

Con el Yorca compartimos celda, cocina y la comisión del 
correo que funcionaba en el sector B del cuarto piso. El co¬ 
rreo era una celda para cuatro personas. Convivencia y tra¬ 
bajo administrativo en el hogar. Estuvimos allí con Cuchilla 
de Peralta (apodado así por su pueblo de origen, en Tacua- 


245 


rembó, pero por largo, el apodo quedaba en Cuchilla sola¬ 
mente), y con el Fogonero, fanático de Nacional y admirador 
en aquellos momentos de Wilmar Cabrera, a quien trataba 
de emular en los picados del recreo. 

Esta sí que fue una experiencia atípica: cuatro en una celda 
doble donde vivíamos y cumplíamos la tarea burocrática de 
ordenar la correspondencia que ingresaba al Penal -luego de 
pasar por la censura obviamente- y distribuirla en los pisos 
y sectores correspondientes. Acá las reglas del juego cambia¬ 
ban, los códigos de la convivencia eran diferentes a los de la 
celda común. Cuando prevalecía la buena onda y la disten¬ 
sión la celda era un lugar muy confortable. Casi siempre era 
así, pero si de repente alguno por hache o por be no andaba 
del todo bien, el contagio era inevitable. En esos casos, poco 
frecuentes, había que apelar a la vieja receta de treparse a la 
cucheta y viajar por donde la historia del libro te llevara. 

Estando con el Yorca en una celda simple del cuarto piso 
nos habíamos propuesto dejar de fumar. Un día nos decidi¬ 
mos y arrancamos. Pasó el mate de la mañana, pasó el de¬ 
sayuno, la media mañana y cero tabaco. Nos mirábamos y 
tratábamos de darnos ánimo con la mirada. Veníamos bien, 
hasta que en una de esas sentimos por la ventana ruidos de 
ciertos movimientos inusuales, nos asomamos y vemos que 
estaba pasando frente a nosotros la delegación de la Cruz 
Roja que por segunda vez visitaba el Penal. Empezamos a 
darnos manija con lo que significaba aquella nueva visita, 
con que cada vez faltaba menos y todo eso, entrecruzamos 
miradas cómplices y al unísono manoteamos el paquete de 
tabaco. Aquella mañana tan promisoria se merecía ensillar el 
mate y armarse unos buenos cigarros. La ansiedad pudo más. 


246 


Halcones y palomas 


Nada enorgullecía más a los mandos que mostrar el Pe¬ 
nal de Libertad, esa verdadera “cárcel modelo” que habían 
logrado instalar y mantener. Vuelta y media llegaban delega¬ 
ciones de militares de todo el país recorriendo las instalacio¬ 
nes, el predio, el celdario y los pisos apreciando aquella joya. 

Y no faltaban, por supuesto, delegaciones de militares de 
los países vecinos. Todo el gorilaje de la región quería co¬ 
nocer la “cárcel modelo” de los uruguayos: brasileños, para¬ 
guayos, bolivianos... Más vale no imaginarse los diálogos que 
cruzarían entre ellos durante la recorrida los argentinos o 
los chilenos acerca de la “solución” adoptada para los presos 
políticos de sus países. 

Eso sí, que vinieran delegaciones de “viejos”, como les lla¬ 
maba la tropa, les complicaba la vida a ellos, a la guardia, y a 
nosotros, los reclusos, por supuesto. Se apretaba todo, se su¬ 
cedían los gritos de “¡Atención!” por doquier y si te agarraba 
fuera de tu celda te convertías en estatua, firme y con manos 
atrás hasta que pasara el cortejo. Los soldados otro tanto. 

Y era en el primero y en el segundo piso donde más se 
detenían. En el segundo porque estaban los más peligrosos, 
asesinos irerecuperables que nunca saldrían de allí. Y en el 
primero porque disponían de la superficie de la planchada 
para caminar cómodamente y observar el interior del celda- 
rio. En tales circunstancias, el estado de alerta y tensión se 
imponía, dentro y fuera de las celdas. 

Pero también ingresaron al Penal otro tipo de delegacio¬ 
nes. Después de varios años de impedimentos por parte del 
gobierno uruguayo, la Cruz Roja Internacional en 1980 logró 
acceder al Penal de Libertad. Recorrieron la cárcel y entrevis¬ 
taron uno por uno a todos los reclusos. También recibieron 
a familiares en el hotel de Montevideo donde se alojaban. La 
campaña en el exterior denunciando las violaciones a los De¬ 
rechos Humanos en las cárceles políticas uruguayas fue in- 


247 


tensa durante la dictadura. Ingresar al Penal de Libertad era 
un objetivo importante en la agenda del organismo humani¬ 
tario, insistieron hasta que lo lograron. Otro tanto con la de 
Punta de Rieles, la cárcel donde estaban las compañeras. 

Para nosotros y para nuestros familiares la presencia in 
situ y el diálogo con la gente de la Cruz Roja, si bien no mo¬ 
dificaba en lo esencial la política carcelaria existente podía 
incidir favorablemente en algunos aspectos. Por lo pronto 
dejaba la sensación de que no estábamos tan desprotegidos. 

Tres años después, nuevamente fuimos visitados por la 
Cruz Roja. Años después trascendió parte del informe de 
uno de los miembros de la delegación de la Cruz Roja que 
en 1980 visitó Uruguay, Argentina y Brasil, que decía a pro¬ 
pósito del Penal de Libertad: 

[...] el lugar en el cual el sistema de detención (medidas de 
seguridad, aislamiento, incomunicación, sanciones, etc.) es 
llevado más allá de lo que es habitual ver, tanto en el domi¬ 
nio de la seguridad como en la búsqueda de todo aquello 
que pueda dañar al hombre encarcelado (Informe de la Aso¬ 
ciación de Presos Políticos) 

El informe señalaba que Libertad “tiene la reputación de 
triturar, física y moralmente a los detenidos, en pocos años”. 

La extensión del horario de recreo -para algunos pisos 
por lo menos- fue uno de los logros más tangibles que de¬ 
jaron tras su paso, así como donaciones de música para “la 
lata”, ¡y libros! El aporte de material de lectura por parte del 
organismo constituyó una buena dosis de renovación litera¬ 
ria que mucho agradecimos. 

Siempre contamos con una rica y representativa reserva 
de literatura latinoamericana, desde pioneros del siglo pa¬ 
sado como Ciro Alegría, Arguedas, Carpentier, Vallejo, As¬ 
turias, Rómulo Gallegos, hasta los forjadores del boom de 
mediados del siglo XX. Salvo García Márquez, proscripto de 


248 


las nóminas oficiales, contamos con toda la obra de Vargas 
Llosa y Roa Bastos, obras de Rulfo, Donoso, Scorza, Carlos 
Fuentes, Cabrera Infante, Herrera Luque, entre otros. 

La donación de la Cruz Roja actualizó la obra de varios de 
estos autores, pero también fue oxígeno literario de otras la¬ 
titudes. Por ejemplo, de la nueva generación española: Juan 
Marsé, los dos Goytisolo que se sumaron al Pío Baroja, Ca¬ 
milo José Cela, Arturo Barea, entre otros autores de la madre 
patria -además de los clásicos de siempre- que nos acom¬ 
pañaron largamente. De la patria de Kafka, siempre muy re¬ 
querido en el Penal, la Cruz Roja nos dio a conocer a Milán 
Kundera, una grata novedad literaria. 

Otros libros de excelente calidad quedaron entre noso¬ 
tros luego de la visita de esta delegación: Historia social de 
la ciencia, de John Bernal, que luego fue perseguido y cen¬ 
surado. También un libraco enorme que constituyó todo un 
tesoro en mis manos: La historia del cine mundial del fran¬ 
cés George Sadoul. 


Figuritas de colores 

A partir de 1980, a la par del spaghetti y de las comedias 
argentinas de Porcel y Olmedo, empezaron a alternarse pro¬ 
ducciones norteamericanas, fundamentalmente de los años 
setenta. O sea películas “nuevas”, lo que para nosotros no era 
poca cosa, independientemente de la calidad de las mismas. 

Porque, claro, realzaba la pantalla el tecnicolor, la evolu¬ 
ción de la técnica narrativa, el cuidado de la banda sonora 
y ese tipo de cosas que tienen que ver con el envoltorio. No 
era lo mismo un bodriazo antiguo, lento y en blanco y negro 
que un bodriazo colorido, ágil y con sonido modernoso. 

Y vaya si los tuvimos. Por ejemplo debimos comernos a 
todo color y en cinemascope al corpóreo Patón, interpreta¬ 
do por Bud Spencer. El director Steno nos obsequió al brus¬ 
co y obeso detective por partida doble: Detective pies pla¬ 
nos y Patón en HongKong. Espantosas ambas. 


249 


A Roger Moore lo conocíamos como El Santo de la tele 
de los sesenta. En la planchada apareció junto a Tony Cur¬ 
tís en una comedia de espionaje titulada Conspiración en 
Londres, con acciones burdas y humor no logrado, detalles 
menores para el caché de Moore, teniendo en cuenta que a 
esa altura ya estaba lanzado como el nuevo agente 007 en 
lugar del irremplazable Sean Connery. 

Dentro de este paquete llegó un filme yanqui de ciencia 
ficción que en su momento marcó cierta singularidad argu¬ 
mentad por más que después la historia reaparecería más 
de una vez. Abandonados en el espacio cuenta la odisea en 
la estratófera de tres astronautas de la NASA que se cruzan 
con una nave soviética -de diseño similar a las marmitas de 
la cocina del Penal- cuyo piloto se ha quedado sin oxígeno. 
Esto los pone en el dilema de si auxiliarlo o no: discuten, 
consultan a la base y, finalmente, deciden socorrerlo. Gre- 
gory Peck, Gene Elackman, Richard Crenna y David Jansen 
después de esgrimir ceños de guerra fría terminan poniendo 
tibias gotitas de deshielo en la sonrisa final. “¡Ché, un poco 
de oxígeno no se le niega a nadie!”, gritó el Viejo Aguila desde 
su butaca. El carcajeo que desató fue lo mejor de la velada. 

Siguiendo con el cine de color y aventuras, un saludable to- 
pless de Ursula Andress en paisajes africanos y un viejo malvado 
interpretado por Orson Welles quedaron como única referen¬ 
cia de La estrella del sur, típica comedia de acción precursora 
de la búsqueda de esmeraldas perdidas con que Elollywood 
atestó las pantallas. Ni Emilio Salgad ni Julio Veme podían fal¬ 
tar a esta matinée nocturna. Sandokán a la italiana -más que 
de la Malasia un tigre de la “malaria”-, y en La isla misteriosa, 
acusando desgano Ornar Shariff fünge de Capitán Nemo en un 
Nautilus a la deriva que hacía agua en nuestros ojos. 


250 


Cambió la pisada 


Pero de aquel cine en colores de películas relativamente 
nuevas también recibimos gratificaciones. Así, de pronto, un 
título en su momento costoso y muy publicitado: La fiereci- 
11 a domada. Franco Zefirelli en 1967 recreó una de las obras 
más populares de Shakespeare, con la pareja estelar de los 
años sesenta: los no menos publicitados Elizabeth Taylor y 
Richard Burton prestándose a una divertida comedia de en¬ 
redos, lucha de sexos (y de clases, si se quiere) en la Italia re¬ 
nacentista. Con un aditamento: una banda sonora deleitable 
a cargo de Niño Rota. 

No le fue en saga, para un público a esa altura tolerante, 
complaciente, Hay una chica en mi sopa, otra comedia ro¬ 
mántica de tono menor pero no exenta de los recursos hu¬ 
morísticos de un grande como Peter Sellers, acompañado en 
la ocasión por una rubiecita alegre y pizpireta, la incipiente 
Goldie Hawn. 

La literatura mantenía su correlato en la pantalla. El no¬ 
velista norteamericano Davis Grupp ya nos había inquieta¬ 
do unos años antes con la paradigmática La noche del caza¬ 
dor, ahora su novela Desfile de tontos se traducía en forma 
de cine como El hombre dinamita. En tiempo de la gran de¬ 
presión, James Stewart junto a dos compañeros de presidio 
intentan rehacer sus vidas al recobrar la libertad pero, ya se 
sabe, estas opciones suelen complicarse. Destacados en el 
reparto George Kennedy y Anne Baxter. 

A contrapelo de su título, El cómico se inclinaba más ha¬ 
cia el drama que hacia el humor. Este filme de 1969 dirigido 
por Cari Rainer describe a través de un largo flashbackla pe¬ 
ripecia de un actor cómico, encarnado por Dick Van Dike, 
puesto en el trance del pasaje del cine mudo al sonoro, preso 
de contradicciones entre su faceta artística y el oscuro indi¬ 
viduo que esconde su vida personal. Alusiones a una época 
dorada del cine mudo donde se rinde tributo a figuras tales 


251 


como Buster Keaton, Stan Laurel y Harold Lloyd. Inevitable¬ 
mente esta película remitía demasiado a la ponderada Sun- 
set Boulevard (El ocaso de una estrella) donde Billy Wilder 
en 1950 recrea magistralmente aquellos momentos de Ho¬ 
llywood. La planchada había recuperado el nivel de su cine. 


Cuando calienta el sol 

El sábado 20 de mayo de 1972 dos parejas hermanadas por 
la amistad y la militancia concurrimos al estreno del cine 18 
de Julio. Fue la última vez que concurrí al cine antes de caer 
preso, ocho días después. Se exhibía Morir de amor, pelícu¬ 
la francesa que recreaba el sonado caso de una profesora 
de un secundario, -certeramente interpretada por Annie 
Girardott- que entabló un romance con un alumno, rela¬ 
ción que aparejó intervención judicial, escándalo de prensa 
y desenlace trágico. 

Pero antes del plato fuerte francés las siempre aguarda¬ 
das sinopsis. Mi viejo amor por el western se removió en la 
butaca viendo aquel avance que no pude dejar de agendar 
en mi mente. Charles Bronson y Alain Deion a los balazos en 
un tren que incluía pasajeros especialísimos, tales como un 
desconcertante Toshiro Mifune -¡un samurai en el farwesti- 
y Ursula Andress, siempre en estado de gracia, claro. 

Pasó la sinopsis, pasó el suicidio de la profesora francesa, 
pasó aquella grata y postrera salida al cine. Y pasó mi última 
semana en “la calle”, a la sazón cargada de riesgos y presa¬ 
gios antes de verme embarcado en un destino de cárcel, tan 
inesperado como previsible, que cerró a cal y canto el cami¬ 
no de mis 21 años de entonces. 

Es de imaginar mi sorpresa, ocho años después y con mu¬ 
cho metraje de cine carcelario recorrido, cuando las imágenes 
de aquella sinopsis reaparecieron en mis retinas: El sol rojo 
brillando a pleno en la noche de la planchada. Y en mi interior. 


252 


Por supuesto que no perdí tiempo en buscarle méritos a 
aquella mezcla de spaghetti y artes marciales, una historia 
excéntrica y entretenida, de las que caracterizaban a su di¬ 
rector Terence Young. Pero en lo personal, confieso que la 
sensación fue de que, bueno, las cosas tardan pero llegan, 
una suerte de continuidad existencial, trozos de vida y de 
cine, de antes y de ahora. 

Observando las imágenes, recordando aquella última ida 
al cine, y sin dejar de congratularme con la llegada de El sol 
rojo a la planchada, se fue apoderando de mí una fuerte sen¬ 
sación de angustiosa pérdida. Mi amigo de aquella noche del 
cine 18 de Julio también había caído preso pocos días des¬ 
pués que yo. Lo que fue alegría por la noticia su liberación 
de la cárcel de Punta Carretas un año y medio después, se 
transformó en profundo dolor enterarme de su secuestro y 
muerte en Buenos Aires, en setiembre de 1974, junto a otros 
dos compañeros también compatriotas, a manos de agentes 
uruguayos y argentinos. 

Su pareja de milagro zafó de correr su misma suerte y 
pudo refugiarse en Europa meses después. Mi compañera, 
por su parte, estaba presa en Punta Rieles luego de haber 
sido detenida un año después que yo. Aquel sol rojo en ver¬ 
dad ardía fuerte en la piel. 


Una gatita y varios chantas 

El cine de planchada era un cine de contexto. Imposible 
entenderlo y difícil explicar sus efectos sin comprender, (o 
imaginar, al menos) las condiciones que lo hacían posible. 
Allí lo trágico podía llamar a la risa, lo trivial volverse tras¬ 
cendente o lo más natural revestirse de absurdo. El ida y 
vuelta de ese público con aquella pantalla era capaz de tor¬ 
cer la lógica de un guión o desvirtuar el desenlace previsi¬ 
ble de una secuencia. En nosotros, tanto la fantasía como 


253 


el sentido común, en tanto espectadores de cine, estaban 
predeterminados por las condiciones y las circunstancias 
materiales y psicológicas. Más que lo que la película de tur¬ 
no ofreciera era la percepción de aquel público la que hacía 
que tal o cual película rindiera en un sentido o en otro. 

Aveces ocurrió que algún título sin pretensión alguna de 
pasar a la historia del cine cayó en la planchada en el mo¬ 
mento justo para dejar plantada una bandera referencial. El 
público y el entorno podían hacer de una película algo que 
no era. El cine puede lograr este efecto en cualquier ámbito, 
podría decirse, y con razón. Al cine del Penal de Libertad le 
tocaba las generales de la ley, pero las leyes en aquel lugar 
parecían ir un poco “más allá”. 

Quizás este efecto se debiera a la necesidad de encontrar 
en el cine motivos de distensión, de recreación o de gratifi¬ 
cación, especies que no abundaban en aquella galaxia. O la 
risa, la carcajada fácil, como ya hemos anotado. En aquellas 
circunstancias el cine propiciaba un efecto difícil de experi¬ 
mentar en cualquier otra sala más o menos “normal”. 

Películas que llegaron a ser emblemáticas en ese sentido 
fueron El búho y la gatita y Los chantas. Dos títulos de los 
años setenta, muy disímiles entre sí pero con similar resul¬ 
tado en la percepción de la planchada. 

El director Elerbert Ross, un experto en comedias musica¬ 
les o románticas, contó con Barbra Streissandy George Segal 
como pareja central de una historia sentimental que lleva a 
la unión de dos seres antagónicos signados por la desdicha 
común: ella prostituta sin mucho éxito y él escritor frustra¬ 
do. Dos fracasados que empiezan a encontrar la felicidad 
cuando son expulsados del precario edificio en que vivían. 

Un argumento bastante trillado por Hollywood y por el 
cine en general, pero lo que señalábamos: El búho y la gatita 
logró sacarnos, por unos instantes, del clima de aprete que el 
Penal atravesaba en los primeros meses de 1978. La gracia, la 
frescura y la seductora liviandad de la mujer, el desconcier- 


254 


to, la torpeza y la timidez del intelectual, los razonamientos 
tan opuestos de ambos y la atracción que, desde puntos de 
partida diferentes, de a poquito se van dispensando. Todo 
esto y seguramente un par de razones más conspiraron a 
favor de esta comedia placentera que fue capaz de alegrar el 
ambiente y tonificar muchos de los corazones solitarios que 
palpitaban frente a la pantalla. 

Y Los chantas, decíamos. Que llegó a nuestra pantalla en 
otro momento difícil (si es que hubo alguno fácil) en la vida 
del Penal. Era el tiempo que prefiguraba situaciones de ten¬ 
sión extremas, un marco de aprete que dejó el amargo saldo 
de dos compañeros “autoeliminados” según los partes oficia¬ 
les. Los presos sabíamos que el suicidio no era opción ni para 
el Gato Sosa ni para el Gorila Ramos, dos tipos sólidos, de 
convicciones firmes. Que ambas muertes ocurrieran en mo¬ 
mentos de soledad, sin testigos confiables cercanos, no resul¬ 
tó un detalle menor a la hora de interpretar la trágica dimen¬ 
sión de los hechos: el Gato estaba aislado, solo en una barraca 
vacía, con su pena cumplida y la libertad ya firmada. El Gorila 
estaba sancionado e incomunicado en un calabozo de la isla. 

Los chantas es una película argentina de 1975 dirigida por 
José Martínez Suárez, que reúne un nutrido y solvente elen¬ 
co donde sobresale Norberto Aroldi, autor del libro homó¬ 
nimo y fallecido joven en aquellos años. Se trata de un grupo 
humano diverso, igualados por la condición de inquilinos 
de una pensión bonaerense pero, sobre todo, por pertene¬ 
cer al bando de los perdedores en la vida. Tienen por hábi¬ 
to reunirse en la azotea del inmueble. Allí transcurre buena 
parte de sus vidas grises, chatas, tediosas, que solo un golpe 
de fortuna con el que sueñan podrá mejorar. Un vendedor 
ambulante, un cafetero callejero, un timbero, una prostitu¬ 
ta, la veterana dueña de la pensión (un gran trabajo de Olin¬ 
da Bozán), un provinciano recién llegado, un fotógrafo de 
plaza. Todos a su vez alternan con estafadores, raterillos y 
jodedores de poca monta que andan en la vuelta. El Flaco 


255 


(Aroldi), personaje que recuerda al Belmondo de Godard, es 
líder, referente estimulador que mantiene vivas en el grupo 
las ilusiones, las ganas de pasar al frente. 

Una fauna variopinta observada con mirada piadosa, es¬ 
céptica, agridulce, donde los frecuentes toques de humor de¬ 
jar asomar, desde otro lado, el drama de esas vidas fatalmente 
condenadas al fracaso. Película de perdedores, de chantas, 
chiquitos, de vuelo corto. Vistay disfrutada por otros perdedo¬ 
res de otras derrotas, por chantas de otras circunstancias, por 
inquilinos de otras pensiones. Sin forzar demasiado la mano, 
los chantas de la película bien podían compadecerse de aque¬ 
llos pares de mameluco sentados en el suelo que miraban la 
pantalla como mirando un espejo, empañado y burlón. 


Tarea fina 

El taller de mecánica dental fue una de las comisiones 
donde existieron mayores condiciones de “intercambio” en¬ 
tre milicos y presos. Aquello de la mutua conveniencia, tᬠ
cita, bajo cuerda: yo te hago este favor y vos me dejás vivir. 

El taller fue creado a instancias del Viejo Faedo, mecánico 
dental de Colonia y orfebre de lujo (en los recreos, comilón 
con la pelota hasta la exasperación). Después de idas y veni¬ 
das persuadió a las autoridades de la necesidad (real, dicho 
sea de paso) de instalar un taller donde se hicieran o se arre¬ 
glaran prótesis dentales para dentaduras desgastadas por lo 
años y la falta de una atención odontológica más o menos 
seria, ya que la que existía, pese a los ingentes esfuerzos de 
compañeros odontólogos, se limitaba a extraer piezas cuan¬ 
do el deterioro era irreversible, y poco más. 

El taller fue instalado en una celda doble del cuarto piso, 
con el equipo de propiedad del propio Faedo antes de caer 
preso. Los militares pusieron como condición que el servi¬ 
cio fuera extendido al personal de tropa que estuviera de 


256 


guardia en el Penal, previa orden autorizada y firmada por 
los mandos. Esos trabajos tenían un precio que, por su¬ 
puesto, no lo cobraban los presos. Así las cosas, entonces, 
el “intercambiio” entre una parte y la otra funcionaba a dos 
niveles: el legal y el clandestino. 

Pasaron por aquel taller un buen número de compañeros, 
algunos de los cuales aprendieron cabalmente el oficio y con 
él se ganaron la vida luego de recobrada la libertad. Cuando 
Faedo recuperó la suya quedó a cargo del taller el Pajarito, 
otro mecánico dental de vasta experiencia en Montevideo. 
El tránsito de soldados por aquel lugar era, podría decirse, 
bastante fluido. Algunos venían con la correspondiente or¬ 
den que autorizaba el trabajo y, los más, caían sigilosamente 
a manguear “algo”. 

“Algo” podía ser arreglo, incrustación o lustrado de un 
anillo, cadenita, reloj, medalla, pulsera... Y también dientes. 
Como fue el caso de aquellos dos milicos que, para evitar te¬ 
ner que pagarlas, se apersonaron en el taller pidiendo que les 
hicieran las dentaduras “de favor”. El Pajarito pensó rápida¬ 
mente y alegó que carecían del alcohol necesario para los me¬ 
cheros. “Eso no es problema”, dijo uno de los milicos antes de 
irse. Al otro día volvió uno de ellos y de dentro de su abultada 
campera militar, envueltas en diario, sacó dos botellas de al¬ 
cohol, no del industrial que usaban en el taller, sino ¡etílico!... 
Dejó aquel “tesoro” y se fue, de lo más conforme. La media 
docena de compañeros que trabajaban en el taller lo pensó al 
unísono y por uanimidad: “a este alcohol le damos”. Dicho y 
hecho. Lo planificaron: hicieron café “para acompañar”, cada 
uno ocupó su lugar y tomaron las debidas precauciones. 

Pero la fiesta se redondearía con otro ingrediente para 
nada menor: el diario que envolvía las botellas era del día 
anterior, lo que era decir: noticias frescas. El riesgo mayor 
era que entrara un milico y viera, u “olfateara” algo raro. Las 
puertas de las celdas de las comisiones siempre estaban 
arrimadas, nunca cerradas, por eso el riesgo de una visita 
súbita y peligrosa estaba siempre latente. 


257 


Para evitar sorpresas, el Pollo trepó a una silla para alcan¬ 
zar un estante que estaba sobre el marco de la puerta, donde 
se guardaba materiales de trabajo. Si alguien entraba se iba 
a encontrar con un ocasional, casual obstáculo. Desde allí, 
con el diario entre sus manos y apoyadas sobre el estante, el 
Pollo, que era alto y tenía buena dicción, leyó las principales 
noticias del periódico (El País, obviamente), mientras Paja¬ 
rito, el Pelado, Lechuguita, el Pollo, Petrucho (y capaz que 
algún otro), desde sus asientos, simulaban trabajar, degus¬ 
tando un sabroso e inolvidable café con una generosa dosis 
de alcohol que sabía a coñac. 

No hubo contratiempos ni visitas inesperadas. A la hora 
de volver a sus celdas el temor de todos era si Petrucho -de 
aquel plantel el más joven y el más abrumado por el pedo 
que tenía- llegaría a su celda, ubicada en el otro extremo 
del sector, sin que el milico que le acompañaba para abrirle 
la puerta se percatara de los extraños vaivenes que su paso 
daba rumbo a la celda. Cuando la puerta se cerró con Pe- 
trucho adentro, el Pajarito, en tanto responsable del taller, 
suspiró aliviado, regresó a su celda y se durmió feliz con la 
sensación de haber levantado una copa “a la salud de todos 
los compañeros”. 


Vencedores vencidos 

El '83 ya era un año que ponía nuestra cabeza más afuera 
que adentro. Caía la dictadura argentina; el PIT realizó un i° 
de mayo esplendoroso; las elecciones internas de los par¬ 
tidos tradicionales el año anterior permitieron que Seregni 
desde la cárcel impusiera el voto en blanco y devolviera la 
presencia del Frente Amplio a la escena política; los blan¬ 
cos marcaron presencia en el cine Cordón; los jóvenes de 
ASCEEP celebraron una marcha de la primavera inolvidable 
y los cooperativstas de FUCVAM ganaron viviendas y dere¬ 
chos en las calles. La dictadura jaqueada por el pueblo. 


258 


De los casi tres mil presos que pasaron por el Penal de 
Libertad, los últimos que llegaron en 1983 pertenecían a esa 
fase de la lucha del pueblo uruguayo: una tanda de jóvenes 
universitarios, casi todos ellos miembros de la juventud co¬ 
munista. Eran presos de otra realidad política, traían consi¬ 
go el aire de libertad y democracia que se respiraba afuera. 
Contagiaban optimismo, confianza, convicción de que el ré¬ 
gimen militar tenía sus días contados 

Pero claro, la bestia no podía con su condición rapaz y 
asesina. El golpe asestado a San Javier y a su gente, tan in¬ 
necesario y cobarde, no hacía más que evidenciar la frustra¬ 
ción de una derrota. La dictadura parecía estar groggy pero 
sus zarpazos finales podían dañar y mucho. En el cuarto piso 
los rostros de los “rusos” (y de los rusitos, gurises apenas 
mayores de edad) eran la imagen del desconcierto, del estu¬ 
por, del no entiendo nada de lo que nos está pasando. 

El doctor Vladimir Roslik era el pater familia de todos 
ellos, por eso su traslado al cuartel y la saña de los tortu¬ 
radores que terminaron con su vida. Como es de imaginar, 
impactó fuertemente sobre el colectivo de los presos todos 
y de sus familiares y compañeros en particular. La indigna¬ 
ción era tanta como la falta de palabras para transmitirle ex¬ 
plicación o consuelo a aquel pequeño colectivo étnico im¬ 
plantado en una cárcel política. El amargo desconcierto de 
sus rostros, la tristeza instalada en sus ojos lo decían todo. 

En esos últimos años de existencia del Penal como cár¬ 
cel política, en buena medida la siembra de los milicos dio 
sus frutos, se precipitaron muertes de compañeros (suicidios 
reales y de los otros, demoras fatales deliberadas de atención 
médica, males incurables producto de años de verdugueo). 
Así, además de auteliminaciones impensadas como las de el 
Gorila Ramos y el Gato Sosa, el Canario Yoldi, el Pelado Bal- 
melli, Pocholo Nieto, Pino Garín, Gerardo Cuesta, el Indio Ya- 
mandú, Yuyo Leivas o el Nepo Wassen sumaron sus nombres 
a una larga y luctuosa nómina de compañeros fallecidos en 


259 


el curso de esos años. Saldo doloroso y sin vuelta de un viaje 
carcelario concebido y diseñado para eso, para que enloque¬ 
ciéramos, muriéramos o contrajéramos males de por vida. 

Aquel lamento del mayor Maciel resultaba por demás 
premonitorio, cuando en un arrebato de sinceridad le dijo a 
un compañero: “No los liquidamos a todos cuando tuvimos 
la oportunidad y un día tendremos que soltarlos; debemos 
aprovechar el tiempo que nos queda para volverlos locos”. 


Réquiem para una pantalla 

En febrero de 1983 el cine de planchada cumplió sus 400 
funciones. Las últimas programaciones fueron de documen¬ 
tales de la embajada de la República Federal Alemana. 

En realidad, el cine, nuestro cine, había finalizado unas se¬ 
manas antes con el último largometraje que llegó a la plan¬ 
chada. Un filme menor, si se quiere, pero emblemático por 
cerrar la fila: Kiss tomorrow goodbye, un policial con James 
Cagney de 1950 al que ya nos hemos referido oportunamente. 

A esa altura que hubiera o no funciones de cine poco im¬ 
portaba. La época de las “películas” ya había pasado. Pero 
sobre todo por el momento político que se vivía dentro y 
fuera del Penal. Cada vez era mayor el flujo de compañeros 
liberados y las cosas afuera pintaban cada vez mejor. 

De todos modos la sala de la planchada seguía deparando 
sorpresas. La noche del 27 de octubre de 1983 nos sirvieron 
la cena más temprano que de costumbre y el sargento Perei- 
ra ordenó que el cuarto piso se aprontara para “cine”. Perei- 
ra estaba de buen talante, ansioso parecía, apurándonos de 
buena manera. 

Bajamos a la planchada del primer piso y nos sentamos, 
absortos, ante un aparato de televisión, de los grandes de 
aquel tiempo. No pudimos menos que experimentar un sen¬ 
timiento de pena frente a aquel advenedizo aparato que ha¬ 
bía usurpado el lugar de nuestra intransferible, mágica, pan¬ 
talla de tela blanca, enrollada para siempre. 


260 


Pero no había tiempo para nostalgias. Los cambios se pre¬ 
cipitaban y había que estar atentos a descubrir nuevas sensa¬ 
ciones. Cuando se estimó que estábamos en hora apagaron 
las luces, alguien encendió el televisor y vimos por primera 
vez una pantalla de televisión a color. Toda una novedad. Pero 
la sorpresa no terminó ahí: aparecieron las tribunas del esta¬ 
dio Centenario colmadas, esperando que ingresaran los equi¬ 
pos. Estábamos a punto de ver -¡en directo!- la primera final 
de la Copa América de 1983 entre Uruguay y Brasil. La reac¬ 
ción de júbilo fue inmediata y ni bien entró la selección con 
Francéscoli a la cabeza la planchada se vino abajo. La celeste 
ganó 2 a o, gritamos el gol de Enzo de tiro libre y la apilada de 
Diogo en el segundo tanto. Sucumbimos al poderío del fútbol, 
uruguayos en definitiva. A la semana siguiente el empate 1 a 1 
en Brasil, con cabezazo del Patito Aguilera, le dio una nueva 
Copa América a la celeste que festejamos pegados a “la lata”. 

Aquella noche volvimos a la celda satisfechos, habíamos 
estrenado el televisor color nada menos que con un triunfo 
de la celeste sobre Brasil. Y Pereira, el más contento de to¬ 
dos, le había arrebatado el partido a los sargentos de los de¬ 
más pisos, orgulloso de que fueran “sus” muchachos quie¬ 
nes disfrutaran de aquel debut con triunfo celeste. 

Desde entonces, hasta el cierre del Penal en marzo de 
1985, la televisión se adueñó de la sala del viejo cine. Gene¬ 
ralmente se emitían programas grabados: películas, series, 
entretenimientos, programas deportivos, fútbol. Pero no era 
cine, era una mierda en definitiva. 


Hora de irse 

Diez años de cine de planchada. Podría decir mucho más 
al respecto, pero creo que... ¡está todo dicho! 

Habian transcurrido casi doce años de aquel “largo, largo 
señorcito” con que nos recibía aquella cárcel recién inaugu¬ 
rada en octubre del '72. 


261 


El 15 de junio de 1984, cuando llevaba 12 años y 17 días de 
prisión, el sargento Pereira entró a la celda y me dijo: “Rei- 
man prepare sus cosas que va para el quinto piso, a la celda 
de ‘fulano’”... Un fulano que nadie quería tener cerca y me¬ 
nos de compañero de celda. 

Lo miré al sargento como diciendo “me estájodiendo Pe¬ 
reira”, pero como no se inmutó, con resignación me puse a 
acomodar las cosas para el traslado. Entonces sí, viendo mi 
desazón el sargento me detuvo y sonriendo me dijo: “No, 
Reiman, es una broma, usted hoy se va en libertad”... Son¬ 
reí, creo que más por el alivio de no ir a la celda con “fula¬ 
no” que por la buena nueva recibida. Enseguida, el cálido 
saludo de los compañeros que se pudieron acercar, repartí 
mis pertenencias más “valiosas”: camisetas de fútbol, algu¬ 
na ropa más, y lo principal: mis apuntes de cine que no me 
animé a llevar conmigo por temor a que me los requisaran. 
Los dejé en buenas manos. Tanto fue así que meses después 
de estar en libertad me encontré con Manuel, liberado pos¬ 
teriormente, y puso en mis manos aquel fajo de cuadernos 
y papeles manuscritos que yo había guardado celosamente 
durante años. Yo no me había animado a llevarme mis pape¬ 
les, Manuel sí, lo hizo por mí. 

Reencontrarme con mis apuntes de cine fue recuperar 
una parte del preso que fui durante tantos años. Para siem¬ 
pre, también, quedaron alojados en mi interior un buen nú¬ 
mero de libros leídos en la cárcel, a muchos de los cuales 
jamás hubiera accedido en cualquier otra circunstancia de 
vida. Solemos coincidir con viejos compañeros de la cárcel: 
cómo se extrañan aquellos momentos de tener un buen li¬ 
bro en las manos y concentrarse horas y horas en él sin que 
importara nada más que lo que aquel libro ofrecía. Parece 
un contrasentido “extrañar” situaciones de la cárcel, hasta 
quizás pueda parecer un alarde paradoja! y, sin embargo, un 
síndrome de abstinencia literaria tan categórico como aquel 
se puede padecer, y mucho. 


262 


Es arbitrario de mi parte (e inabarcable) enumerar los tí¬ 
tulos que provocaron en mí verdadera satisfación literaria 
en las horas de celda del Penal de Libertad, pero no pue¬ 
do evitar mi gratitud a libros tales como La montaña mági¬ 
ca, Crimen y castigo, La metamorfosis, El lobo estepario, El 
tambor de hojalata, Confesiones de un payaso, En busca del 
tiempo perdido, Ulises, Rebelión en la granja, Metello, El ex¬ 
tranjero, La condición humana, El mundo es ancho y ajeno, 
El siglo de las luces, La tienda de los milagros, Gran Sertón 
Veredas, Lo que el viento se llevó, El viejo y el mar, Yo el Su¬ 
premo, Conversación en la catedral, Sobre héroes y tumbas, 
La muerte de Artemio Cruz, La vida breve, Rayuela, La casa 
del pez que escupe agua... 

Y no puedo olvidar a la romántica Desirée, la primera novia 
de Napoleón, de la francesa Anne Marie Selinko. Cuentos de 
Faulkner, Poe, Chesterton, Borges, Bierce, Cortázar, Felisberto 
Hernández, Estrázulas. Poesía de Idea, Delmira, Vallejo, Bau- 
delaire, Miguel Hernández, León Felipe, Vinicius, Ginsberg. 

Y me llevé conmigo un puñado de películas extraordi¬ 
narias, algunas verdaderas cumbres del cine mundial: todo 
Chaplin, Buster Keaton, La gran Ilusión, Porte de lilas, La fie¬ 
ra de mi chica, Pasión de los fuertes, Obsesión, Ladrón de 
Bicicletas, Humberto D, Ocho y medio, Viridiana, El ciuda¬ 
dano, A la hora deñalada, Rashomon, II sorpasso, Los mons¬ 
truos, Los 400 golpes, Sin aliento, Hiroshima mon amour, 
Jules etJim, Vivir su vida, Reverendo en cohete, ¿Arde París?, 
Los chantas. Y varias más. 

Vovliendo a aquellos últimos instantes míos en el Penal: 
permanecí unos horas en la isla, donde hacían el papeleo 
de rutina, el trámite de la liberación. Me puse la ropa de “ci¬ 
vil” que habían traído mis familiares y acompañado por dos 
custodias transité el camino que pasa frente al celdario y las 
canchas de deportes hasta el portón del frente. Escuché los 
gritos de saludos desde las ventanas y desde el recreo, como 
era habitual cuando alguien se iba. Sonidos en las antípodas 
de aquella puerta cerrada a cal y canto del comienzo. 


263 


Luego de abrazarme con mi compañera y con mi madre 
volteé la vista y miré aquella enorme sala de cine con forma 
de celdario a la que llegué con 21 años y dejaba con 33. Y me 
fui. The End. Aquella película había terminado. 


264 


Apéndice 


Nómina completa de películas exhibidas en el Penal de Libertad 
Abril de 1973 - enero de 1983 

* Películas que se repitieron 
** Películas en colores 


1973 

Justine ** - USA, 1969 (resumen condensado). 

Los años locos - Francia, 1960, de Henri Torrent y Mirca Alexan- 
dresco (documental sobre "los años locos"). 

El romance del Aniceto y la Francisca - Argentina, 1967, de Leonar¬ 
do Favio. Con Federico Luppi, María Vanner, Elsa Daniel. 

Riendo con MaxLinder- Francia 1911-1914. Cortos de Max Linder. 
La guerra de los botones - Francia, 1962, de Ives Robert. Con André 
Tretón, Michel Isella. 

La noche del cazador - USA, 1955, de Charles Laughton. Con Ro¬ 
bert Mitchum, Lillian Gish, Shelley Winters. 

Padres e hijos - Italia, 1957, de Mario Monicelli. Con Marcello Mas- 
troianni, Vittorio de Sica. 

El camino del tabaco - USA, 1941, de John Ford. Con Gene Tierney, 
Dana Andrews. 

Las nieves del Kilimanjaro - USA, 1952, de Henry King. Con Gre- 
gory Peck, Susan Hayward, Ava Gardner. 

Qué verde era mi valle - USA, 1942, de John Ford. Con Maureen 
O'Hara, Walter Pidgeon, Roddy McDowald, Donald Crisp. 

La cabalgata de Chaplin - (cortos de Charles Chaplin). 

Viva Zapata - USA, 1952, de Elia Kazán. Con Marión Brando, An- 
thonny Quinn. 

Cuatro cortos de Chaplin. 

ElJefe - Argentina, 1958, de Fernando Ayala. Con Alberto de Men¬ 
doza, Duilio Marzio, Graciela Borges, Leonardo Favio. 

El zorro del desierto - USA, 1951, de Henry Hathaway. Con James 
Masón, Cedric Hardwicke, Jessica Tandy. 


265 


Los gorilas se deñenden - Francia, 1958, de Bernard Borderie. Con 
Lino Ventura, Charles Vanel. 

El candidato - Argentina, 1959, de Fernando Ayala. Con Duilio 
Marzio, Alfredo Alcón, Olga Zubarry, Alberto Candeau. 

La ñaca - Argentina, 1969, de Fernando Ayala. con Norman Briski, 
Norma Aleandro, Jorge Rivera López. 

La balada del soldado - URSS, 1959, de Grigory Chujrai. Con Vladi- 
mir Ivashov, Zhanna Prokhore. 

Ser o no ser - USA, 1942, de Ernst Lubistch. Con Carole Lombard, 
Jack Benny, Robert Stack. 

Sólo se vive una vez - USA, 1937, de Fritz, Lang. Con Henry Fonda, 
Silvia Sidney. 

El tren de las 3 y 10 a Yuma - USA, 1957, de Delmer Daves. Con 
Glenn Ford, Van Fieflin. 

El salvaje - USA, 1953, de Laszló Benedek. Con Marión Brando, Lee 
Marvin. 

Obsesión* - Italia, 1943, de Luchino Visconti. Con Massimo Girotti, 
Clara Calamai, Juan de Landa, Dhia Cristiani. 

Vivir de ilusión - USA, 1962, de Morton da Costa. Con Robert Pres- 
ton, Shirley Jones. 

Esta guerra la gano yo - Argentina, 1943, de Francisco Mugica. Con 
Pepe Arias, Virginia Luque. 

La caída de un ídolo - USA, 1956, de Mark Robson. Con Humphrey 
Bogart, Rod Steiger. 

Nido de ratas - USA, 1954, de Elia Kazán. Con Marión Brando, Eva 
Marie Saint, Karl Malden, Rod Steiger, LeeJ. Coob. 

Tango Bar- Argentina, 1935, de John Reinhardt. Con Carlos Gardel, 
Rosita Moreno, Tito Lusiardo. 

La guita - Argentina, 1970, de Fernando Ayala. Con Norman Briski, 
Emilio Vidal. 

El pibe - USA, 1921, de Charles Chaplin. Con Charles Chaplin, Jac- 
kie Coogan, Edna Purviance, Lita Grey, Fienry Bergman. 

El pequeño fugitivo - USA, 1953, de Morris Engel, Ray Ashley y Ruth 
Orkin. Con Richie Andrusco. 


266 


1974 


Siniestra obsesión* - Inglaterra, 1950, de Jules Dassin. Con Richard 
Widmarck, Gene Tierney. 

Gran Hotel - México, 1944, de Miguel Delgado. Con Mariano Mo¬ 
reno (Cantinflas). 

El espía de dos cabezas - Inglaterra, 1958, de André de Toth. Con 
Jack Hawkins, Gía Scala, Michael Caine. 

Cinco contra la banca - USA, 1955, de Phil Karlson. Con Guy Da- 
vinson, Kim Novak. 

La flecha rota - USA, 1950, de Delrner Daves. Con James Steward, 
Jeff Chandler. 

Rebelión - Japón, 1967, de Masaki Kobayashi. Con Toshiro Mifune, 
Tatsuya Nakadai. 

El hombre del traje gris** - USA, 1956, de Nunnally Johnson. Con 
Grégory Peck, Jennifer Jones, Fredric March, Lee J. Coob. 

Servicio de hotel - USA, 1938, de William Seiter. Con los hermanos 
Marx, Lucille Ball. 

Por unos dólares menos - Italia, 1966, de Mario Mattoli. Con Lando 
Buzzanca, Raimondo Vianello, Gloria Paul. 

También somos seres humanos - USA, 1945, de William Wellman. 
Con Robert Mitchum, Burgess Meredith. 

La gran ilusión - Francia, 1937, de Jean Renoir. Con Jean Gabin, 
Erich von Stroheim, Pierre Fresnay, Dita Parlo. 

Sin aliento - Francia, 1960, de Jean-Luc Godard. Con Jean-Paul 
Belmondo, Jean Seberg. 

Los400 golpes - Francia, 1959, de Francois Truffaut. Conjean-Pie- 
rre Leaud, Claire Maurier, Albert Rémy. 

Tiempos modernos - USA, 1936, de Charles Chaplin. Con Charles 
Chaplin, Paulette Godard, Henry Bergman. 

Hiroshima mon amour- Francia, 1959, de Alain Resnais. Con Ema- 
nuelle Riva, Eiji Okada. 

El salario del miedo - Francia, 1953, de Henri Clouzot. Con Ives 
Montand, Charles Vanel, Vera Clouzot. 

Las diabólicas - Francia, 1955, de Henry Clouzot. Con Simone Sig- 
noret. Vera Clouzot, Charles Vanel. 


267 


Casco de oro - Francia, 1953, de Jacques Becker. Con Simone Sig- 
noret, Serge Reggianni. 

Fanfan la Tulipe - Francia, 1951, de Christian Jacque. Con Gérard 
Philippe, Gina Lollodobrígida. 

Crin blanca - Francia, 1953, de Albert Lamorisse. Con Alain Ernery, 
(mediometraje). 

Rashomon - Japón , 1951, de Akira Kurosawa. Con Toshiro Mifune, 
Machiko Kyo. 

El maquinista de La General - USA, 1926, de Buster Keaton. Con 
Buster Keaton, Marión Mack. 

El cuentero - Italia, 1955, de Federico Fellini. Con Broderick Craw- 
ford, Giulietta Massina, Richard Basehart. 

El Ciudadano - USA, 1941, de Orson Welles. Con Orson Welles, Jo- 
seph Cotten, Agnes Moorehead, Dorothy Comingnore. 

El muelle de las brumas - Francia, 1938, de Marcel Carné. Con Jean 
Gabin, Michelle Morgan, Pierre Brasseurs, Michelle Simons. 

Vida de perros - Italia, 1950, de Mario Monicelli. Con Aldo Frabri- 
zzi, Gina Lollodobrígida, Marcello Mastroianni. 

El navegante - USA, 1924, de Buster Keaton. Con Buster Keaton, 
Donald Crisp, Katherine McGuire. 

Pasión de los fuertes - USA, 1946, de John Ford. Con Henry Fonda, 
Víctor Mature, Linda Darnell, Walter Brennan. 

Intimidades de una estrella - USA, 1955, de Robert Aldrich. Con 
Jack Palance, Ida Lupino, Rod Steiger, Shelley Winters. 

Allá en el lejano oeste - USA, 1937, de James Florne. Con Stan Lau¬ 
rel y Oliver Flardy. 

Cuatro cortos - (Max Linder, Charles Chaplin, Buster Keaton, Lau¬ 
rel y Flardy). 

El luchador - USA, 1950, de Robert Wise. Con Robert Ryan, Audrey 
Totter. 

Lola - Francia, 1961, de Jacques Demy. Con Anouk Aimée, Marc 
Michel. 

El circo* - USA, 1928, de Charles Chaplin. Con Charles Chaplin, 
Mema Kennedy, Betty morrisey, Henry Bergman. 

JulesyJim - Francia, 1962, de Francois Truffaut. Conjeanne Mo- 
reau, Oskar Werner, Henri Serre, Marie Dubois. 


268 


Dos tontos de altura - Usa, de Edward Sutherland. Con Stan Laurel 
y Oliver Hardy. 

Porte de lilas - Francia, 1957, de René Clair. Con Pierre Brasseur, 
George Brassens, Dany Carrel, Henri Vidal. 

El último multimillonario - Francia, 1934, de René Clair. Con Max 
Dearly. 

Pan, amor y fantasía - Italia, 1953, de Luigi Comencini. Con Gina 
Lollobrígida, Vittorio de Sica, Marisa Merlini. 

Un día de campo - Francia, 1936, de Jean Renoir. Con Silvie Batai- 
lle, George Darnoux (realización incompleta). 

Entreacto - Francia, 1924, de René Clair. Con Jean Borlin, Francis 
Picabia, Marcel Duchamp, Man Ray (corto, 22 minutos). 

El cameraman - USA, 1928, de Edward Sedgwick y Buster Keaton. 
Con Buster Keaton. 

La Marsellesa - Francia, 1938, de Jean Renoir. Con Louis Jouvet, 
Pierre Renoir, Lise Delamare. 

París, siempre París - Ralia, 1951, de Luciano Emmer. Con Aldo Fa- 
brizzi, Henri Guisol, Marcelo Mastroianni, Lucía Bosé, Ives Montand. 
Las ilusiones viajan en tranvía - México, 1954, de Luis Buñuel. Con 
Lilia Prado, Fernando Soto. 

Rosemarie entre los hombres - Alemania, 1958, de Rolf Thiele. Con 
Nadja Tiller, Peter Van Eyck, Gert Frobe. 

La quimera del oro - USA, 1925, de Charles Chaplin. Con Charles 
Chaplin, Mack Swain, Georgia Hale, Henry Bergman. 

El fugitivo - USA, 1947, de John Ford. Con Henry Fonda, Dolores 
del Río, Pedro Armendáriz, Ward Bond. 

Otros tiempos - Italia, 1951, de Alessandro Blasetti. Con Aldo Fabri- 
zzi, Vittorio de Sica, Gina Lollodobrígida, Marisa Merlini. 

1975 

RiñfP- Francia, 1955, dejules Dassin. Conjean Servais,Jules Dassin. 
Así es la vida - Argentina, 1939, de Francisco Mugica. Con Enrique 
Muiño, Elias Alippi, Enrique Serrano, Sabina Olmos. 

La sospecha - USA, 1941, de Alfred Hitchcock. Con Gary Grant, 
Joan Fontaine. 


269 


El ruiseñor y el emperador chino** - Checoeslavaquia, 1942, de Jiri 
Trnka (animación con marionetas). 

El hombre de Aran - Inglaterra, 1934, de Robert Flaherty (docu¬ 
mental). 

La kermesse heroica - Francia, 1935, de Jacques Feyder. Con Jean 
Murat, Louis Jouvet, Francoise Rosay. 

Encrucijada de odios - USA, 1947, de Edward Dmytryk. Con Robert 
Mitchum, Robert Ryan. 

Viridiana - México/España, 1961, de Luis Ruñuel. Con Fernando 
Rey, Silvia Piñal, Francisco Rabal, Margarita Lozano. 

El hombre mosca - USA, 1923, de Fred Newmeyer y Sam Taylor. 
Con Flarold Lloyd, Mildred Davis. 

El hombre de bronce - USA, 1951, de Michael Curtiz. Con Rurt Lancaster. 
Río Bravo - USA, 1959, de Howard Hawks. Con John Wayne, Dean 
Martin, Angie Dickinson, Walter Brennan, Ward Rond. 

Sombras acusadoras - Inglaterra, 1958, de Michael Anderson. Con 
Richard Todd, Anne Raxter. 

Mi secreto me condena - USA, 1953, de Alfred Hitchcock. Con 
Montgomery Cliff, Anne Raxter, Karl Malden. 

Dallas - USA, 1950, de Stuart Heisler. Con Gary Cooper, Ruth Román. 
El bosque en llamas - USA, 1952, de Félix Feist. Con Kirk Douglas, 
Eve Miller. 

El árbol de la horca - USA, 1959, de Delmer Daves. Con Gary Coo¬ 
per, Karl Malden, María Schell, George Scott, Virginia Mayo. 

El riñe de Spríngñeld - USA, 1952, de André de Toth. Con Gary Coo¬ 
per, Lon Channey. 

Juegos prohibidos - Francia, 1952, de René Clement. Con Rrigitte 
Fossey, Georges Poujouly. 

Los bajos fondos - Francia, 1936, de Jean Renoir. Con Jean Gabin, 
Louis Jouvet, Junie Astor, Suzy Prim. 

Drama extraño - Francia, 1937, de Marcel Carné. Con Francoise 
Rosay, Louis Jouvet. 

Macbeth - USA, 1948, de OrsonWelles. Con Orson Welles,Jeanette 
Nolan, Roddy McDowall. 

Las perlas de la corona - Francia, 1948, de Sacha Guitry y Chris- 
tian-Jaque. Con Sacha Guitry. 


270 


Luces de la ciudad - USA, 1931, de Charles Chaplin. Con Charles 
Chaplin, Florence Lee, Virginia Cherryll. 

Pickpocket- Francia, 1959, de Robert Bresson. Con Martin La Salle. 
Gervaise - Francia, 1956, de René Clement. Con María Schell, Fran- 
cois Perier. 

Visitantes de la noche - Francia, 1942, de Marcel Carné. Con Arle- 
tty, Marie Déa, Alain Cuny, Simone Signoret. 

Cleode 5 ay- Francia, 1963, de Agnes Varda. Con Corinne Marchand. 
Cuatro pasos por las nubes - Italia, 1942, de Alessandro Blasetti. 
Con Gino Cervi, Adriana Benetti. 

Monsieur Verdoux - USA 1947, de Charles Chaplin. Con Charles 
Chaplin, Martha Raye. 

Colt 45 - USA, 1950, de Edwin Marin. Con Randolph Scott, Lloyd 
Bridges. 

Montana - USA, 1950, de Ray Enrigh. Con Errol Flynn. 

El pirata hidalgo** - USA, 1952, de Robert Siodmak. Con Burt Lan- 
caster, Nick Cravat, Christopher Lee, Eva Bartok. 

Camino déla horca - USA, 1951, de Raoul Walsh. Con Kirk Douglas, 
Virginia Mayo, Walter Brennan. 

Tres vidas errantes - USA, 1960, de Ferd Zinneman. Con Robert 
Mitchum, Deborah Kerr, Peter Ustinov. 

El haclón y la ñecha - USA, 1950, dejacques Tourneur. Con Burt 
Lancaster, Virginia Mayo, Nick Cravat. 

Campeonato Sudamericano de Fútbol 1956 - (documental). 

La vida de Joe Louis - USA, 1938, de Harry Fraser. Con Joe Louis, 
Clarence Muse, Edna Mae Harris. 

Viento salvaje - USA, 1953, de Hugo Fregonese. Con Gary Cooper, 
Anthony Quinn, Barbara Stanwyck, Ruth Román. 

Los apuros de su majestad - Alemania, 1958. Con Fita Benkhoff. 

1976 

Camas separadas - Italia, con Marcello Mastroianni, Vittorio de Sica. 
Reverendo en cohete* - Inglaterra, 1963, de John Boulting. Con Pe¬ 
ter Sellers, Cecil Parker. 


271 


Volando a Río - USA, 1933, de Thornton Freeland. Con Fred Astai- 
re, Ginger Rogers, Dolores del Río. 

Pan, amor y celos - Italia, 1954, de Luigi Comencini. Con Vittorio 
de Sica, Gina Lollobrígida, Marisa Merlini. 

El gran tipo - USA, 1936, de John Blystone. Con James Cagney. 

El seductor - Italia, 1954, de Franco Rossi. Con Alberto Sordi, Lea 
Padovani, Jacqueline Perreux, Denise Grey. 

El signo de Venus - Italia, 1955, de Dino Risi. Con Sofía Loren, Vit¬ 
torio de Sica, Alberto Sordi, Peppino de Filippo. 

Dos socios en apuros - Italia, 1955, de Cario Borghesio. Con Aldo 
Fabrizzi, Pepino de Filippo, Giulia Rubini. 

Totó, Pepino y la mala mujer - Italia, 1956, de Cario Montevechio. 
Con Totó, Peppino de Filippo, Tedy Reno, Dorian Gray. 

La vida es un tango - Argentina, 1939. Con Tito Lusiardo, Hugo del 
Carril, Sabina Olmos, Florencio Parravicini. 

Operadora, larga distancia - Italia, 1956. Con Peppino de Filippo, 
Franca Valeri. 

La locura del tango* - Argentina, 1943, de Manuel Romero. Con 
Tito Lusiardo, Severo Fernández. 

Buenas noches abogado - Italia, 1955, de Giorgio Bianchi. Con Al¬ 
berto Sordi, Giulietta Massina, Andrea Cechi. 

Un día en el juzgado - Italia, 1954, de Steno. Con Alberto Sordi, 
Sofia Loren, Peppino de Filippo, Silvana Pampanini. 

Buenas noches profesor - Italia, 1952, de Marcello Marchesi/Vitto- 
rio Metz. Con Walter Chiari, Anna María Ferrero. 

U Sorpasso* - Italia, 1962, de Dino Risi. Con Vittorio Gasman,Jean 
Loui Trintignant, Catherine Spaak. 

El gran farsante - Italia, 1960, de Dino Risi. Con Vittorio Gasman, 
Pepino de Filippo, Anna María Ferrero, Dorian Gray. 

Ringo, el caballero solitario - Italia/España, 1967, de Rafael Rome¬ 
ro. Con Peter Martell. 

Los monstruos* - Italia, 1963, de Dino Risi. Con Vittorio Gasman, 
Ugo Tognazzi, Marisa Merlini, Lando Buzzanca, Michelle Mercier. 
El suceso - Italia, 1963, de Mauro Morassi. Con Vittorio Gasman, 
Anouk Aimée,Jean Loui Trintignan. 


272 


Tren a Durango* - Italia, 1968, de Mario Caiano. Con Anthony Ste- 
ffen, Enrico María Salerno, Mark Damon. 

El bigamo* - Italia, 1956, de Luciano Emmer. Con Marcello Mas- 
troianni, Vittorio de Sica, Franca Valeri, Marisa Merlini. 

Bandidos - Italia, 1967, de Massimo Dallamano. Con Enrico María 
Salerno. 

El médico y el hechicero - Italia, 1957, de Mario Monicelli, con Vit¬ 
torio de Sica, Marcello Mastroianni, Alberto Sordi, Marisa Merlini. 
Un dólar marcado* - Italia, 1965, de Giogio Ferroni, con Giulianno 
Gemina, Ida Galli. 

La noche brava* - Italia, 1957, de Mauro Bolognini. Con Laurent Tercie- 
ff, Franco Interlenghi, Antonella Lualdi, Elsa Martinelli, Rossana Schai- 
fino, Anna María Ferrero, Mylene Demongeont, Jean Claude Brialy. 
Los mongoles - Italia, 1961, de André de Toth. Con Jack Palance, 
Anita Ekberg, Antonella Lualdi. 

Adiós Gringo* - Ialia, 1966, de Giorgio Stegani. Con Giuliano Gem¬ 
ina, Evelyn Stewart. 

La suerte de ser mujer - Italia, 1955, de Alessandro Blasetti. Con 
Sofía Loren, Marcello Mastroianni, Charles Boyer, Vittorio de Sica. 

1977 

Argentinísima I - Argentina, 1972, de Héctor Olivera y Fernando 
Ayala (musical con artistas y paisajes argentinos). 

El vigilante* - Italia, 1960, de Luigi Zampa. Con Alberto Sordi, Ma¬ 
risa Merlini, Silvia Koscina. 

Cara a cara - Italia, 1967, de Sergio Sollima. Con Gian María Volon- 
té. Tomas Milian. 

El capitán Kid - Usa, 1952, de Charles Lamont. ConAbboty Costello. 
Todos enamorados - Italia, 1959, de Giuseppe Orlandini. Con Mar- 
cello Mastroianni, Memmo Carotenuto, Marisa Merlini. 

Un dólar de gloria* - Italia, 1967, de Fernando Cerchio. Con Brode- 
rick Crawford, Elisa Montés. 

Django no perdona* - Italia, 1969, de Sergio Garrone. Con Anthony 
Steffen. 


273 


Julio César el conquistador de las Galias - Italia, 1962, de Tanio 
Boccia. Con Cameron Mitchell, Raffaella Carrá. 

Venus imperial - Italia, 1962, dejean Delannoy. Con Gina Lollobrí- 
gida, Stephen Boyd. 

Caja fuerte 713 - Alemania, 1957, de Werner Klingler. Con Hardy 
Kruger, Nadja Tiller. 

Amalio Reyes: un hombre - Argentina, 1970, de Enrique Carreras. 
Con Hugo del Carril, Ubaldo Martínez, Elsa Daniel, Julia Sandoval, 
Jorge Salcedo. 

La ñera de mi chica - USA 1938, de Howard Hawks. Con Cary 
Grant, Katherine Hepburn. 

El profesor tirabombas - Argentina, 1972, de Fernando Ayala. Con 
Luis Sandrini, Beatriz Taibo, Roberto Escalada, Oscar Martínez. 
Sala de guardia - Argentina, 1952, de Tulio Demichelli. Con Elisa 
Christian Galvé, Diana Maggi, Roberto Escalada, Tito Thompson, 
Santiago Gómez Cou. 

La reina délos tártaros * - Italia, 1960, de Sergio Grieco. Con Chela 
Alonso, Jacques Sernas. 

Los últimos días de Pompeya - Italia, 1959, de Sergio Leone. Con 
Steve Reeves, Fernando Rey. 

Eric el vikingo* - Ralia, 1965, de Mario Caiano. Con Giuliano Gem¬ 
ina, Gordon Mitchell, Eleonora Bianchi. 

El león de San Marcos - Italia, 1963, de Luigi Capuano. Con Gordon 
Scott, Gianna María Canale. 

El hijo del circo* - Italia, 1963, de Sergio Grieco. Con Giuseppe 
Addobbati, Sergio Ammirata, Antonella Lualdi. 

Su nombre grita venganza - Italia, 1968, de Mario Caiano. Con An¬ 
thony Steffen, William Berger, Evelyn Stewart. 

Los vampiros los preñeren gorditos - Argentina, 1973, de Gerardo 
Sofovich. Con Jorge Porcel, Javier Portales, Tristón, Mariquita Ga¬ 
llegos, Fidel Pintos, Chico Novarro. 

Los amores de Etércules - Ralia, 1960, de Cario Ludovico Bragaglia. 
on Mickey Hargitay, Jayne Mansfield. 

Buscado vivo o muerto - Ralia, 1967, de Giorgio Ferroni. Con Giu¬ 
liano Gemma, Teresa Gimpera, Germán Cobos. 


274 


Goliat contra el caballero enmascarado *- Italia, 1963, de Piero Pie- 
rotti. Con Sergio Ciani, Mimmo Palmara. 

Maciste contra los mongoles - Italia, 1960, de Doménico Paolella. 
Con Mark Forest. 

Qué noche de casamiento - Argentina, 1969, de Julio Porter. Con 
Darío Víttori, Fernando Siró, Laura Bove, Gilda Lousek, Diana Ma- 
ggi, Fidel Pintos. 

Detective pies planos* - Italia, 1975, de Steno. Con Bud Spencer. 
Los diez gladiadores - Italia 1963, de Gianfranco Parolini. Con Dan 
Vadis. 

La espada de la venganza - Italia. 

Los tres despiadados - Italia, 1968, de Nick Nostro. Con Richard 
Harrison. 

Tiempo de masacre - Italia, 1966, de Lucio Fulci. Con Franco Ñero, 
George Hilton, Niño Castelnuovo. 

1978 

La espada del Cid - Italia/España, 1962, de Mguel Iglesias. Con Ri¬ 
chard Carey, Sandro Morotti 

La guerra de Troya - Italia, 1961, de Giorgio Ferroni. Con Steve Re- 
eves, John Drew Barrymore. 

El rapto de las sabinas - Italia, 1961, de Richard Pottier. Con Roger 
Moore, Mylene Demongeot, Rossana Schiaffino. 

Siete winchesters para una masacre - Italia, 1967, de Enzo Castella- 
ri. Con Edd Bymes, Guy Madison. 

El hijo de D'Artagnan - Italia. 

El duque negro - Italia, 1963, de Pino Mercanti. Con Cameron Mit- 
chell, Conrado San Martin. 

Mat Helm y las demoledoras** - USA, 1969, de Phil Karlson. Con 
Dean Martin, Sharon Tate, Elke Sommer. 

El búho y la gatita** - USA, 1970, de Herbert Ross. Con Barbra 
Streissard, George Seegal. 

Degüello - Italia, 1966, de Giuseppe Vari. Con Giacomo Rossi Stuart, 
Dan Vadis. 


275 


El Club del Clan - Argentina, 1962, de Enrique Carreras. Con el 
Club del Clan, Fernando Siró, Beatriz Bonnet, Tristán, Pato Carret, 
Jorge Barbieri, Estela Molly, Martha González, Pedro Quartucci, 
Guillermo Bataglia. 

El hijo del desierto - Italia, 1962, de Mario Costa. Con Gordon Scott. 
La Guerra de los Seis Días - Israel, (documental). 

Tarzán el temerario - USA, 1943, de Wilhern Thiele. Con Johny 
Weissmuller, Nancy Kelly, Otto Kruger. 

El diablo blanco - Italia, 1959, de Ricardo Freda. Con Steve Reeves, 
Giorgia Molí, Scilla Gabel. 

Espartaco y los diez gladiadores - Italia, 1964, de Nick Nostro. Con 
Dan Vadis, Helga Liné. 

El vengador - Italia, 1959, de William Dieterle. Con Rossana Schia- 
ffino, John Forsythe. 

El hombre dinamita** - USA, 1971, de AndrewMcLaglen. Conjames 
Steward, Anne Baxter, George Kennedy, Kurt Russel, Jules Adams. 
La ñerecilla domada** - USA, 1967, de Franco Zefirelli. Con Ri¬ 
chard Burton, Elizabeth Taylor. 

El cómico** - USA, 1969, de Cari Reiner. Con Dick Van Dyke, Mi- 
chelle Fee, Mickey Rooney. 

Fa estrella del sur** - USA, 1969, de Sidney Hayers, con George 
Segal, Ursula Andress, Orson Welles. 

Hay una chica en mi sopa** - USA, 1970, de Roy Boulting. Con Pe- 
ter Sellers, Goldie Hawn. 

Abandonados en el espacio** - USA, 1969, de John Sturges. Con 
Gregory Peck, David Jansen, Gene Hackman, Richard Crenna. 
LordJim - USA, 1965, de Richard Brooks. Con Peter O'Toole, James 
Masón, Curdjurgens, Eli Walach, Howard Hawkins. 

Hay fuego en tus labios - USA, 1957, de Robert Parrish. Con Robert 
Mitchum, Jack Fernon, Rita Hayworth. 

Ocho y medio - Italia, 1963, de Federico Fellini. Con Marcello Mas- 
troianni, Claudia Cardinale, Anouk Aimée, Sandra Milo. 


276 


1979 


Atoragón, el submarino volador - Japón, 1963, de Ishiro Honda. 
Con Tadao Takashima, Yoko Fujiyama. 

El juramento del Zorro - España, 1966, de Ricardo Blasco. Con 
Tony Russel, Jesús Puente. 

Réquiem para un agente secreto - Italia, 1966, de Sergio Sollima. 
Con Steward Granger, Daniella Bianchi. 

Los gigantes de Roma - Italia, 1966, de Antonio Marchetti. Con Ri¬ 
chard Harrison. 

El enigma del ataúd - España, 1967, de Santos Alcocer. Con Howard 
Vernon, María Saavedra. 

Fiebre de primavera - Argentina, 1963, de Enrique Carreras. Con 
Palito Oretga, Violeta Rivas, Teresa Blasco, Juan Carlos AltaVista, 
Estela Molly, Nora Cárpena, Luis Tasca, Pedro Quartucci, Norberto 
Suárez, Tristón, Javier Portales, Santiago Gómez Cou. 

Una reina para César*- Italia, 1962, de Piero Pierotti. Con Gordon 
Scott, Pascale Petit. 

Sandokán, el tigre de la Malasia** - Italia, 1976, de Sergio Sollima. 
Con Kabir Bedi, Carole Andró, Philippe Leroy. 

Las tres espadas del Zorro - Italia. 

Los tres implacables - Italia. 

Hampón y asesino - USA. Con Chester Morris. 

Tres hombres desesperados - USA, 1951, de Sam Newfield. Con 
Preston Foster, Jim Davis, Virginia Grey. 

Destino: la luna - USA, 1950, de Irving Pichel. Con John Archer. 

El Zorro y los tres mosqueteros - Italia, 1963, de Luigi Capuano. 
Con Gordon Scott. 

Una estrella para el rey - España, 1957, de Luis María Delgado. Con 
Iracema Dillián, Virgilio Teixeira. 

El caballero de la mansión roja - Italia. 

El extraño de pelo largo - Argentina, 1970, de Julio Porter. Con Lito 
Nebbia, Liliana Caldini, Diana Maggi y los grupos musicales La Jo¬ 
ven Guardia, Pintura Fresca, Trocha Angosta y Conexión 5. 

La batalla en el inñerno - USA, 1957, de Michael Anderson. Con 
Richard Todd, Wiliam Hartwell, Akim Tamiroff. 


277 


Su único amor - México. 

Hasta el último hombre - USA, 1951, de Lewis Milestone. Con Ri¬ 
chard Widmarck, Jack Palance, James Cagney. 

1980 

Luna de sangre - España, 1952, de Francisco Rovira Beleta. Con 
Paquita Rico, Francisco Rabal. 

El sol rojo** - USA, 1971, de Terence Young. Con Charles Bronson, 
Toshiro Mifune, Ursula Andress, Capuccine, Alain Delon. 

Los caballeros de la cama redonda - Argentina, 1973, de Gerardo 
Sofovich. Con Jorge Porcel, Alberto Olmedo, Chico Novarro, Adolfo 
Díaz Grau, Fidel Pintos, Mariquita Gallegos, Javier Portales, Mimi 
Pons, Moría Casan. 

Hay que romper la rutina** - Argentina, 1974, de Enrique Cohén 
Salaverry. Con Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Gogó Rojo, Ethel rojo, 
Jorge Barreño, Javier Portales, Tristán. 

El profesor hippie* - Argentina, 1969, de Fernando Ayala y Fléctor 
Olivera. Con Fuis Sandrini, Roberto Escalada, Soledad Silveira. 

La venganza de Django - Italia, 1971, de Fuigi Batzella. Con Jeff Ca- 
meron. 

Tarzányla rebelión de la jungla**- USA, 1967, de William Witney. 
Con Ron Ely, Jason Evers, Floyd Flaynes. 

Con ganas de vivir** - Argentina, 1972, de Fernando Siró. Con 
Sabu, Faura Bove, Mercedes del Valle, Fernando Siró, Juan Carlos 
AltaVista, Javier Portales. 

La supersuperaventura** - Argentina, 1975, de Enrique Carreras. Con 
Ricardo Bauleo, Víctor Bo, Adriana Aguirre, Fuis Tasca, Mirtha Massa. 
Ringo, una biblia y una pistola - Italia, 1965, de Duccio Tessari. Con 
Giuliano Gemma, Fernando Sancho. 

El hombre de la pistola de oro - Italia, 1965, de Alfonso Balcázar. 
Con Cari Mohner, Fuis Dávila, Fernando Sancho. 

Dakota Joe - Italia, 1967, de Tubo Demichelli. Con Claudio Undari, 
Fernando Sancho. 

El ferroviario - Italia, 1955, de Pietro Germi. Con Pietro Germi, 
Silvia Koscina, Edgardo Nevóla. 

Vidas marcadas - Italia, 1953, de Glauco Pellegrini. Con Walter 
Chianni, Antonella Fuandi. 


278 


Furia bárbara - Italia, 1958, de Sergio Grieco. Con Vittorio Gasman, 
Ana María Ferrero. 

El mejor de los malos - USA, 1951, de William Russell. Con Robert 
Ryan, Robert Preston, Claire Trevor. 

La familia hippie - Argentina, 1971, de Enrique Carreras. Con Palito 
Ortega, Estela Molly, Olinda Bozán, Angel Magaña. 

Patón en HongKong** - Italia, 1975, de Steno. Con Bud Spencer. 
La gran ruta - Argentina, 1971, de Fernando Ayala. Con Luis Brando- 
ni, Landriscina, Raymundo Soto, Mimí Pons, Claudio García Satur, 
Raúl Lavié, Santiago Arrieta, Cacho Espíndola, Juan Carlos Dual, 
María de los Angeles Medrano. 

El evangelio según San Mateo - Italia, 1966. Con Pier Paolo, Pas- 
solini, con Enrique Irazoqui, Margarita Caruso, Susana Passolini, 
Marcelo Morante. 

Kittoch - Italia, 1967, de Nando Cicero. Con Geroge Hilton, Frank Wolff. 
Conspiración en Londres?* - Inglaterra, 1974, de David Green/Ja- 
mes Hill. Con Roger Moore, Tony Curtís. 

Llamar y la barrera ardiente - USA, 1952 (serie televisiva, capítulos). 
Siete dólares al rojo - Italia, 1966, Anthony Steffen, Fernando Sáncho. 
Misión en Marruecos - USA/España, 1959, de Carlos Arévalo. Con 
Lex Barker, Fernando Rey, Silvia Morgan. 

Pasaporte a Río - Argentina, 1948, de Daniel Tynaire. Con Arturo 
de Córdoba, Mirtha Legrand. 

Huracán Negro - USA, 1946, de Louis King. Con Fred Mac Murray, 
Anne Baxter. 

Ala hora señalada - USA, 1952, de Fred Zinneman. Con Gary Coo- 
per, Grace Kelly, KatyJurado, Otto Kruger, Lloyd Bridges, Thomas 
Mitchell, Lon Channeyjrs, Lee Van Cleef. 

La larga sombra - USA. Con Ronald Reagan, Nancy Smith. 

Paralelo 38 - USA, 1952, de Joseph Lewis. Con Frank Lovejoy, Ri¬ 
chard Carlson. 

Mujeres a la italiana - Italia, 1960, de Silvio Amadio. Con Ugo Tog- 
nazzi, Raimondo Vianello. 

El profesor chillado - USA, 1963, de Jerry Lewis. Con Jerry Lewis, 
Stella Stevens. 


279 


La montaña roja - USA, 1951 de William Dieterle. Con Alan Ladd, 
Lizabeth Scott, Arthur Kennedy. 

1981 

Sólo los valientes - USA, 1951, de Gordon Douglas. Con Gregory 
Peck, Barbara Payton, Ward Bond, Lon Channeyjrs. 

Tarzán y la cazadora - USA, 1947, de Kurt Neumann. Conjohny 
Weismuller, Brendajoyce. 

Lili**- USA, 1953, de Charles Walter. Con Leslie Carón, Mel Ferrer, 
Zsa Zsa Gabor, Jean Pierre Aumont. 

Los martes orquídeas - Argentina, 1941. Con Mirtha Legrand, Juan 
Carlos Thorry, Enrique Serrano, Zully Moreno. 

Cortos - USA, Charlot en la calle de la paz, Charlot músico ambu¬ 
lante, Laurel y Hardy. 

Escuadra de tanques - USA, de Terence Young. Con Víctor Mature. 
¿Arde París?- Francia, 1966, de Renée Clement. Con OrsonWelles, 
Gert Forbe, Alain Deion, Jean-Paul Belmondo, Leslie Carón, Sirno- 
ne Signoret, Ives Montand, Michel Piccoli, Glenn Lord, Anthony 
Perkins, Kirk Douglas, Charles Boyer, Jean Loui Trintignant, Alex 
Guiness, Maximilian Schell, Raquel Welch. 

La montaña siniestra - USA, 1956, de Edward Dymitrick. Con Spen- 
cer Tracy, Robert Wagner, Claire Trevor. 

Tambores distantes - USA 1951, de Raoul Walsh. Con Gary Cooper, 
Mary Aldon. 

Bicho raro - Argentina, 1963, de Carlos Rinaldi. Con Luis Sandrini, 
Ubaldo Martínez, "Grillito". 

La gran tierra - USA, 1957, de Gordon Douglas. Con Alan Ladd, Vir¬ 
ginia Mayo, Edmond O'Brien. 

Lástima que seas tan canalla - Italia, 1954, de Alessandro Blasetti. 
Con Vittorio de Sica, Sofía Loren, Marcello Mastroianni. 

El rey Pelé - Brasil, 1962, de Carlos Hugo Christensen (semidocu- 
mental). 

Pimienta y Pimentón* - Argentina, 1971. Con Luis Sandrini, José 
Marrone, Atilio Martinelli, Ubaldo Martínez. 


280 


Ladrón de bicicletas - Italia, 1948, de Vittorio de Sica. Con Alberto 
Maggiorano, Enzo Staiola, Lionella Carrel. 

Los chicos crecen - Argentina, 1976, de Enrique Carreras. Con Luis 
Sandrini, Susana Campos, Beba Bidart, Eduardo Rudy, Olga Zuba- 
rry. Olinda Bozán. 

Cielo amarillo - USA, 1948, de William Wellman. Con Gregory 
Peck, Anne Baxter, Richard Widmark. 

Umberto D - Italia, 1952, de Vittorio de Sica. Con Cario Battisti, 
María Pía Castillo. 

Caroline - Canadá (mediometraje semidocumental). 

Amigos para la aventura* - Argentina, 1978, de Palito Ortega. Con 
Palito Ortega, Carlos Monzón, Juan Carlos AltaVista, Iris Lainez. 
Tiburones de acero - USA, 1943, de Archie Mayo. Con Tyrone 
Power, Anne Baxter, Dana Andrews. 

Dos pistolas y un cobrade - Italia, 1968, de Jackson Padget. Con 
Anthony Steffen. 

A toda máquina - México, 1951, de Ismael Rodríguez. Con Pedro 
Infante, Luis Aguilar, Aurora Segura. 

Los chantas (*) ** - Argentina, 1975, de José Martínez Suárez. Con 
Norberto Aroldi, María Concepción César, Elsa Daniel, Alicia Bruz- 
zo, Juana Hidalgo, Olinda Bozán, Tincho Zabala, Darío Víttori, Jor¬ 
ge Salcedo, Lautaro Muñía, Cacho Espíndola, Angel Magaña, Héc¬ 
tor Pellegrini, Ringo Bonavena. 

El Gordo Catástrofe* - Argentina, 1977, de Hugo Moser. Conjorge Por- 
cel, Graciela Alfano, Moría Casán, Perla Carón, Adolfo García Grau. 
Vivir su vida - Francia, 1962, de Jean-Luc Godard. Con Anna Kari- 
na, Sady Rebbot, André Labarthe. 

El picnic de los Campanelli - Argentina, 1972, de Enrique Carreras. 
Con Menchu Quesada, Tino Pascali, Claudio García Satur, Adolfo 
Linvel. 

Adiós Alejandra** - Argentina, 1973, de Carlos Rinaldi. Con María 
de los Angeles Medrano, Angel Magaña, Ubaldo Martínez, Eduardo 
Rudy, Amelia Bence, Raúl Padovani. 


281 


1982/1983 


El día que me quieras - Argentina, 1935, de John Reinhart. Con 
Carlos Gardel, Tito Lusiardo, Rosita Moreno. 

Brigada en acción** - Argentina, 1977, de Palito Ortega. Con Palito 
Ortega, Alberto Martínez, Juan Carlos AltaVista, Carlos Balá. 

La vida secreta de WalterMitty{*)** - USA, 1947, de NormandMcLeod. 
Con Danny Kaye, Virginia Mayo, Boris Karloff, Anne Rutheford. 

Ahí está el detalle - México, 1940 de Juan Bustillo Oro. Con Mario 
Moreno "Cantinflas", Joaquín Pardavé, Sara García. 

El rey y yo** - USA, 1956, de Walter Lang. Con Yul Bryner, Deborah 
Kerr, Rita Moreno. 

La isla misteriosa** - España, 1973, de Juan Antonio Bardemy Hen- 
ri Colpi. Con Rafael Bardem, Omar Shariff. 

Basta de mujeres - Argentina, 1977, de Hugo Moser. Con Alberto 
Olmedo, Susana Giménez, Juan Carlos Dual, Gilda Lousek, Alfonso 
García Grau. 

El pescador pescado** - USA, 1969, de George Marshall. Conjerry 
Lewis, Dick Francis, Peter Lawford. 

Los éxitos del amor - Argentina, 1979, de Fernando Siró. Con Gra¬ 
ciela Alfano, Claudio Fevino. 

Las cuatro verdades* - Francia/Italia, 1962. Cuatro fábulas dirigi¬ 
das por Fuis García Berlanga, Hervé Bromberger, Alessandro Bla- 
setti y René Clair. Con Leslie Carón, Silvia Koscina, Anna Karina, 
Mónica Vitti, Charles Aznavour, Rossano Brazzi, Hardy Kruger, Mi- 
chel Serrault, Jean Poiret. 

Argentinísima 2 - Argentina, 1973, de Fernando Ayala y Héctor Oli¬ 
vera (musical con artistas y paisajes argentinos). 

David y Lisa - USA, 1962, de Frank Perry. Con Keir Durllea, Janet 
Margolin, Howard da Silva. 

El beso mortal - USA, 1955, de Robert Aldrich. Con Ralph Meeker, 
Maxine Cooper. 

Alphaville - Francia, 1965, de Jean-Luc Goddard. Con Eddie Cons- 
tantine, Anna Karina. 

El televisor - Argentina, 1962, de Guillermo Fernández Jurado. Con 
Alberto Fernández de Rosas, MarylinaRoss, Inés Moreno, Tato Bores. 


282 


El pretendiente - Francia, 1962, de Pierre Etaix. Con Pierre Etaix. 
Marco Antonio y Cleopatra - México, 1946, de Roberto Gavaldón. 
Con Luis Sandrini, María Pons. 

30 años de alegría - USA, 1962, de Robert Youngson (recopilación 
que incluye pasajes de filmes de Chaplin, Mack Sennet, Buster 
Keaton, Charlie Chase, Oliver y Elardy). 

Doña Bárbara - México, 1943, de Fernando de Fuentes y Miguel 
Delgado. Con María Félix, Joaquín Lucero Soler, María Márquez. 
La tigresa de los siete mares - Italia, 1962.de Luigi Capuano. Con 
Anthony Steel, Giana María Canale. 

El rey del volante - USA, 1947, de Edward L. Cahn. Con Johnny 
Sands, Vivían Austin. 

Custodio de señoras - Argentina, 1979, de Hugo Sofovich. Con Jor¬ 
ge Porcel, Javier Portales, Graciela Alfano. 

Desengaño - USA, 1938, de William Wyler. Con Walter Huston, 
Mary Astor, David Niven, Ruth Chatterton, Paul Lukas. 

El rebozo de Soledad- México, 1952, de Roberto Gavaldón. Con Arturo 
de Córdova, Perdro Armendáriz, Rosaura Revueltas, Domingo Soler. 
Eloy le toca a mi mujer- Argentina, 1973, de Enrique Carreras. Con 
Luis Sandrini, Malvina Pastorino, Mercedes Carreras, Jorge Porcel, 
Ricardo Morán, Cristina Lamarciere, Guido Gorgati, Edith Boado. 
El rey del tabaco - USA, 1950, de Michael Curtiz. Con Gary Cooper, 
Lauren Bacall, Patricia Neal, Donald Crisp, Gladys George. 

Ataque en la nieve - USA, 1960, de Roger Corman. Con Michael 
Forest, Frank Wolff. 

Copa de Oro ig8i** (documental del “Mundialito”). 

El fuego - Suecia, 1966, de Vilgot Sjolman. Con Bibi Anderson, Per 
Oscarsson, Jarl Kulle. 

Inferno en las nubes - USA, 1951, de Nicholas Ray. Con John Way- 
ne, Robert Ryan. 

El Conde de Montecristo - USA, 1934, de Howard Lee. Con Robert 
Donnat, Elisa Landet. 

El gran Carusso** - Usa, 1951, de Richard Thorpe. Con Mario Lanza, 
Ann Brian, Richard Harleman. 

Somos todos inquilinos - Argentina, 1954, tres seketches dirigidos 


283 


por Carlos Torres Ríos, Enrique Carreras yjuan Carlos Thorry. Con 
Guido Gorgatti, Inés Fernández,Tito Climen, Juan Carlos Thorry, 
Analía Gadé. 

Piel de verano - Argentina, 1961, de Leopoldo Torres Nilson. Con 
Graciela Borges, Alfredo Alcón, Luciana Possamay, Juan Jones, 
Juan Carlos Carrasco. 

Cien años de amor - Italia, 1956, cinco sketeches de Lionello Feli- 
ci. Con Vittorio de Sica, Aldo Fabrizzi, Maurice Chevalier, Franco 
Interlenghi. 

Valle de pasiones** - USA, 1969. Con Barbara Stanwick, Linda Evans, 
Richard Long, Lee Majors, Peter Breck (capítulos serie televisiva) 

El primer rebelde - USA, 1942, de William Seiter. Con John Wayne, 
Claire Trevor, George Sander. 

El hombre, la bestia y la virtud - Italia, 1953, de Steno. Con Orson 
Welles, Totó, Viviane Romance, Franca Faldati. 

Martín Fierro** - Argentina, 1967, de Leopoldo Torres Nilson. Con 
Alfredo Alcón, Lautaro Murúa, Walter Vidarte, Leonardo Favio, 
Graciela Borges, Aurelia Bissuti, Rafael Carré. 

Corazón de hielo - USA, 1950, de Gordón Douglas. Con James Cag- 
ney, Ward Bond, Barbara Pyton, Elena Cárter. 


284 


Bibliografía consultada 


AlsinaThevenet, Homero. Crónicas de cine. Buenos Aires: Edi¬ 
ciones de la Flor, 1973. 

Phielipps-Treby, Waeter y Tiscornia, Jorge. Vivir en Libertad. 
Montevideo: Banda Oriental, 2003. 

Aevarez,José Carlos. Breve historia del cine uruguayo. Monte¬ 
video: Cinemateca Uruguaya, 1957. 

Alzugarat, Alfredo. Trincheras de papel. Montevideo: Trilce, 2007. 
Chaplin, Charles. Mi autobiografía. Barcelona: Lumen, 1964. 
González Bermejo, Ernesto. Las manos en el fuego. Montevi¬ 
deo: Banda Oriental, 1985. 

Gubern, Román. Historia del cine. Barcelona: Lumen 1973. 
Sadoul, Georges. Historia del cine mundial. Buenos Aires: Si¬ 
glo XXI, 1972. 

Semanario Las Bases. “Informe de la Asociación de Presos 
Políticos”. Montevideo: abril de 1985. 


285 



/ 

Indice 


Introducción / n 

Capítulo i 
Justine /15 
Hoy estreno / 16 
Se dice que / 18 
Dejá que cebo yo / 19 
Creer o reventar / 21 
Nacido y renacido / 22 
Otra vez será compadre / 23 
Taquilla negociada / 24 
Pequeño gran héroe / 26 
El 151 / 28 

Los amos de la risa / 29 
Sin palabras todo dicho / 31 

Capítulo 2 
El par dialéctico / 33 
Procer bipolar / 35 
Mi perra dinamita / 37 
Las 400 noches / 39 
Planchada surrealista / 42 
El dúo Brassens-Collazo / 45 
Mi padre el pintor / 46 
El dolor de ya no ser / 48 
Ángel de los perdedores / 49 

Capítulo 3 
Graduado en / 51 
Mi querida Clementina / 52 
Literatura de pantalla / 53 
El baile del lampazo / 54 


El grito de Tarzán / 55 
Perdidos en la noche / 57 
La murga de los renegados / 58 
Son ocho los monos / 60 
Otra cara de la moneda / 61 
La cámara en ristre / 63 
Salida nocturna / 64 
Una de Gardel / 66 
Un mudo con tu voz / 67 
Los martes mondongo / 69 
Pichuco y el buen adiós / 70 

Capítulo 4 

La guerra ha terminado / 73 
Juguetes perdidos / 75 
Veneno en la yerba / 77 
Entre colegas / 79 
Etiqueta negra / 80 
Suspenso y traición / 82 
La sombra de Kazán / 84 
Triumphazo / 86 
Ayer, hoy y mañana / 88 
Trenes al Oeste / 91 
Chupen giles / 93 

Capítulo 5 

Lista negra, cine negro / 97 

Aquel Sargento Saunders / 99 

Rita y el pirata /101 

Carusito dejá dormir /103 

Los caminos de la vida /104 

Ojos de Ava /106 

Ella debe estar tan linda /107 

Pasta legal o clandestina /109 

Generación perdida y encontrada / ni 


Capítulo 6 

Nueva Roma /115 

Un camino para dos /116 

Aparta de mi ese cáliz /118 

Un conde en el tablero /120 

Caballo fajina reina /121 

La preferida y la mejor /123 

Tutti compagni /125 

Noche de ronda /128 

La madrugada no tiene corazón /129 

Ángel de la soledad /130 

Violencia es mentir /132 

Tics de la revolución /133 

La reja educa /136 

Capítulo 7 

Un poco de amor francés /139 
Las olas y el viento /140 
Vivir solo cuesta vida /141 
Hijo de puta /142 
Canción para naufragios /144 
Señoras en apuros /145 
Mi genio amor /147 
Costumbres argentinas /148 
Aguas revueltas /149 
Fuegos de octubre /151 
Botellas al mar /153 
La mochila más pesada /155 
Corazones de yerba y tabaco /157 
Música para pastillas /158 
Caramelos surtidos /160 
Quién tiene los fósforos /162 


Capítulo 8 

La lata nuestra de cada día /165 
Por la cornisa informativa /166 
El momento más feliz /167 
Mataron a /169 
De pronto una guerra /170 
Tangos fatales /171 
Un ciego descontrolado /173 
Saudade /175 
A la lata al latero /177 
De charanga y pandereta /178 
Blues de la libertad /180 

Capítulo 9 
La caída /183 

Con tuco y mucho queso /184 
Ropa sucia fuera /186 
De tiro corto /188 
Nos sobran los motivos /190 
Cine en la celda /192 
La Patria en la pantalla /194 
Mamelucos cargados /196 
Hasta las pelotas /197 
Salando las heridas /199 

Capítulo 10 
Rueda la pelotita / 205 
Cancha grande cancha chica / 206 
Atájelo Memo / 208 
Caipirinha / 210 

Gráfico quiere decir tráfico / 212 
El quiosco / 214 
Vamos de copas / 216 
Los trapos queridos / 218 
Primero Yamaha / 219 


Atento Casco / 221 
Entrégate Carlitos / 222 

Capítulo i i 
En aquel vagón / 225 
Elombres compañeros /228 
Mi cafetín de Buenos Aires / 229 
La educación sentimental /231 
Rock en la prisión / 232 
Foto foto / 233 

Masacre en el Puti-Club / 235 
Seis en punto / 236 
El mate y el viru viru / 238 
El pan nuestro / 240 
De vaca negra / 241 

Capítulo 12 

Las cartas que llegaron / 245 
Elalcones y palomas / 247 
Figuritas de colores / 249 
Cambió la pisada / 251 
Cuando calienta el sol / 252 
Lina gatita y varios chantas / 253 
Tarea fina / 256 
Vencedores vencidos / 258 
Réquiem para una pantalla / 260 
Hora de irse / 261 

Apéndice 

Nómina completa de películas exhibidas en el Penal de Li¬ 
bertad / 265 


Bibliografía consultada / 285 



Colecciones 


Diégesis 

Mentirosos y ladrones / Mauricio Aldecosea 
Un tal Charles Henri Sansón I Aldo Solé Obaldía 
Más allá délas sombras / Nicolás Brupbacher 
Sacramento de la pasión / Glenia Eyherabide 

Signos de lika 

Coz de cobre / Eduardo Curbelo 

Ama/zonas / Paulo Roddel 

Canto ajeno / Carlos Al i ncida 

Anatomía de lo aparente I Andrés Echevarría 

No siempre el café está caliente I Rafael Pineda 

Ese agudo deseo / Luis Marcelo Pérez 

Todo deseo de jardín decide / Daniel Cristaldo 

Lunas de fuego I Delma Perdomo 

El ceño del sueño / Paulo Roddel 

Eclipse solar I Mauricio Ochoa Urioste 

Memorias e invenciones / Ricardo Pallares y Raquel Barboza 
(Ilustraciones) 

Sesquicentenario / Hebert Benítez Pezzolano 

Ciudades / Leonardo Garet 

Desorden / Mariana Pérez Balocchi 

Vitrales I Graciela Cardoso 

Solarioy eternidad / Mauricio Ochoa Urioste 

Signos de lira / Clásicos 

Cantos de la mañana / Delmira Agustini 

Mnemosyne 

El telar de la memoria (conversaciones con el poeta) /Jorge Arbe- 
leche y Marisa Faggiani Domínguez 


Hermenéuticas 

La marginalidad canonizada y el caso Leo Maslíah / Anahí Bar- 
boza Borges 

Narrativa de la violencia: el hiperrealismo de Rubem Fonsecay 


Fernando Vallejo / María de los Ángeles Romero 
Dionisio Díaz. Anatomía de un crimen I Hugo Bervejillo 
La infancia normalizada: Libros, maestros e higienistas en la es¬ 
cuela pública uruguaya 1885-19181 Silvana Espiga 

Imago 

Menos es más / Manuel Maldonado 

Menos es más -Personajes- / Manuel Maldonado 

Hay que hablar / Manuel Maldonado 

Testigos 

Señales I María Laura Bulanti (Entrevista a cargo de Jorge Arbe- 
leche) 

Los Talleres 

No todo es cuento / Patricia Sicouly (Selección) 

El Uruguay se exilió de mí / Alfredo Bruno 
Hervidero de cuentos. El quinto caldero I Patricia Sicouly (Se¬ 
lección) 

Despeinando letras / Patricia Sicouly (Selección) 




GUILLERMO REIMAN 


Canelones, Uruguay, 1950 

1968 fue un año decisivo en su vida. 

Al igual que para tantos jóvenes de su 
generación emprendió el camino de la 
militancia estudiantil, el compromiso 
político después en filas tupamaras, y 
luego cumplió un período de reclusión de 
12 años en el Penal de Libertad. 

Ya en libertad y al término de la dictadura 
se abocó al periodismo en semanarios, 
revistas y diarios durante 25 años: Las 
Bases, Mate Amargo, Brecha, Guambia, 
Últimas Noticias, entre otros medios 
de prensa. Simultáneamente trabajó 
en Antel, donde pronto pasará a retiro 
jubilatorio. 

Por su dedicación periodística al carnaval 
fue convocado a integrar el jurado del Con¬ 
curso Oficial del Carnaval montevideano 
donde se se desempeñó entre 2007 y 2013. 
Tardíamente descubrió una vocación ar¬ 
tística por la actuación que le ha permi¬ 
tido incursionar en el teatro y en el cine, 
cortos y largometrajes tales como Migas 
de pan y La noche de 12 años. 
Precisamente, su afición desde siempre por 
el cine motivó la publicación de este libro. 



Durante la dictadura uruguaya, los pre¬ 
sos políticos del Penal del Libertad asis¬ 
tieron a 400 funciones de cine semanales. 
El "cine de planchada" formó parte del 
universo contracultural de resistencia 
al sistema de reclusión imperante. 


ISBN: 978-9974-94-102-1 




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